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Abril 2023

LUCECITAS BAJO EL AGUA*. Luis G. Torres Bustillos

Para doña Norberta

Venimos a dar a este pequeño pueblo cuando Vicenta, la madrina de mi mamá, murió y le dejó su casa como única herencia. Ella, mis dos hermanas y yo, vivíamos en la capital. Para entonces, pasábamos una época muy difícil, pues su sueldo no alcanzaba para mucho. Volver al pueblo donde madre creció no era una gran mejora, pero al menos ahí tendríamos un hogar propio y a los familiares que aún sobrevivían. Asi que empacamos nuestras pocas pertenencias y salimos en un camión al pueblo.

Mamá estaba entusiasmada con el cambio y hacía lo posible por infundirnos ánimos. Anunciación, la menor, tenía cuatro años y era pequeña, flaca y de ojos expresivos. Blandina le seguía, con un año y poco más, pero era de una estructura fuerte y muy decidida. Yo cumplí ocho cuando nos fuimos de la capital. Siempre fui la más cercana a ella y supe ser su apoyo en todo.

La casa era grande y vieja, hecha de gruesas paredes de adobe, altos techos de dos aguas -con tejas cubiertas de musgo- y ventanales de madera. Era demasiado para nosotras cuatro, pero ya madre pensaba en opciones para el espacio vacío: “Podemos alquilar alguna pieza y hasta poner un pequeño taller de costura. Con tantas habitaciones tendremos espacio de sobra”.

El viejo caserón estaba amueblado, con un comedor de caoba despintado, una sala de varias plazas, forrado de telas tipo brocado, ya muy gastadas, y otros objetos antiguos. En las recamaras había aún aguamaniles y jofainas de peltre con motivos florales, ya un poco despostilladas; grandes roperos y camas de latón. Los pisos eran de tablillas de madera, un tanto gastados. Mamá colgó en la sala una fotografía donde aparecemos ella, la madrina Vicenta y nosotras tres, juntas y sonrientes, con nuestros vestidos de organza.

La vida en la casa nueva era relativamente tranquila. Ocupábamos solo algunas de las habitaciones disponibles, lo demás estaba cerrado y a oscuras. Yo dormía sola en mi habitación, por ser la mayor. Blandina y Anunciación compartían un cuarto y mamá dormía sola en un gran dormitorio del segundo piso. Teníamos prohibido entrar a las habitaciones que no se ocupaban, y aunque sabíamos en qué lugar se encontraban las llaves de todas las puertas de los cuartos, no se nos habría ocurrido entrar en ellos nunca.

A las semanas de vivir en esa casona, empecé a tener pesadillas. Tenía un mismo sueño y aunque a veces solo soñaba partes de él, me daba miedo. No sabía qué significaba, pero cada vez que caía en él, trataba de forzarlo y despertarme. Yo caminaba por un bosque nebuloso y frío. Era de noche y no se oían más que los sapos y las chicharras. La luna estaba atrapada entre nubes oscuras. Encontraba un sendero y lo seguía, caminando despacio y con cierto sigilo. Las ramitas y las hojas secas crujían bajo mis pisadas. Seguía avanzando. El sendero me llevaba hasta la vera de un río que se deslizaba silenciosamente sobre un fondo de piedras redondas y pulidas. Se escuchaba también el ulular de una lechuza. Me acercaba al río y me sentaba al lado de éste sobre una gran roca de forma irregular. Miraba cómo el flujo del río arrastraba pequeñas ramas, hojarasca y algún pedazo de tronco, ya podrido. En el ambiente se sentía un olor a copal, como en los altares de noviembre. De repente, fijaba la mirada en el fondo, y entre las piedras lisas se alcanzaba a ver unos puntos brillantes que parecían reflejar la poca luz de la luna. Titilaban, como si fueran unas monedas o unas joyas sumergidas en el agua. Ahí se cortaba generalmente el sueño. Me dejaba con la sensación de que esas imágenes querían decirme algo, como si ocultaran un secreto, o un antiguo misterio. ¿Por qué me causaba tanto miedo?

Los días transcurrían, uno tras otro. Mamá y mis hermanas se estaban acostumbrando a esa nueva vida, pero yo no. Sabía que llegaría la noche y con ella, el sueño del río y las luces sumergidas en su cauce. Por la mañana me lavaba la cara y las manos en el aguamanil y me cepillaba el pelo, me vestía y bajaba a la cocina a ayudar a preparar el desayuno. “Buenos días, Eunice, ¿cómo pasaste la noche?”, me preguntaba mi madre. Generalmente, solo le contestaba que bien, alzando los hombros y sin querer mirarla a los ojos. Ella, que siempre estaba ocupada quitando algo del fuego, o sacando trastes de la vitrina, no se daba cuenta de mi molestia y seguía preparando los alimentos.

Al poco rato mis hermanas bajaban y entre risas y pláticas mañaneras, se me olvidando lo sucedido la noche anterior, desayunaba contenta con la familia. Después, entre mamá y yo recogíamos la cocina y limpiábamos un poco el lugar, antes de regresar a las habitaciones. Las pequeñas jugaban todo el día fuera de la casa. Montaban en los grandes árboles de la huerta, arrancaban flores, las ponían en jarrones de vidrio, cantaban y se perseguían entre sí. Sólo por las noches se ponían taciturnas y calladas.

Una tarde que el viento empezaba a soplar con fuerza, madre nos mandó a cerrar las ventanas y poner la tranca de madera en la puerta principal. Lo hicimos diligentemente y nos metimos al cuarto de ellas. Estuvimos contando historias hasta que un ruido nos hizo saltar. Blandina nos pidió silencio, poniendo su dedito sobre la boca y mirando a todos lados con unos ojos bien abiertos. Anunciación, que era muy frágil, empezó a gimotear. “Tengo miedo”, dijo. Yo les aseguré que no había nada que temer. “Es el aire, ya saben que como esta casa es tan vieja, todo le suena”. Se tranquilizaron un poco y seguimos platicando. El ventarrón ululaba afuera, como si tratara de escapar de las ramas de los altos árboles que la rodeaban. Las viejas contraventanas de madera golpeaban a un ritmo desesperante contra la ventana. La habitación se sentía fría, tanto que el vaho que producíamos al hablar, era visible. Las tres lo notamos y sorprendidas, temblamos sin poder detenernos.

Entonces Blandina preguntó: “¿Y madre dónde está?” Yo les dije que era probable que estuviera durmiendo en su cuarto y no hubiera sentido estas corrientes frías. “Voy a mi cuarto por un chal. Ustedes pónganse un abrigo, no tardo”. Salí de prisa a mi habitación y los ruidos se hicieron más notorios en el pasillo. Regresé a la habitación de mis hermanas y les pedí que me siguieran.

Las tres caminamos muy pegaditas por el pasillo helado y nos dirigimos a las amplias escaleras que llevan al tercer piso de la casa, que es una buhardilla que se usa sólo para el almacenar muebles y objetos viejos. Ya frente a la puerta del desván, nos quedamos calladas y estáticas. Por debajo de la puerta, escapaba una débil luz.

Anunciación temblaba, en cambio Blandina estaba decidida a entrar a la habitación. Les dije que era mejor regresar al cuarto, que no eran horas de andar inspeccionando habitaciones prohibidas. Sin rechistar mucho, me hicieron caso y las tres volvimos de puntillas a su habitación. El aire seguía chiflando en el exterior. Las dejé arropadas en sus camas y me fue a mi cuarto. Me puse un suéter y encima mi chal. Me descalcé, me metí a la cama y me envolví con las cobijas hasta un poco por debajo de los ojos. Temblaba sin control. Apagué la luz y traté de dormir.

No sé en cuanto tiempo lo logré, pero sé que pronto me llegó aquel sueño. Las luces brillaban desde el fondo del río. El olor a copal me llegaba con fuerza. Sentía mucho frío y una extraña sensación me hizo empezar a correr. Corrí y corrí hacia el bosque, lastimando mis manos cada vez que chocaba contra los árboles, trastabillando continuamente, como si alguien me persiguiera. Entonces no pude más y di un gran brinco para despertar. Cuando abrí los ojos todo estaba callado, ya no había vientos, ni ruidos extraños. Recuerdo que me envolví en las cobijas, más por miedo que por frío y traté de dormir, otra vez.

Al siguiente día no quise bajar a desayunar. Me quedé en el cuarto adormilada. Madre subió y abriendo un poco la puerta y metiendo sólo su rostro preguntó; “Querida, ¿estás bien?, ¿no bajarás a desayunar con tus hermanitas?”, a lo que le contesté llanamente: “Mamá, pasé mala noche, ¿puedo dormir un poco más?”. Ella asintió y cerró la puerta tras de sí.

Así pasaron varios días, en que hacíamos nuestros quehaceres, jugábamos a ratos y por las noches platicábamos hasta tarde en el cuarto de Anunciación y Blandina. Yo me iba a mi dormitorio, sabiendo que tendría que dormir e, inevitablemente, entrar en ese sueño que me turbaba y me hacía correr de miedo.

Una tarde en que madre tuvo que salir, para visitar a una tía, nos quedamos las tres solas, haciendo sobremesa después de cenar. Cuando empezaba a recoger los platos para ponerlos en el fregadero, empezó a llover. Una pertinaz lluvia se dejó caer sin aviso alguno y con ella, se desató un aire que todo lo agitaba fuera de casa. Los árboles se estremecían. “Otra vez ese viento”, dijo Blandina. “¿O es una lechuza?”.

Anunciación sugirió que subiéramos las tres a su recámara, nos envolviéramos en mantas y no nos separáramos hasta que la lluvia terminase. Estuvimos de acuerdo. Nos encerramos en su recámara y yo puse una silla recargada en la puerta, por debajo de la manija de latón, para que la puerta no estuviera golpeteando el marco. Afuera el viento luchaba con todo. Después de un rato, escuchamos nuevamente ruidos que provenían del último piso. Teníamos que investigar lo que pasaba.

Fui directamente a la cómoda donde se guardaban las llaves de todas las puertas, abrí el tercer cajón y saqué el manojo de llaves. Pasé por mis ellas y subimos al último piso, caminando despacio, pero haciendo chirriar el viejo piso de madera. Otra vez, una luz se miraba por debajo de la puerta. Las tres nos miramos a los ojos, atónitas. Un intenso olor a copal se sintió en el ambiente. Blandina, la más decidida, me quitó las llaves de la mano y empezó a tratar de abrir la puerta. Era un gran manojo, pero probaba una y otra llave con rapidez, como si algo la urgiera a entrar en esa habitación.

Al fin atinó a la llave adecuada y la puerta se abrió. Las tres temblamos al sentir el frío de la buhardilla, pero tomándonos de las manos, entramos con decisión a la lúgubre cuarto en penumbras. Al fondo del cuarto, se vía una luz mortecina. Había un incensario metálico en donde se quemaba copal y al aproximarnos más nos dimos cuenta que había tres cajones de madera sobre tres viejas sillas de palo. Nos acercamos con miedo.

Dentro de cada caja, se encontraba el cuerpo de una niña. Estaban ordenadas de la mayor a la menor. Las tres tenían un vestido de organza y satín, color pálido: azul, rosa y blanco. Los ojos de las tres niñas estaban cubiertos por monedas de oro y los brazos estaban cruzados sobre su cuerpo, con las manos entrecruzadas. Sus cabellos estaban sueltos y desordenados, sólo una delgada guirnalda de hojas verdes con florecitas color violeta adornaba su frente.  Quedamos paralizadas por un instante, pero no salimos ni gritamos, sólo miramos a esas tres niñas que tenía una expresión de tristeza. El humo del copal lo nublaba todo.

Entonces vimos que además de los tres ataúdes, en la habitación había portavelas con cirios prendidos y altos jarrones de latón con flores blancas como nubes, gladiolas y margaritones. Se sentía frío, pero también una gran paz. Anunciación no pudo más y empezó a llorar quedito, seguida por Blandina. Yo sólo me limité a apretar sus manitas entre las mías, confortándolas.

El humo me irritó los ojos. Los cerré y los froté con ambas manos. Cuando los abrí, estaba sentada de nuevo sobre la gran roca a un lado del río. Hacía frío y se sentía un intenso olor a copal. Escuché el ulular de una lechuza. Pensé en esa vieja casona con la que soñaba, donde era una niña que tenía una madre y dos hermanas, a quienes quería y cuidaba noche y día, defendiéndolas de todo mal.

* Cuento del libro Inquietante (Infinita, 2023).

© All rights reserved Luis G Torres

Luis G Torres Bustillos Nació en la CDMX en 1961. Ahora ya retirado de la docencia e investigación vive en Cuernavaca, Morelos. Hace algunos años participó en el taller de cuento dirigido por Hernán Lara Zavala, dependiente del Instituto Estatal de Bellas Artes Morelos. También participó en el Taller de  Literatura dirigido por Frida Varinia, de la UAEM y el taller de cuento Ahora o Nunca de Daniel Zetina. Recientemente publicó en una treintena de revistas electrónicas como Zompantle, Perro negro de la callePluma, Katabasis, Tabaquerías, Almicidio. Letras Insomnes, entre otras. En 2021 publicó en Infinita su primer libro de cuentos: Pequeños Paraísos perdidos, y  acaba de publicar el año pasado Sin pagar boleto, cuentos y narraciones de viajes por México. Es egresado de la Escuela de Escritores Ricardo Garibay, de Morelos. Este mes de enero presentó su tercer libro de cuentos Inquietante, bajo el sello de Infinita.

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