“Cuando un hombre sale por la puerta, ¿qué se lleva?” Había oído la frase en un programa radiofónico que no buscaba. La escuchó al pasar, con una claridad insólita entre el barullo de la gente que caminaba presurosa por los locales del mercado. No pudo detenerse a conocer la respuesta, el río de personas seguía su cauce y Ariadna tenía prisa por regresar a casa.
Aquella pregunta se quedó rondando en su cabeza durante el camino. No respondió a los comentarios triviales del taxista que trataba de ser amable. Se dedicó a clavar sus uñas en el llavero que llevaba en el regazo. El conductor entendió el mensaje y optó por manejar en silencio. Solamente al llegar a su destino Ariadna preguntó en voz alta: “¿qué es eso que se llevará cuando salga por la puerta?” El hombre la miró confundido y le regresó el cambio sin saber qué contestar. Ella caminó hacia la entrada de su casa cargando las pesadas compras con todos los insumos para la cena de esa noche.
Abrir la puerta era un acto automático que Ariadna tenía dominado; no importaba cuántas cosas trajera entre las manos, siempre encontraba la manera de abrir la cerradura al primer intento. Esta vez las llaves parecían resbalarse entre sus dedos y se dio cuenta de que toda ella temblaba.
Bajó las bolsas del mercado y las recargó con cuidado en la pared, se alisó el vestido para secar el sudor de sus manos. Contempló la puerta. Parecía tan normal e inocente; sin embargo, era el límite con el peligroso mundo externo, donde cualquier persona se perdía entre la multitud, con la posibilidad, pequeña pero existente, de desaparecer para siempre.
Ariadna conocía las historias del abandono: había escuchado decenas de veces cómo un hombre, sin razón aparente, salía por una puerta y nunca más volvía. Después se conocían las causas de esas ausencias definitivas: desde un pleito casero por la rutina hasta el descubrimiento de una infidelidad o el trillado pretexto de que el amor se había acabado. Las razones eran variables, el resultado era el mismo: los hombres se iban para no volver.
Una vez dentro de su casa se apresuró cerrar la puerta. Se cercioró de trabar el seguro y miró a su alrededor como haciendo un rápido inventario del pequeño espacio. No faltaba nada: sus bienes y sus recuerdos aún estaban ahí.
Sin soltar el llavero visitó cada una de las recámaras, todo en orden. El cuarto del fondo, que estaba acondicionado como espacio para las visitas y fue el que Mauricio había ocupado los últimos días que estuvo en la casa, era el único que podía cerrarse con llave. Probó la cerradura y constató aliviada que servía perfectamente. Guardó el llavero en la bolsa de su vestido; su contacto al caminar la hacía sentirse segura.
Una lasaña, ensalada y vino serían ideales para la cena. La comida italiana siempre había sido la favorita de Mauricio. No pudo evitar sonreír ante la irónica coincidencia del cliché que relaciona a los italianos con el honor y la familia. Esa familia que ella intentaba mantener… Sí, lasaña era la opción perfecta.
Después de estar dos horas en la cocina y arreglar la mesa, Ariadna fue a cambiarse de ropa. Eligió un vestido de hilo rojo con pequeñas bolsas delanteras donde guardó el llavero que la había acompañado todo el día. El rojo la hacía parecer más atractiva y con un poco de labial lograba disimular la palidez que se había instalado en su rostro las últimas semanas. Se maquilló los ojos despacio, poniendo especial esmero en las pestañas y el delineado. “Tus ojos no son ventanas, son puertas para escapar del laberinto”, había dicho Mauricio en la primera noche que durmieron juntos. Él no lo recordaba, pero ella estaba segura de que le había escuchado decirlo.
Por única vez en los últimos cinco años, Mauricio no llegó tarde. Ariadna pensó que se sentía cómodo en la cabecera de la mesa que tantas escenas de amor y violencia había atestiguado. Sabía, con la certeza que da la costumbre, que aquel hombre, su hombre, disfrutaba ser el centro de atención en la casa y que los meses de ausencia no habían mermado en él la cínica certeza de merecer el mejor trato en ese lugar.
Durante la cena sólo hubo comentarios amables, elogios a la comida, a la decoración de la mesa y uno que otro coqueteo sutil. Era lo menos parecido a una cena para acordar los términos del divorcio, pero el timbre del teléfono de Mauricio los llevó de vuelta a la realidad.
—¿No vas a contestar?
—No, no es importante —respondió Mauricio, buscando evitar la cascada de reclamos que se desplegaba violentamente cada vez que Ariadna no se sentía como una prioridad.
—Entonces dame tu teléfono, lo vamos a guardar en lo que hablamos de cosas que sí son importantes.
—¿De qué quieres hablar? —preguntó Mauricio aburrido mientras le entregaba el teléfono. Quería evitar a toda costa una de esas discusiones que habían terminado por oxidar su matrimonio.
—¿Es definitivo?
—Sí, es lo mejor para los dos.
—¿Para los dos? ¿Estás seguro? —su voz se quebró con el filo de los recuerdos felices de su amor.
—¿Tú no estás segura de que es mejor separarnos?
—Lo que tú digas, como siempre… —respondió casi inaudible.
—Ahí vas de nuevo… No vine para pelear.
—¿Viniste a decir adiós? —lo interrogó Ariadna buscando percibir algo de compasión en su mirada.
—De alguna manera.
—Es lo menos que podías hacer… ¿Qué te llevarás? —preguntó con auténtica curiosidad, como hacen los niños pequeños cuando están descubriendo el mundo.
—Sólo lo que tú me digas.
—Tu ropa aún está en el cuarto de visitas.
—Voy por ella.
—Primero abrázame —no fue una orden, fue la súplica velada de quien está condenado a muerte.
Se abrazaron en silencio, con la familiaridad de los años compartidos. Cuando la mano de Mauricio acarició su cabello, Ariadna tuvo que mirar hacia la puerta para evitar el llanto. Lo tomó de la mano y lo dirigió hacia la última recámara. Lo observó sacar su ropa del armario y le indicó dónde estaban las maletas vacías que podía usar. Antes de dejarlo solo se acercó para besarlo una última vez.
Salió de la habitación y cerró la puerta, con llave. “No, no te llevarás nada”, dijo para sí mientras tiraba la llave en una coladera y giraba las perillas de la estufa para dejar escapar el gas. Los gritos enfurecidos de Mauricio dejaron de escucharse poco después. Ariadna se quedó dormida en la cama que le quedaba grande en los últimos tiempos. Por fin se sentía segura, tranquila de saber que aquel hombre no saldría por la puerta.
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Dulce Hernández (México, DF 1979) Narradora y poeta mexicana. Es comunicóloga, psicoterapeuta y tanatóloga; estudió la maestría en Literatura en CIDHEM. Académica universitaria desde hace más de 15 años en asignaturas relacionadas con el periodismo y la comunicación. Ha sido integrante de los grupos literarios 7 Cuervos, Tientos y Diferencias, Sujetos y ahora es parte de Abismos Taller Literario. Cuenta con publicaciones en suplementos culturales (La Caracola), revistas digitales (Talento) y en medios internacionales (Revista Diáfanis de Argentina y revista Nagari de Miami).