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Abril 2022

AFANTASMADO. Ismael Glaf

 

Perdí el juego que el jugador mayor me forzó a recordar.

Mi abuelo irrumpió borracho en el patio. Suplicaba auxilio porque, según él, le estallaba el hígado. Mi prima me arrebató su trenza. Se asomó por el canto de la pileta forrada con cenefas rotas. Dijo que el viejo estaba arrodillado, presionándose el abdomen. Le parecía mejor no ayudarlo. Podría desconocernos y patearnos como solía hacerlo con mi abuela, antes de enviudar. No iba a arriesgarse a eso ahora que era mi vecina oficial. Oímos el aullido, el juramento de que se volvería sobrio. Mi prima me dio un codazo, rodeó los lavaderos y la seguí. Sostuvimos a mi abuelo como si tuviera alas y lo llevamos a su cuarto.

No bastó con tumbarlo a la cama. Aquel hombre sin canas gruñía piropos a su nieta e insistía en jugar a los afantasmados. Ella le seguía la corriente en tanto le amarraba la agujeta de una bota a la otra. Volteé los ojos; en cuclillas y recargado en el borde del colchón, le señalé la puerta. Mi prima apretó el nudo antes de llamarlo “abuelito” de manera atiplada y alborotarlo para que nos enseñara a jugar. Entonces el viejo se reclinó y nos mentó la madre a grito de mariachi. La acción fue tan sorpresiva que perdí el equilibrio.

Durante las carcajadas de la otra, el borracho se arrastró hasta alcanzarme. Me abrazó. No era la clase de camaradería que intercambiaba con los señores de rostros y casimires cetrinos frente al depósito de cervezas. Más bien, las axilas del “padre o tutor” que firmaba mis boletas de calificaciones me estrujaban los hombros, el cuello. De pronto se burló: ¿Espanté a este pinche mariconcito?

A jalones de camiseta, mi prima me liberó del impertinente. Luego lo amansó haciéndole piojito en la nuca sudada. Ahora él azotó de costado. Mi respiración áspera formó un charco de desconcierto hasta que las arcadas convulsionaron al viejo.

¡Ve por una cubeta, córrele!

Salí al patio, corrí hacia la pileta. Todos los baldes estaban ocupados con ropa remojada. Vaciaba uno en el lavadero cuando escuché los golpes en el zaguán. Me precipité hacia la tranquilidad de que mi mamá y mi tía regresaban de misa de siete. Ellas se ocuparían.

Alcé la vista al sombrero de cuero. Entre una bocanada de humo, el hombre me preguntó por el borracho. Tenía el mismo acento de los señores del depósito de cervezas. No respondí. Él pellizcó el cuello roto de mi camiseta como si me quitara un bicho. Lo hizo sin modificar su semblante deprimido. En ese momento lo reconocí, era el dueño del molino de chiles. Me lo encontraba algunas veces al pasar por el local, de regreso de la primaria.

El molinero dejó que yo caminara por delante rumbo al fondo del patio. Al llegar a la barda del cuarto recién construido para mi prima y mi tía, pidió que lo esperara. Se recargó, encendió otro cigarro. Me ofreció la cajetilla para retirarla con la misma velocidad. Reprobó mi reflejo de alzar la mano; dijo que habría bronca si mi mamá nos veía. Aclaré que no estaba. En adelante, él ya no habló más.

Dio una calada larga, se quitó el sombrero y entró a la pieza. Lo seguí extrañado, pero sin suponer que robaría o algo por el estilo. A esas alturas, recordaba que mi abuelo lo incluía entre sus tantos primos políticos.

Mi cuerpo buscaba el interruptor para encender el foco; asumía la sensación protectora que, medio huérfano, me causaban los hombres de semejante hosquedad. Mi cuerpo también generaba un estremecimiento intuitivo con la imagen mental de la cubeta: si mi prima y yo lográbamos el mérito de cuidar al abuelo borracho, nuestras mamás nos dejarían en paz el fin de semana. En la guarida, detrás de la pileta, seguiríamos contándonos de amores; le inventaría los peinados prometidos y ella me maquillaría con su polvo Angel Face…

Choqué con el molinero. Él me empujó y al vuelo me jaló del hombro. Lo inverso que había hecho con los cigarros.

Afantasmados consistió en que el jugador mayor me atragantó con la cajetilla para transformarme en perdedor antes de aterrizar en el desconcierto, con los calzones rotos, atravesados igual que mi carne por el dolor que manchó mis nalgas de sangre y baba indelebles, que además tapó mis orificios nasales con el mismo sebo que reptó por mi lengua, la secó durante las súplicas a causa del desprendimiento de consciencia, o lo que fuera esa vista flotante, incapaz de apresurarse hacia el cuarto del abuelo para rogarle que anulara este juego incomprensible, y el tiempo, y el miedo en caída libre que enramó mis palabras, pequeños cadáveres que se ocultaron en mi corazón, lo convirtieron en fantasma porque nunca recibirían flores de mi prima ni de nadie.

 

 

© All rights reserved Ismael Glaf

Ismael Glaf (CDMX, 1985). Narra y aprende. Corre y viaja. Trabaja en telecomunicaciones, aunque es comunicólogo e hispanista. Además de la UNAM, estudió en el IPN. Ha colaborado en distintas revistas de literatura; tiene publicaciones universitarias; su primer libro de cuentos se llama Estampas de aire aterciopelado (2019). Escribe los siguientes mientras cursa el Diplomado en Creación Literaria del INBA.

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