A mis tres años no había nada que disfrutara más en el mundo que recorrer de la mano de mi padre el Túnel de la Ciencia de camino a casa de mis abuelos. Todos los domingos transbordábamos de la línea cinco del metro a la tres en la estación de La Raza, donde tras ser cargado por Enrique durante la mayor parte del trayecto, le pedía que me bajara al llegar al túnel. Caminar por el oscuro corredor, iluminado únicamente por las constelaciones tatuadas en el techo, abriéndonos paso entre cientos de personas que no se detenían a observar lo que tenían enfrente, me daba la sensación de haber encontrado mi destino.
El resto del camino era bastante aburrido. En Taxqueña nos subíamos al pesero que nos dejaba exactamente en la esquina de la casa de mis abuelos. Ahí pasábamos la mayor parte del día. Mi padre platicaba con sus hermanos, mientras yo perseguía a la abuela por la cocina, atosigándola con mi fantasía de ser astronauta y ver con mis propios ojos cada una de las estrellas retratadas en el túnel.
Mi abuelo, por su parte, pasaba las horas leyendo en el sillón de la sala acompañado de la música de Juan Gabriel y de Lucha Reyes. Aprendí a correr a su lado cada que la consola reproducía “Mis ojos tristes”, canción con la que había descubierto que mi abuelo abandonaba la lectura para cantarla entre susurros con los ojos cerrados. Aquello me parecía un divertido espectáculo que presenciaba escondido entre los sillones de la sala.
La travesura de esconderme para escuchar cantar a mi abuelo me duró poco. Un domingo me descubrió tarareando la canción a la par que la vieja consola exhalaba su último aliento. Quise correr a esconderme tras las piernas de la abuela, pero él soltó una carcajada que desvaneció el miedo al instante.
—Yo soy hombre de canto, guitarra y piano, hijo. Igual que Juan Gabriel —me enseñó la imagen del cantante en la portada de un vinilo.
Se levantó del sillón, tomó su bastón y me pidió que lo acompañara a la tienda. Eligió del estante un paquete de chicharrones, unos chicles y unos Cheetos de bolita que sabía eran mis favoritos.
—No se lo digas a nadie —me guiñó el ojo.
Al regresar a la casa, tomó una manta que guardaba en la alacena y se echó en el sillón a comer los chicharrones ocultándolos debajo de la cobija.
La siguiente semana, a falta de consola, sacó del almacén su guitarra para tocar con acordes bruscos “Mis ojos tristes” y repetir la visita a la tienda donde compró exactamente lo mismo que la última vez: una bolsa de Cheetos, unos chicharrones y un paquete de chicles. Rutina que repetimos hasta el domingo que cumplí cinco años, cuando al llegar me encontré con su sillón vació.
Dos días antes había sufrido un ataque al corazón del que afortunadamente salió con vida. Por eso había abandonado el sillón y reposaba en la soledad de su cuarto al que yo no me atrevía a subir por la empinada escalera de caracol hacia la planta alta.
Durante “Las Mañanitas” no podía dejar de pensar en la ausencia de su voz, que debía ser por mucho la mejor de la familia. Fue al terminarme la rebanada de pastel de frambuesa que mi padre me entregó un plato con una gelatina color ámbar.
—Hijito, hazme favor de llevarle esto a tu abuelo.
Toqué la puerta de la recámara antes de girar la perilla. Dentro, en una inmensa cama que ocupaba casi la totalidad del espacio, dormitaba mi abuelo.
—Te mandaron gelatina —le susurré después de haberlo movido lo suficiente como para que se despertara.
—¿No había pastel? —se incorporó para sujetar el plato y comerse la gelatina de un bocado.
Me encogí de hombros al no saber el motivo para que le enviaran una rebanada de gelatina en lugar de una de pastel.
—Mejor hazme un favor, ve a la tienda y tráeme una bolsita de chicharrones.
Tomé el billete de 20 pesos que sacó de su cartera y salí de la casa sin avisarle a nadie. Al regresar de la tienda tomé la guitarra de mi abuelo, que aún descansaba junto al sillón vacío, para después subir a su cuarto entre brincos.
Él tomó la bolsa de chicharrones, pero meneó la cabeza cuando le ofrecí la guitarra. No supe si lo que le faltaban eran ánimos o voz, pero nunca volvió a cantar “Mis ojos tristes”. En su lugar, me invitó a sentarme en la cama y escucharlo hablar de su vida.
Seguí su rastro desde aquel rancho de Pathé en el Estado de México hasta el extinto Distrito Federal, donde con los años y un sinfín de golpes de suerte, terminaría convirtiéndose en juez de delegación. A partir de ahí todas sus narraciones eran confusas e involucraban palabras cuyo significado desconocía y tampoco preguntaba. Sin embargo, la emoción con la que me hablaba de sus años en la corte me mantenía absorto escuchándolo.
Una infancia escabrosa, una juventud secreta, un amor plácido, una adultez precipitada; una vejez en silencio. A decir verdad, no conseguía entender mucho de lo que hablaba, pero por las emociones en mi pecho podía interpretar si la historia dolía o era producto de una felicidad de la memoria.
Sus historias provocaron que me olvidara de mirar las estrellas del túnel de la ciencia de camino a su casa por la urgencia de verlo. Dejé el sueño de la nave espacial y fantaseaba con aprenderme esa tonelada de conceptos y palabras extrañas que usaba mi abuelo.
Conforme crecí, su voz dejó de ser fluida, la memoria le fallaba y la lucidez comenzó a abandonarlo. Ya no me hablaba de sus años de trabajo, sino que musitaba sobre las noticias de política que veía en la televisión eternamente prendida frente a su cama.
—En este gobierno hay puro merolico, y más ese pinche chino —se quejaba cada vez que veía aparecer en la pantalla al secretario de Gobernación de Peña Nieto.
Otras veces le daba por hablar de lo mucho que se arrepentía de no haber hecho ejercicio durante su juventud para evitar pasar postrado sus últimos años.
—Tú no cometas ese error —me recalcaba antes de ponerme una serie de ejercicios que inventaba sobre la marcha.
Así corría de extremo a extremo de su cuarto, hacía sentadillas apoyado en un solo pie, equilibraba el control del televisor sobre mi cabeza y estiraba mis manos en direcciones opuestas para observar la punta de mis dedos sin parpadear.
Era entre los ejercicios y sus opiniones políticas que de pronto se le escapaba algún vestigio de lo que alguna vez fueron sus historias. Rara vez conseguía terminar sus anécdotas o estas se ramificaban en incoherencias que lo hacían quedarse dormido. Pero por más que los años pasaban, jamás se olvidó de pedirme que le trajera de la tienda su bolsa de chicharrones.
Un domingo en que cumplí años, subí a su habitación a llevarle una rebanada de gelatina que rechazó amablemente. Me invitó a sentarme en la cama y me contó que no había dejado de pensar en la ocasión en que acompañó a mis padres a uno de los festivales del jardín de niños en el que estaba inscrito.
—Ibas disfrazado de pingüino y bailabas dando vueltas por el escenario —me contaba riendo a carcajadas mudas.
Pasé la tarde con él viendo las noticias hasta que mi abuela nos interrumpió acompañada de un sacerdote.
—Viene a darle la comunión —me explicó ante mi mirada confundida.
Bajé a la sala donde me aburrí entre las conversaciones de mis tíos y mi padre que discutían sobre lo mal que iba la economía, los intereses de los bancos y las cantidades exageradas de dinero que cobraban los notarios públicos.
En algún momento recordé que había olvidado comprarle a mi abuelo su botana, así que corrí a la tienda y, con un billete de 50 que me habían obsequiado por mi cumpleaños, compré la bolsa de chicharrones más grande que encontré.
Al regresar, la puerta de su cuarto seguía cerrada y el par de voces resonando por las paredes me hicieron saber que el sacerdote seguía dentro.
—Pero qué bonitas palabras —lo escuché repetir varias veces a mi abuelo a través de la puerta.
Los gritos de mi padre ordenándome bajar porque era hora de irnos me obligaron a ocultar la bolsa de chicharrones entre un montón de macetas. En una semana le entregaría su regalo, pensé. Pero al siguiente domingo, la cama estaría vacía. Mi abuelo murió el martes siguiente a mi décimo cumpleaños de un infarto.
Una semana después, Enrique descubriría la enorme bolsa de chicharrones y llevaría a cabo un severo interrogatorio entre todos los miembros de la familia para dar con el responsable. Yo, como buen nieto, callé y protegí el secreto que me había encomendado mi abuelo durante nuestra primera visita a la tienda.
Hoy, de camino a la Escuela Libre de Derecho, mientras atravesaba el túnel de la ciencia, uno de los vendedores ambulantes reproducía en su bocina “Mis ojos tristes” y no puede evitar pensar en mi abuelo.
—Llévele, los éxitos de Juan Gabriel a tan sólo 10 pesos.
Metí la mano al bolsillo del pantalón y me encontré con una moneda. Titubeé antes de por fin entregársela al vendedor. Ya mañana me compro mis chicharrones, me consolé guardando el disco envuelto en celofán dentro de mi mochila.
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Gustavo Rivas Torres. Nacido en 1999, en la ciudad de San Luis Potosí, México. Ganador del Concurso Estatal de Cuento 2012 en la categoría juvenil. En 2016, concluyó el taller: “Análisis de creación Literaria del CEARTSLP”, impartido por Xalbador García. Durante 2018 participó en el curso: “Los exiliados de la revolución mexicana en Cuba, una historia por escribir” del Colegio de San Luis. Publicó en la Revista Matices, 2020, la Revista Resonancia SoM #2, 2021 y Nagari 2022 y 2024