“Ningún organismo vivo puede mantenerse por mucho tiempo en condiciones de realidad absoluta. Incluso lasalondras y los saltamontes, según dicen algunos, sueñan”
-Shirley Jackson
Detestábamos la colonia porque aparte de apretada y antigua, opuesto a la amplitud y potencial de crecimiento del que presumen las nuevas construcciones, guardaba en sus casas y sus calles el recuerdo de nuestras familias. Los hijos de unos, los padres y abuelos de otros. Recuerdos como sogas invisibles atándonos de vuelta hacia la pintura cuarteada, los muros expuestos, el estuco agrietado. Aunque no solo era el pasado lo que nos hacía odiar a esa colonia, nuestro hogar. Para algunos, nuestro desprecio hacia ella se basaba en el futuro, en lo que para nosotros representaba quedarnos ahí. No lograr, no poder, no querer escapar de entre sus fauces.
Desde que nosotros mismos éramos niños, una época tan lejana ahora que nuestros descendientes y reemplazos ocupan las calles donde nosotros crecimos, los más viejos ya nos contaban la historia de esta colonia. Nos contaban de los viejos días cuando cruzar la calle para llegar con sus amigos del otrolado era como cruzar el mismísimo desierto. Había solo polvo, nos decían e imaginábamos con ilusión cómo se habrían visto las casas en aquellos años cuando apenas eran tabiques sobre la tierra entre calles sin asfalto. Eran tiempos más amables, pregonaban los abuelos, donde se podía confiar en las personas. No como ahora. Pero ustedes tienen que cambiar eso, nos repetían como les repitieron sus padres en la niñez, tienen que querer a este lugar, a sus raíces, que a todos tanto nos han dado. Recuerdo el amor con el que nos veían al decirlo. Todavía ustedes no se dan cuenta, continuaban diciendo, pero allá afuera las cosas no son como aquí.
La mayoría les creímos tanto a los abuelos como a nuestros padres. Nos dejaron claro desde que entramos a la primaria que el mundo exterior solo existía como fuente de recursos. Como una herramientapara traer lo necesario de vuelta a nuestra colonia, fuera eso dinero, alimento o materiales para cuidar de sus grietas. De la casa a la escuela y de la escuela a la casa. No necesitábamos, ni debíamos
necesitar más que eso. ¿Futbol? Aquí en la calle. ¿Una película? En casa de alguno de los niños. ¿Un lugar para la primera, segunda o tercera cita? En la banqueta, en el umbral de las puertas y, con permiso de los padres, en la sala y con un familiar vigilando. Para los adultos, que antes eran otros y ahora somos nosotros, era lo mismo, apenas un poco diferente. De la casa al trabajo y del trabajo a la casa. Nada más, solo lo importante.
Si bien no puedo probarlo, creo que cuando era niño las casas eran más cálidas que ahora. El color de sus paredes todavía resaltaba y provocaba la sensación de estar entre dos manos hechas un cuenco, y a través de los muros, además de los gritos de los vecinos, se escuchaban también palabras de cariño. A la bofetada a un niño le seguía un “te quiero”, y al sonido de un plato reventado entre los gritos de su pareja le seguían los besos de un amor conciliatorio. Nos sentíamos protegidos por los muros y por los vecinos. Pasar la mano por la pintura saltona e irregular era como hacerles cosquillas a las casas, no comoahora que se siente como acariciar una piel frágil y marchita.
Hace varios años que la colonia no quiere ser arreglada. Cada vez que resanamos una de sus paredes, parece que el yeso seco saltara de vuelta al suelo. La quincallería de las puertas, por más que la cambiamos, se sigue oxidando hasta parecer tan vieja como la anterior. Las fachadas, sin importar cuántas capas de pintura les pongamos, al poco tiempo se descascaran y se cubren de una tierra necia, difícil de quitar. Sucede algo peor cuando alguien se atreve a hacer la mínima remodelación. Los nuevos muebles nunca logran pasar a través de las puertas; cuando se hacen maniobras para meterlos por las ventanas, los muros se quiebran y amenazan con romperse.
En las calles sucede algo similar. Al recorrerlas se percibe el sonoro flujo del desagüe como un refunfuño perpetuo. Cada que nuestros pies cansados por un día largo se arrastran sobre el pavimento, nopodemos evitar sentirnos culpables, como si raspáramos la espalda de nuestra madre. Acomodadas en hileras a ambos lados de la calle, arropadas bajo el manto del polvo y la tenue neblina en las mañanas, nuestras casas se asemejan a ruinas antiguas. Las esquinas erosionadas se funden en una dentaduracarcomida y vieja. Sus estructuras de un solo piso se mezclan
unas con otras como si la calle fuera el patio central y el conjunto de las casas fuera un hogar gigantesco.
En las noches, desde nuestras camas, aprendemos que al hablar no existen los secretos. Somos cuidadosos. Nos damos las buenas noches en susurros para que estos no alcancen los oídos del vecino. Arropados en nuestras casas, los techos parecen hacerse cada vez más bajos como si quisieran descender a besarnos en la frente. Los aullidos de vaivenes amorosos flotan en el aire y se sumergen en nosotros hasta que, agotados, sonreímos cuando al final se escucha un “te amo”, algunos murmuramos desde nuestras camas un “te amo” de vuelta mientras el agua cae para rellenar los tinacos, y en lasmañanas nos saludamos en las calles con la mirada cómplice.
Cuando éramos jóvenes muchos llegamos a pensar en escapar de la colonia. Pero es con cada año que surge otra razón ineludible para quedarnos. La primera de nosotros que supimos que nunca saldría de ahí fue mi mejor amiga desde la primaria. Ella perdió a su mamá a los diecisiete y desde entonces decidió que se encargaría de su casa. El segundo fui yo cuando descubrí que sería papá. Nadie quiere tener un primer hijo sin contar con familia y amigos que te ayuden a cuidarlo. Una beca no ganada, un crédito no aprobado, alguien de la familia enfermo. Las razones emergieron para que ninguno de nosotros se marchara. Razones adolescentes, lo reconozco, que poco hacían para prepararnos para las razones de la adultez. Una parálisis progresiva en las piernas, un accidente que consume todos los ahorros. Un desaparecido que quizás alguna vez vuelva. El día en que descubrimos a nuestras pieles cuarteadas como sus paredes, pensamos que la colonia estaría satisfecha. Pero ella nunca se cansa de pedir. Ella es más perseverante.
Nuestros hijos tenían trece años la primera vez que hablaron de irse. Mi hija, en especial, fue la provocadora, aunque el error primigenio fue mío al compartirle el sueño que alguna vez tuve de irme antesde ser bendecido con la noticia de que ella iba a nacer. De no ser por esa semilla, quizás cuando su maestra le dijo de aquel campamento de verano, la posibilidad de irse no habría despertado tal ilusiónen
ella. Un campamento, papá, no es para tanto, solo dos semanas, y a cuarenta minutos. Así fue cómo intentó justificarse, ella tan joven, mientras el foco de su cuarto se fundía. Pero quizás nuestra casa habríalogrado perdonar su intentona de no ser porque mi hija, en su necedad, comenzó a perturbar las casas ajenas. A contagiar a los jóvenes cuyas tímidas sugerencias de salir se convertían con más frecuencia en reclamos, mientras nosotros, los guardianes, les repetíamos que simplemente eso no se iba a poder. ¿Por qué no? Porque no se puede. ¿Por qué? Porque no y solo no.
Albergamos la esperanza de que nuestras palabras serían suficientes. Repetimos aquella máxima de ante todo cuidar su hogar y cuidar a sus familias. Intentamos que entendieran que allá afuera no había nada para ninguno de ellos, que solo nosotros podíamos cuidarlos, que el mundo no los quiere, que afuera son dispensables, que nada de lo que hagan los salvaría de la crueldad absoluta bajo la cual sufrirían. Cuando descubrimos que nuestras palabras no funcionaban con todos por igual, recurrimos a los golpes, a los castigos más severos. Cucharas calientes sobre piel expuesta, cinturonazos con hebilla de hierro, un fin de semana sin comer. Gritos colectivos entre las paredes delgadas y que las casas parecían amplificar. Nadie debía irse de ahí y si se trataba de lastimarlos, ese era un precio que podíamos pagar.
Las calles para aquellos años se figuraban más estrechas. No solo por la presencia de automóviles estacionados y en tránsito cooptando el espacio para jugar: al mirar desde las ventanas, parecía que las casas de nuestros vecinos del otro lado de la calle estaban más y más cerca. Al vernos las caras en lasmañanas sabíamos que algo estaba mal, que algo estaba cambiando. El suelo se sentía inquieto. Cuando una tarde el pavimento se quebró a media calle supimos que uno de los pequeños había hecho algo. Parala colonia lo importante, más que el hecho, era la intención con la que se hacía. Por eso no tomaba represalias cuando uno de nosotros desaparecía con signos de violencia. No hacía nada cuando se enteraba de que murió en la carretera o un accidente de trabajo. Pero hizo estallar las tuberías de mi casa la tarde en que mi hija decidió traicionarnos. Huyó con el novio, fue lo único que supe explicar a misvecinos, a mis vecinas preocupadas de que sus hijos se marcharan también. No sé si en verdad se huyó con el novio, solo sé que lo
hizo por voluntad propia, porque si hubiera sido un accidente nuestro hogar no habría sufrido tanto.
Era la primera vez para todos nosotros en que teníamos que lidiar con la partida de alguien. La solución aparente fue simple: cerrar las puertas con candado, las ventanas también, y adherirse a un estricto sistema de vigilancia. Los niños serían recogidos puntualmente de la escuela y solo en un vehículo autorizado por los vecinos. Al llegar no tendrían espacio para sentarse a dialogar sus tonterías. Nada de hablar pegando el oído a las paredes. Nada de arrojarse mensajes en papel de patio a patio, como si nosotros no conociéramos esos trucos también. Nada de nada que pudiera ponernos en riesgo. Mirando al techo desde nuestras camas, este parecía hacerse más alto, era como si nos hundiéramos en una caída constante mientras el silencio azuzaba. La vez que escuchamos las calles quebrarse en medio de la noche tuve que confesar a mis vecinos que, a veces en sueños yo ya no vivía ahí. Pedí perdón y no sé si me lo dieron porque esa noche luego de contar mi experiencia descubrimos que también compartíamos los sueños.
La colonia se tornó más inclemente. Más insegura. Cuando nosotros éramos niños nos era permitido contar las historias de lo que pasaba en la escuela. Nuestros papás podían conversar sobre lasdesventuras de sus trabajos, maldecir a sus jefes, criticar al gobierno. Luego del abandono de mi hija, incluso eso nos fue reprehendido. Los cuartos crepitaban apenas mencionábamos cualquier aspecto del exterior y, en las noches, como penitencia, un olor a cadáver emanaba desde las baldosas. Ya vámonos, ya no puedo, se quejaban los jóvenes, pero fue uno de nosotros el siguiente en dejar brotar su egoísmo. Su esposa llegó llorando para informarnos, como lo hace un culpable, que su marido la había abandonado.¿Cómo dejaste que esto pasara?, le pedimos explicaciones, pero la muy miserable ni siquiera se atrevió a mirarnos a las caras. Su cuerpo encorvado y el rostro escondido entre las piernas sobre las que caían sus lágrimas la hacía parecerse a un mueble.
Este abandono era diferente: mi hija era una niña, era imprudente, era ingenua. Sus acciones fueron como las de un animal que se asoma curioso por la reja y nunca vuelve. Pero ahora había sido uno de nosotros, los adultos, los que se suponía que sabíamos lo que era más importante, los que teníamosque confiar
unos en otros, los que compartíamos nuestra encomienda. La colonia también sabía que las consecuencias debían ser diferentes. La escuchamos reptar bajo la luna mientras las alarmas de los coches se encendían.
Vendimos nuestros vehículos por partes luego de encontrarlos compactados unos contra otros por la presión de las casas. La calle encogida. Después de sacarlos y levantar los fragmentos de asfalto resquebrajado, encontramos más pequeño el espacio entre cada lado de la calle. Desde las ventanas podíamos hablar con el vecino de enfrente con tan solo elevar un poco la voz. En el espacio entre lascasas, los olores de las comidas cocinándose se mezclaba. Los postes de electricidad se mantenían erguidos apenas, coqueteando con desplomarse en un enredijo de cables. Al poner un pie fuera para ir al trabajo podías escuchar la madera del dintel estremecerse.
A pesar de lo que ocurría, intentamos atenernos a nuestras rutinas con normalidad. Los buenos días, buenas tardes, buenas noches salían de nuestros labios con un tremuloso vibrato. Nosotros, como la colonia, deseábamos que todo volviera a ser como antes. Ensayábamos sonrisas. Cualquier gesto de inconformidad se había vuelto penado. Cada mueca insatisfecha, por más breve, era acompañada por un desastre. Un plato cayéndose de la estantería, ropa que se deshilaba con un clavo al cruzar la puerta, baños atorados, refrigeradores que se apagan a medianoche.
Nos volvimos maestros en mostrar complacencia, en vociferar nuestro orgullo por pertenecer a la colonia. Por pertenecernos. En fingir que la textura de sus paredes no se sentía como la piel de un lagarto. En nuestros sueños nos complacíamos también. Soñábamos con eventos de la cotidianeidad. Sentarnos a tomar café con un vecino, llegar a casa y hacernos de cenar. Eventos contenidos, cristalizados en el escenario acostumbrado de nuestros hogares, de nuestro hogar. Compartíamos en nuestro esfuerzo colectivo para recuperar la paz hasta forzarnos a olvidar eso que ya no era y jamás volvería a ser. Hastaaceptar sin dudas la pauta siniestra marcada día con día por el susurro del viento recordándonos de sufuerza. Hasta sabernos obedientes y dignos, de nuevo, de vivir tranquilos.
Mi pared se quebró cuando recibí la llamada de mi hija. Ya sal de ahí, papá, ya salte. Escuché su voz suave y lejana como un conjuro inmoral y colgué el teléfono sin responderle nada. Me mantuve tranquilo. No dejé escapar una sola expresión digna de sospecha. Solo un pensamiento, ni siquiera un pensamiento, una fugaz imagen de un mundo donde mi casa ya no existía y yo era un hombre más feliz. Un anhelo singular que provocó la furia de las ventanas, el quiebre de los cristales y, al poco tiempo, el golpeteo de mis vecinos contra la puerta amenazando con lastimarme si volvía a hacerlo. Me disculpé yfrente a todos le pedí misericordia a los ladrillos y al cemento.
Desconecté el teléfono y esperé que los problemas así terminaran. Pero los pensamientos humanos son más esquivos e impredecibles. No fui yo el siguiente culpable, aunque tampoco fue esa la última vez que cometería tales afrontas. Un anuncio publicitario en el camión, un folleto de una agencia de viajes, de una inmobiliaria, de un parque de diversiones. Las imágenes que llegaban a nosotros en el camino al trabajo eran suficiente para infectarnos con el virus del deseo. En las noches sumergidos en la oscuridad de nuestros vacíos, lo que alguna vez fueron aullidos de placer se convertían en chillidos de arrepentimiento cada que alguno de nosotros, ya no importaba quién, dejaba escapar entre los sueños sus esperanzas. Cada infidelidad de la mente provocaba el retemblar de la tierra.
Para salir teníamos que arrastrarnos entre la apertura de la puerta que ya chocaba al abrirse con la casa de enfrente. El camino hacia fuera de la colonia era como transitar un laberinto o una ratonera. Nos insultábamos al encontrarnos en aquel pasadizo tan delgado y nos empujábamos casi con gusto cuando teníamos que pasarnos por encima. Los postes eléctricos, disforzados por la colonia, ya no funcionaban. El ruido de las viviendas aledañas, la comida sin refrigerar de las cocinas y los desechos de las tuberías inservibles todo se mezclaban en un sincretismo intolerable. No hacía falta hablar, ni pensar, ni observarnos para darse cuenta del desprecio que nos teníamos. En esa condición vil de la existencia, una sospecha creció de súbito en nosotros. Una intuición sin pensamiento que la acompañara, solo alimentada por el instinto residual de nuestros cuerpos pétreos y cansados y que si tuviese que transmitirse enpalabras sería como la pregunta:
¿alguien más está pensando en irse? Bajo los pies la colonia nos pedía, trepidante, una respuesta.
Nos deslizábamos desmañanados entre las fachadas escarapeladas, nuestra piel expuesta cubierta de raspones y cortadas, lacerada por los ladrillos, la madera espinosa de las puertas y ventanas. Los barrotes, ya oxidados, protegiendo una privacidad ilusoria. A media calle, o lo que quedaba de la calle, un vecino soltaba una exhalación resignada, de intención incierta. Detrás mío, otro más tomaba aliento. Al girar la cabeza atrás distinguí un impulso familiar en él. Puños apretados, frente rojiza, la mirada complaciente reemplazada por una acritud oportunista y sucia. Miré de nuevo al frente para encontrarme observado. El vecino delante de nosotros también miraba atrás. También leía en mi rostro aquello que yo podía leer en el suyo, que podíamos leer hace tiempo en el rostro de todos. Así hasta que el espejo se rompió.
La piel de mis brazos se desprendía al raspar contra los ladrillos entre los jaloneos que daba para adelantarme. Por ser el primero. El único, quedaba claro, que lograría escapar de ese lugar. Los más cobardes se resguardaron de vuelta en sus casas apenas iniciada la conmoción. Los demás perseveramos. Metimos nuestros dedos en los ojos ajenos, pisamos sobre las espaldas sollozantes de quienes ya habían desistido. Tiramos de los pies de quienes estaban frente a nosotros. Pateamos las caras de quienes estaban por alcanzarnos. El polvo que flotaba en el aire parecía tirar de nosotros hacia atrás. El viento soplaba en nuestra contra. Los muros se prendían a nuestros hombros, a nuestras piernas y a nuestra ropa hasta destrozarla. Escuchamos el eco de las súplicas de nuestros padres. Las memorias fueron materializándose en nuestros pensamientos y sentimos, y sentí, nuestro honor desvanecerse. Las raíces desprenderse con dolorosa fortitud. La salida, un impulso más, las paredes apretando mis costillas,ahora mi cadera, ahora mis pies. Escapamos. No. Escapé. Detrás de mí escuché el arrullo eterno al cerrarse los muros. Los gritos póstumos y el crujir de los cuerpos. El abrazo firme de quien, con amor, anhela tragarte hasta los huesos. Recordé entonces que las plantas sin raíces ya están muertas.
-Este cuento fue galardonado por el Premio Internacional de Cuento “Edmundo Valadés” 2024 por la
Secretaría de Cultura del Estado de Puebla
© All rights reserved Emilio Palomino
Emilio Palomino (San Luis Potosí, 1997) es escritor mexicano con más de treinta publicaciones en revistas nacionales e internacionales. Ha sido parte de antologías y liturgias de escritores contemporáneos latinoamericanos. Ganador del Premio Mundo Valadez de Literatura (2025) por El cuento de la colonia y beneficiario del PECDA San Luis Potosí (2023). En 2022 publicó Amor, locura y pandemia, así como su primer libro de cuentos.