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Noviembre 2025

APUNTES PRESCINDIBLES DE UN ACTIVO DOCENTE. Héctor Manuel Gutiérrez

Una rescatada imagen de antiguos agentes del orden público habanero.

Quiero empezar esta entrega con una anécdota de mi niñez que dejó en mí una marca indeleble. A finales de un año escolar cualquiera en el que me dieron mi certificación como graduado de cuarto nivel de primaria, un grupo de compañeritos tuvimos la hermosa idea de hacerle un regalo al maestro, el profesor Ramón Antonio Jáquez. Los más artísticos del grupo diseñaron una especie de tarjeta en una enorme cartulina. Ésta contenía dibujos, fotos y un mensaje de agradecimiento a nuestro mentor, sellado con las respectivas firmas de sus alumnos.

A uno de nosotros se le ocurrió averiguar su dirección. Convencidos de la integridad de aquel popular maestro de primaria, nos entusiasmamos con la idea de visitarlo en su casa. Después de todo, estábamos en pleno verano y la idea nos pareció genial.

Llegó el día del viaje y nos fuimos, todos a pie, conversando y anticipando una bella velada en el hogar de nuestro admirado y respetado profesor. Vivía en lo que localmente llamábamos «un solar», que en el lenguaje antillano es una casa grande con patio interior y dividida en cuartos de alquiler, habitados por varias familias a veces utilizando el recurso de una sola ducha, lavamanos e inodoro común para todos. Sí noté que había un grifo con bastante agua disponible para los quehaceres de las vecinas, como lavar la ropa, el piso, los utensilios de cocina y la preparación de las comidas, algo común en nuestros barrios de entonces, particularmente para los niños bañarse y jugar con una manguera bajo el calor siempre presente del sol.

Un momento de solaz y esparcimiento en algún solar habanero en la actualidad.

La vivienda estaba situada en las afueras del vecindario que alimentaba aquella escuela tan pequeña, donde todos los párvulos nos conocíamos por nuestros respectivos nombres y los de familiares adyacentes.Con juvenil unanimidad, nos entusiasmamos con la idea del viaje y una tarde de sábado nos fuimos todos a pie, conversando y anticipando una bella velada en el hogar de nuestro admirado y respetado profesor.

Su esposa nos recibió con evidente calor humano. Al mostrarle el regalo y preguntarle por nuestro maestro, claramente emocionada, nos agradeció el gesto y nos dijo que «El Profe» —que así nos habíamos acostumbrado a llamarlo— desde hacía un mes no estaba en la casa.

Preocupados, le preguntamos por qué, pues el año escolar había terminado y ya estábamos en pleno verano. Nos contestó que se sentía muy contenta y agradecida con el esfuerzo en honrar a su esposo, pero que desafortunadamente él no sería más nuestro maestro. Por razones de tipo económico que no me toca a mí discutir, se había enrolado en una de las academias de entrenamiento del gobierno, para oficialmente convertirse en agente de la Policía Nacional.

Recuerdo estar consciente de que la noticia en boca de su pareja nos causó a todos un gran pesar. Aquel cambio tan brusco en el trayecto profesional de nuestro mentor, causó en mí una doble y triste sensación. Comprendo que sería imposible constatar si alguno del grupo se hizo la pregunta que hoy en día me martilla alguna parte extra sensitiva del cerebro: ¿Cómo es posible que un maestro que ha invertido la mitad de su vida en visitar, archivar y compartir tanta enseñanza ético-cultural tenga menos oportunidades de abrirse paso en los peculiares vaivenes de la sociedad?

No conozco a nadie que dispute la visión de que la humanidad ha avanzado a niveles nunca vistos antes. Entre esos avances podría contar, por ejemplo, el aumento del número de personas que pueden leer, por lo menos a niveles aceptables. Se dice que la población ha crecido unos ocho mil millones. En algunos ángulos de percepción en los que incluiría los adelantos académicos, y científicos, a estas alturas dudo que esa circunstancia matemática sea exclusivamente una ventaja. En otras palabras: desde mi perspectiva, esto no significa que el crecimiento en cuestión se deba únicamente a que ahora se puede comer o viajar más y mejor, si contamos la modernización de los vehículos por tierra, aire, mar… o el comunicarse con facilidad con los avatares tecnológicos de los nuevos medios de comunicación, como los celulares o el ya conocido y prácticamente indispensable «Internet». Tampoco debemos alegar que el avance se deba exclusivamente a que existen ahora medios eficaces de combatir las enfermedades, ya que muchos de estos males han aparecido en nuestros cuerpos—o mentes— precisamente por la ingestión de sustancias sintéticas en las nuevas comidas y bebidas. No olvido los estragos de la reciente pandemia, fenómeno que causó unos 14,9 millones de muertes, de acuerdo con los datos suministrados por la ONU. Este doloroso fenómeno, si no fue causado por algún tipo de error científico, muy bien pudo haber sido el resultado de alguna maniobra controlada por intereses malignos.

Como siempre ha sido desde los tiempos de los nómadas, el movimiento de las masas en gran parte lo provoca la necesidad de calmar el hambre, conseguir albergue, unido a posibles oportunidades de empleo… o simplemente escapar de las persecuciones y masacres por grupos gubernamentales, o aquellas organizaciones criminales que hacen cundir el miedo. No excluyo en este fenómeno a grupos étnicos que se disputan territorios, o facciones de creencias religiosas o pseudo religiosas que imponen dogmas de supremacía o promesas de paraísos post mortem sean de la facción A, la facción Z… o de alguna creciente ola de «votantes anfibios».

Desde esta ventana que apenas vislumbra algunos componentes de la actual realidad que nos ocupa, debo admitir que, más que el cúmulo de peligrosas amenazas que nos acechan, me preocupa grandemente la cada vez más factible posibilidad de que la humanidad desaparezca por completo de la faz de la tierra. Esto lo infiero por varias razones, siendo una de ellas, la capacidad de auto destrucción cada vez más latente, gracias precisamente a las grandes inversiones de parte de ciertos grupos motivados por el deseo de hacerse más y más ricos y no por el impulso de la mejoría de la especie humana.

Adelanto que estas observaciones son el producto de mi condición de docente, escritor, lector, pensador y, más que nada, ser humano con vestigios ancestrales o ADN que dan muestras de una peculiar alergia a los juicios de muchos abogados, políticos y a veces, hasta médicos.

El autor y uno de sus nietos.

Un fenómeno muy significativo, es el estado de deterioro de la noble institución de la educación. Sin sugerir coincidencias altamente difundidas por las empresas mediáticas que se proliferan en caótica velocidad, me permito mencionar que conozco a una pareja de excelentes vecinos con dos niñas que todavía no alcanzan la edad de cinco años. Me sorprende y admira sentir el cariño, alegría y eficacia en las dotes discursivas de ambas niñas, cuando me saludan. En uno de los ocasionales encuentros en mi obligada costumbre de sacar a mi perra Tuna a caminar y aliviar sus necesidades orgánicas, felicité a la madre. Impresionado con el nivel de conocimientos de las niñas, me atreví a preguntarle a qué escuela de pre kínder o kindergarten las llevaba. Para mi sorpresa, la madre me dijo con genuina disposición, que trabaja como agente mobiliario desde su hogar y es ella la responsable de la educación de sus niñas en casa. Esta simple revelación demuestra que, en efecto, si las circunstancias reúnen las necesarias posibilidades del ambiente familiar, sí es posible tener una buena educación sin tener que matricularse en instituciones que no garantizan la obtención de ciertas prioridades socio-culturales que éstas prometen y en gran manera no se cumplen.

Ya he mencionado en textos anteriores mi experiencia con algunos de los profesores en mis años de estudio universitario, particularmente aquellos que demostraron no tener las herramientas o aspiraciones necesarias para ofrecer una mejor educación a sus estudiantes. Mientras esa peligrosa y triste realidad día a día se me hace más evidente, me detengo a nombrar algunos de los fenómenos que muestran lo que ciertas voces ven como signos de un irremediable deterioro. En efecto, las noticias que leo, veo o escucho entre anuncios publicitarios que nos inyectan aún sin solicitarlos, nos traen situaciones de guerras y conflictos económicos, abusos a individuos desamparados o víctimas de sistemas de gobierno que se burlan de los fundamentos éticos que impulsaron la creación de constituciones que especifican la forma en que ciertos principios deben cumplirse. Entre estos lamentables episodios de una especie de cruel novela que se me impone, como individuo pensante, no deja de preocuparme el curso de mediocridad que ha asumido la honorable profesión de la educación, particularmente a nivel universitario.

Oficial Samuel Vázquez

Estas circunstancias se unen a las que se manifiestan en otras facetas de la pudrición de las bases que sostienen un creciente número de sistemas educativos. Surgen nuevas ideas que promueven el quiebre o relajamiento de las normas de conducta en las sociedades; se reflejan en los cambios de dirección a que se obligan algunos individuos del calibre del maestro de cuarto año que motivó la presente reflexión.

Como ejemplo paralelo a este fenómeno, cito al oficial asturiano Samuel Vázquez, quien además de ser agente de la policía de Madrid, «es graduado en Criminología por la Universidad de Salamanca, autor de numerosos estudios y publicaciones de modelos policiales sobre el crimen en España y Europa», como usualmente lo describen en las páginas de la red.

Vázquez es fundador de la «Asociación Policía para el Siglo XXI». Los objetivos de esa institución se proyectan como un sólido entrenamiento en la preparación de los agentes en su función de servir a la comunidad. Al familiarizarme con estos planteamientos y conocer más a fondo a su fundador, no pude evitar la connotación con mi antiguo profesor de escuela primaria. ¿Y por qué no? me pregunto. De hecho, podríamos sustituir el término «entrenamiento» con la palabra «educación», que es el giro que, a pesar de los años transcurridos desde entonces, me hace recordar la figura de aquel maestro sin par que evoco a principios de mi reflexión. Quiero imaginar —aunque se me tilde de irrealista— que, en su segunda opción de trabajo, «El Profe» logró, como el policía español, mantener los principios de empatía y justicia que había demostrado con palabras y hechos en aquella escuelita de mi barrio.

Quod scripsi, scripsi.

© Héctor Manuel Gutiérrez. Derechos reservados/All rights reserved

Héctor Manuel Gutiérrez, Ph.D, es instructor de español avanzado y literatura hispana. Funge como Lector Oficial de Literatura y Cultura Hispánicas en el programa de evaluación superior Advanced Placement, College Board/ETS. Colaborador mensual de la revista musical «Latin Beat», Gardena, California. Miembro/fundador de la revista literaria «La huella azul», FIU, Miami, Florida. Editor de contribuciones, «Revista Poetas y Escritores Miami», Miami, Florida. Colaborador «Revista Suburbano», Miami, Florida. Colaborador/ columnista, «Nagari Magazine», Miami, Florida. Colaborador «Linden Lane Magazine», Fort Worth, Texas, Colaborador, «Insularis Magazine», Miami, Florida. Es autor de los libros: Cuarentenas, Cuarentenas: Segunda Edición, Cuando el viento es amigo, Dossier Homenaje a Lilliam Moro, De autoría: ensayos al reverso. Les da los toques finales a «Encuentros a la carta: entrevistas en ciernes», a publicarse en 2026, «La utopía interior: estudio analítico de la ensayística de Ernesto Sábato», a publicarse en 2026, y la novela «El arrobo de la sospecha», a publicarse en 2027.

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