Guadalupe odia que la niña que vive adentro de ella la llame Lupe o Lupita. Tiene siete años y tres dedos en una mano y cuatro en la otra. En mayo, un perro color caca la mutiló a la salida de la primaria. Desde entonces no pisa la escuela. Agosto y lo que va de septiembre pasa horas sentada en los peldaños altos de la escalera de la vecindad. Ahí suele esperar a su madre, la acordeonista del metro más risueña y desafinada de México. Es difícil que se aburra. Ella y su niña residente inventan insultos contra Lobito, el perro que Jacobo, su vecino, tiene recluido.
Los ladridos no paran. En combinación con el olor a guisantes que despiden las casas ajenas, hacen cimbrar el esqueleto que soporta la soledad de Guadalupe. Así que se destapa los oídos y lanza escaleras abajo la lata de refresco mordisqueada que la última semana ha rellenado muchas veces con agua de la llave. Atina contra la ventana de Jacobo, de quien los otros vecinos ignoran a qué se dedica o por qué nunca se cambia el overol. ¡Pinche escuincla!, grita el hombre a la niña cuya estatura le causa tanta repulsión como atracción. ¡Pincheapestasguacalapopó!, ella lo desafía. El combo de palabras apresura a Jacobo a buscar su machete entre los cacharros arrinconados en la pared para impresionar a la niña. Guadalupe le dedica un escupitajo y huye por el corredor del segundo piso hasta el cuarto del fondo, convencida de que el vecino ahora sí va a matarla. La puerta nunca ha tenido seguro por eso se esconde entre un buró y la cama rescatados de la basura. Sorbe sus mocos y aguarda. Si el caradeniño viene lo mordemos, Lupita. Pero eso no sucede.
Es otro mediodía y Guadalupe tiene las piernas cruzadas en posición de mariposa sobre una silla de plástico. ¿Hueles eso, Lupe? Percibe un tufillo avinagrado que la obliga a pellizcarse la nariz. Cuando inhala de nuevo, la fetidez a meados de gato tuerce su atención hacia las hornillas de la parrilla: se encienden por sí solas, con flamas violetas. Sale disparada del cuarto. Afuera se precipita a la derecha, al final del corredor. Se aferra del barandal, se resiste a vomitar. El fuego que acaba de infiltrarse en sus pensamientos enmudece de horror a la niña que la llama Lupita. Y a la vez, esta misma energía le distorsiona la mueca de asco en una sonrisa. Porque es la responsable de que suceda en realidad la escena que imagina cada que se asoma al predio de allá abajo, infestado de perros: un mecánico del taller automotriz carga un bidón, baña de gasolina a la pareja pegada de las colas y activa sobre ellos el encendedor. ¡Puercospedopendejos!, Guadalupe aplaude cuando el fuego violeta abrasa los lomos. ¡Puercospedopendejos!, ovaciona su niña habitante.
Es domingo 15 de septiembre. Jacobo tapa el escusado y sale a recolectar agua a la llave pública de la vecindad. Ahí descubre al cachorro con el hocico espumoso. Lo carga con el brazo tatuado con la cabeza de Lobito; con el puño de la otra extremidad golpea las puertas de las viviendas de la plata baja. Logra congregar a varios vecinos junto a los tambos de basura. Sin dejar de masajear el pequeño cadáver, especula que ya no es casual que se trate de la quinta víctima de la semana. Cada palabra suya que distingue las muertes intensifica la repulsión en quienes lo oyen. Entonces Jacobo levanta la voz: si no detenemos a las mataperros, la vecindad pronto será una fosa común.
¿De quiénes hablas?, lo interrumpe una mujer. De la ciega y de su hija chiflada, suelta el vecino. ¿Tienes pruebas, cabrón?, la persona que lo cuestiona se abre paso entre la muchedumbre. Tiene melena canosa, luce arracadas de calaveras y repite: ¿tienes pruebas? El hombre con cara de niño cree que el cachorro en su poder le otorga inmunidad. Así que ve ocasión de provocar en público a la lideresa de comerciantes ambulantes, que hace muchos años rechazó salir con él: te doy las pruebas si nos explicas por qué son las únicas a las que no les cobras renta ni un peso para los servicios comunes. Su error no es de dicho, sino de tacto. Porque envalentonado por los cuchicheos de los presentes acorta su distancia y, con la cría tiesa, sin querer le toca un pezón.
Mientras eso ocurre en la planta baja, Guadalupe, en el cuarto, sigue recostada en la mesita donde su madre suele descansar el acordeón. Tiene las manos alzadas al techo cochambroso. Empuña y extiende sus siete dedos. Aplasta a la perra que vimos en el zaguán, Lupe. ¡Feaculospipí!, señala con el índice a la flama violeta que la deslumbra como un foco. Al instante, justo frente a la vecindad, la llanta de un camión destripa a la perrita preñada que se dispuso a cruzar la vía pública. El doloroso aullido atraviesa los muros del cráneo de la hija de la acordeonista, golpea los tímpanos de la lideresa, de Jacobo, de todos los vecinos.
Esta vez el hedor a meados de gato se agudiza al punto que haría toser a cualquier persona, pero a Guadalupe sólo la impulsa a sentarse de una abdominal. Dirige su mirada hacia la almohada. Sobre ella reposa una criatura de la mitad de su tamaño. Tiene cuerpo de gallo de pelea y cabeza felina. Irradia luz violeta que le engrosa el contorno. Holacosabonita, la saluda la niña, que ya la esperaba desde su cumpleaños.
Fue en agosto. No hubo pastel sino una visita al mercado de Sonora. Por recomendación de su comadre, la lideresa de comerciantes ambulantes, la acordeonista puso a su hija en manos de una mujer que le limpió la energía con un ramo de hinojo, romero y pirul. Tras darle a oler un bálsamo verdoso, le untó un ungüento en los muñones para aliviar la comezón de los dedos fantasma.
Durante la consulta del tarot de su madre, Guadalupe se paseó por los pasillos de venta de animales. ¿Qué hay en esa jaula que tiembla, Lupita? La niña se agachó entre costales de semillas. Al interior, un gallo de plumas metálicas azules se comía a otro, rojizo e inerte. Holacosabonita, la saludó, segura de que se dirigía a una hembra. Al insertar sus pulgares entre las rejillas terminó de abrir la jaula. Entonces el gallo, de un violento picotazo, le arrancó la cresta al otro y se la lanzó a Guadalupe.
De vuelta a los pasillos esotéricos, la niña se sentó afuera del local donde también le habían limpiado la energía con un limón, un chile y un huevo. ¿Cuidamos juntas este animalito, Lupe? Estaba tan entretenida en examinar la carnosidad del gallo, que no se percató de que era acechada desde una vitrina atestada de velas y figuras de santos.
La gata le arrebató la cresta y la devoró de un bocado. Holacosabonita, se rio Guadalupe, impresionada de su sagacidad. El animal la escudriñó y poco a poco le permitió que le acariciara el lomo. La hija de la acordeonista, sin embargo, fue quien entró en un profundo estado letárgico, soñó consigo misma y dio un respingo al oír a su madre despedirse de la dueña del local. De la gata ni sus luces. Nunca nadie la había visto en el mercado, pero en adelante, los niños con niños residentes se la toparían a menudo, meando una sustancia berenjenosa.
Holacosabonita. Gatagalla se limita a ostentar su postura totémica y a comunicarse con la niña que habita en Guadalupe a través de su fulgor violeta. Holacosabonita.
La acordeonista camina como si tuviera una enorme joroba. Desde que a su hija la atacó el perro color caca ha duplicado sus jornadas de trabajo. Por culpa de los gastos del sanatorio y los medicamentos estuvo a punto de empeñar su instrumento en el Monte de Piedad, pero tuvo la suerte de que la mujer que le leyó las cartas en el mercado de Sonora también fuera usurera. Le urge pagarle. Sale de la vecindad cuando Guadalupe está dormida y regresa entrada la noche. Los días feriados no canta en el transporte público, deambula en las inmediaciones del Zócalo. En esas fechas el público suele ser más generoso con sus interpretaciones musicales. No obstante, este 15 de septiembre, al finalizar las pirotecnias por el aniversario de la Independencia de México en 1985, un borracho le grita: ¿qué no ves que yo canto mejor que tú?
La ciega regresa a la vecindad, en donde la noche mexicana está en pleno apogeo. A pesar de que rebasa el metro con ochenta de estatura pasa desapercibida entre la mayoría de los vecinos. Para ella eso es lo mejor. A la mitad de las escaleras rumbo a su vivienda siente que los peldaños se mueven. Mantiene el equilibrio y, cuando supera el mareo, yergue la cabeza como si pudiera ver. En el fondo de su ceguera congénita surge un color que ella asocia con el sonido de aullidos y el olor a pelo chamuscado. La música y el ruido de la algarabía le golpean el pecho, la devuelven a la realidad en donde debe apresurarse. Al entrar en el cuarto no se descarga el acordeón como de costumbre. Va directo a la cama. A palmaditas le examina las piernas, la panza, la cara a Guadalupe. Asegurada de que su hija duerme, le besa el entrecejo.
Más tarde pone al fuego un pocillo con agua y ramitas de manzanilla para calmarse los nervios. Pero el vapor que desprende la infusión es una bomba fétida. Miau-qui-qui-quiquiriquí, cree escuchar la acordeonista cuando vierte los orines de gato en el fregadero. Se ríe de sí misma, se ríe de que el hambre ya le está afectando. A esas horas lo que le queda es recostarse junto a su “colorcito de música” y tratar de vencer el insomnio.
El instrumento de la acordeonista más risueña y desafinada de México está intacto. Desde que despertó su vida se ha reducido a ver a su niña y a reprimir el deseo de arrancarse los ojos. Milagrosamente amanecieron sanos y no soportan captar las lágrimas de Guadalupe, la saña con la que muerde los dedos ilesos, el semblante con que desea morirse porque Gatagalla la abandonó.
Es jueves. Todavía ninguna escoba madrugadora barre el patio de la vecindad. En las paredes del cuarto del fondo del segundo piso se produce una suave vibración. ¡Lupe, Lupe!, ¿la oyes? De pie sobre el colchón que Guadalupe ha orinado, no despega la oreja de las grietas del yeso. Quiquiriquí, reconoce de pronto, y brinca a su madre aún dormida. Busca, gira, tropieza sin distinguir rastro alguno de luz violeta. ¡Allá va, traspasó la cortina, no, la ventana! ¡Cosabonita!, la llama desde el extremo del corredor que colinda con el taller automotriz. Su amiga no responde, pero Lobito sí. Sus ladridos son martillazos dispuestos a derribar la vecindad.
La niña inhala hasta saturarse la garganta de mocos. Podría ahogarse en la pestilencia a meados de gato con tal de que Gatagalla aparezca, pero eso no sucede y trata de usar con desesperación su superpoder para atraer a la criatura que se lo regaló. ¡Que les corten la cabeza a todos los perros de la vecindad! Guadalupe, sin embargo, es incapaz de imaginar nada porque la niña dentro de ella se vuelve una máquina de repeticiones: ¡Cosabonitagatagalla! ¡Cosabonitagatagalla! Jacobo responde: ¡Cállate, escuincla tarada! Tras salir de su casa, el hombre que sigue borracho desde la noche mexicana da un portazo y desbloquea a la máquina en el interior de Guadalupe. Apúrate, Lupita, imaginemos que el caradeniño es el perro color caca. Lo consiguen y, además, lo visualizan retorciéndose entre llamas violeta. ¡Cállate, o te mato!, la amenaza el vecino. Los ladridos de Lobito evolucionan a aullidos que son atravesados por un rayo acústico: miauquiquiriquí.
Gatagalla aletea. En un gran movimiento parabólico pasa de las espaldas del vecino a la fachada del cuarto donde se encuentra la acordeonista. Guadalupe corre hacia allá. Descubre a su madre sentada en la cama: le ha nacido una joroba, tiene los dedos en las posiciones listas para tocar el acordeón. Y sonríe. Mamá me da miedo, Lupe. Las suyas son lágrimas copiosas, que salpican de violeta los lugares en donde retoma la búsqueda de su amiga: el retrete, la cómoda de madera hinchada, la hornilla por donde Gatagalla apareció la primera vez. ¡Miauquiquiriquí!, oye cuando inspecciona debajo de la cama. El distorsionado gañido le derrama un ardor en la cara, la panza, las piernas, porque al erguirse comprueba que, en efecto, el sonido proviene de la garganta de su madre: ¡Miauquiquiriquí, miauquiquiriquí, miauquiquiriquí!, insiste entre carcajadas la que hace dos días era ciega. A Guadalupe la infesta un doloroso hormigueo en donde tuvo dedos.
La lideresa de ambulantes irrumpe en el cuarto que le ha prestado a su comadre desde hace siete años, cuando se enteró de que la violaron entre varios hombres en la terminal del metro. Decapitaron al Lobito, anuncia en plena agitación. No acaba de pronunciar la última sílaba cuando aparece a sus espaldas Jacobo, con un machete listo para descargarlo. Entonces una flama violeta florece sobre el acordeón. Ninguno de los tres adultos alcanza a comprender cómo es que el cochambre y otras porquerías pegadas en las paredes implosionan hacia el instrumento sobre el cual se configura el pelaje plumífero Gatagalla. La niña que llama Lupe o Lupita a Guadalupe es la única que entiende su español telúrico: “son las 07:17 y el terremoto acaba de empezar”.
© All rights reserved Ismael Glaf

Ismael Glaf (CDMX, 1985). Autor de Montículos detectados (La tinta del silencio, 2025); Una casa en la grieta (Buenos Aires Poetry, 2024); y Estampas de aire aterciopelado (Palabra Herida, 2022). Estudió las licenciaturas en Ciencias de la Comunicación y Lengua y Literaturas Hispánicas, en la UNAM. Trabaja en el sector de las telecomunicaciones. Ha publicado crónica, ensayo, narrativa y poesía en antologías universitarias, así como en revistas nacionales e internacionales. Actualmente cursa un posgrado en Literatura Española y Latinoamericana.