I
Solo la fuente que parece estar elevada sobre una mesa de flechas dictará lo que nos puede pasar
fui yo quien en la noche sentía que la esquina de mi cuarto se convertía en el desagüe donde se vertía la voz de mi infancia
el reconocer la calle como panteón de reflejos de nada sirve frente a la búsqueda de políticas que otorgan como recompensa el llanto para seguir durmiendo
cuando despertaste de la roca en donde te ocultabas, te convertiste en un faro que con su luz dibuja basiliscos de plata y me llevaste al desierto de olas petrificadas.
En el desierto encontramos un cañón que guardaba todo el silencio del Altiplano y te diste cuenta que ese mutismo no es otra cosa que su respiración
la cruz que estaba sobre el cañón te recordó la sensación de melancolía y miedo que apareció la primera vez que te enterraron.
Miedo es pasar por la carretera y descubrir tu cuerpo cercenado en una bolsa de basura con un letrero recargado, porque no tuviste otra opción.
II
Estación Wadley: horas antes de que llegue el tren que viene de México, me sujetan de la mano y me llevan a las margaritas de donde va a partir el siguiente amuleto que entiende el dolor del desierto
estación Wadley: dolor de nubes exprimidas, dolor de serpientes atravesadas por alambres, dolor de apropiación de las raíces, dolor de que el siguiente año herede la poca agua de este, dolor de nieve en manos de niños
estación Wadley: dolor de retablos quemados en la iglesia, dolor del animal en descomposición, dolor de una noticia desde Texas que recibe mi madre, dolor de personas arriba de un tren que luego ven sus extremidades atoradas en las vías.
III
Me voy a permitir caminar desnudo sobre la ríspida tierra y llorar frente a los muros de sal que arrullan al desierto
tu voz es una cuerda fría; amarra rosas en mi cuello que se petrifican cuando me cubro los ojos
como una mosca introvertida que intercambia cartas con el viento, me hinco ante el dolor que me provoca atravesar los cactus
qué incómodo esconderme en mi cuerpo cubierto de lodo, qué incómodo cargar con un traje de espinas enterradas
IV
No sé cómo contarte, desierto, tu existencia me puede traer un ataúd de cera para amigos
tu voz es la mía y en realidad no tenemos voz, sino que somos un blues de esos que ya no terminan
estoy en prisión preventiva, por robar autopartes en un taller de Matehuala, supongo… Eso fue lo último que me dijeron
pero hay noticias que merecen más atención (debí de haber dicho, “otros blues”)
que merecen, que merecen…
V
Hay una espada paseándose en mi garganta y hebras rojas se desprenden de mi corteza
no permanezco solo, estoy flotando en una pecera llena de nuestras miradas con las que crecimos
estoy fatigado de flotar y encontrarte siempre en una forma distinta de cómo te conocí.
Pero ya no deseo quedarme. Ya no estamos encima del otro, ni siquiera a un lado. Solo existimos como las siluetas de una banca desgastada
A veces me gusta buscar esa banca…
Del poemario El templo de donde nace el desierto (El diván negro, México, 2022)
© All rights reserved Julio Castro Guerrero
Julio Castro Guerrero “El Vate” (San Luis Potosí, 1998). Estudiante de derecho en la Escuela Bancaria y Comercial. Obtuvo el tercer lugar en el XXX concurso de creación literaria del Tec de Monterrey en el género de poesía dentro de la categoría de preparatoria. Ha publicado en la revista Pez Ciego Vol. 1 y 2. En agosto de 2018 participó en el maridaje literario en el Museo del Ferrocarril de San Luis Potosí. Participante de diversos talleres de creación literaria y de arte, impartidos por el Centro de Creación Literaria Xavier Villaurrutia, Casa de ediciones Era con Javier Sicilia, Museo de Arte Moderno de Nueva York, entre otros. Miembro desde 2020 de Abismos Taller Literario. Cuenta con un blog de poesía: tiendalacentral.wordpress.com