Mientras pienso en todas las personas a las que he defraudado a lo largo de mi vida, me entran ganas de tomarme una cerveza. No una de nevera, sino una de bar, con ruido, música y desconocidos entrando y saliendo. Ya lo tengo claro: lo que quiero es ir a un bar.
Soy indeciso de nacimiento. Pensé que al hacerme mayor se me quitaría el miedo, y cuando me hice mayor creí que desaparecería al hacerme viejo. Ahora, pasados los sesenta, sigo tan acojonado como siempre.
¿Miedo a qué? A meter la pata, a tomar decisiones sin vuelta atrás, a ver cómo los años se esfuman como putas en una carretera.
¡Qué asco hacerse viejo! Cuando te quieres dar cuenta, necesitas tres días para pasar una resaca. Nadie te lo explica, y si lo hacen, no lo entiendes. Ningún chaval lo entiende.
Para cuando llego al bar ya estoy de bajona. Pido una pinta y me siento en la barra. El caucho del asiento se hunde bajo mis posaderas. El primer trago, que como decía mi padre, es el mejor de todos y solo hay uno al día, me devuelve un poco de alegría.
Al parecer, solo me acuerdo de él cuando bebo. Era algo que solíamos hacer juntos, cuando yo era un crío. Todas las tardes, al cerrar el taller, pasaba por la taberna, se bajaba dos o tres litros y luego iba a casa. Hasta que un día no volvió. Se quedó en el bar. En el baño, concretamente. Muerto. Se pensó que tenía un apretón y resultó que le estaba dando un infarto. Seguro que con el rictus mortis ni se le cayó la jarra de la mano. El muy cabrón.
Miro alrededor para alejarme de los recuerdos. El antro es oscuro, con luces azuladas en el techo. Al menos ponen rock de mi época, el que los críos llaman “clásico”. Huele a cerveza rancia y colonia barata. Un par de chavales juegan a los dardos, otro al fondo bebe solo, un grupillo ríe en el billar.
Estoy a punto de acabar la pinta cuando el vello de los brazos se me eriza. Había estado mirando al grupo del billar sin pensar mucho: dos chicos, dos chicas, jóvenes, guapos, felices. Y en uno de esos vistazos, la vi.
Mi hija.
Riendo, con el taco de billar apoyado en el suelo. El pelo color caramelo cayéndole en olas hasta media espalda, igual que el de su abuela. Le toca tirar. Se inclina, golpea una bola y falla. Ríe. De repente me doy cuenta de que la música está muy alta, me duele no escuchar su voz.
Pienso en acercarme, pero ¿qué le iba a decir? ¿Que vivo solo en la casa de los abuelos, rodeado de fotos y cacharros viejos? ¿Que me acuerdo de ella cada día y me arrepiento de casi todo menos de haberla tenido? No. No tengo valor. El maldito miedo.
Pido otra ronda y bebo en silencio, observándola de reojo.
—Si me ve, le hablo —me prometo.
Pero no me ve.
Está con sus amigos. Besa a uno de los chicos, se ríe. Se la ve feliz.
—Viejo, no le arruines la noche —me digo.
Me siento mareado. Miro la pinta, ya va por la mitad. Medicina para los nervios, que decía mi viejo.
Entonces la música se apaga. Alguien se queja al fondo del bar.
El barman corre hacia el tocadiscos. Mi hija se vuelve. La veo por el rabillo del ojo. Creo que mira hacia la barra, buscando de dónde viene el silencio.
¿Me ha visto?
Finjo observar el vaso.
—Te toca —dice uno de los chicos.
—Vale, voy —responde ella.
Su voz ya no es la de la niña que conocí. Es la de una mujer joven, con una risa que me recuerda a mi hermana cuando teníamos su edad. Los ojos se me nublan. Me bajo la visera de la gorra. La música vuelve. Ella golpea otra bola, alza los brazos en señal de victoria. Creo que esta vez la ha metido.
Apuro la cerveza, pago y salgo del local. La calle huele a noche húmeda y fritanga. Ella parecía feliz, desde luego que lo parecía.
Y eso bastaba.
© All rights reserved Luis Cañivano
Luis Cañivano es escritor y periodista especializado en comunicación corporativa. Natural de Cartagena, reside actualmente en Madrid. Ha trabajado en medios como La Opinión de Murcia y El Diario de Pontevedra, y fue corresponsal en Bruselas y Atenas para publicaciones nacionales. Su relato “Aquí llega Johny” ha sido aceptado para su publicación en la revista Axxon (próximo número). l.canivano@gmail.com