El hombre se encontraba sentado en un banco de un parque, sus manos descansaban en sus rodillas, apretadas en puños, como si intentaran aferrarse a algo que no existía, no recordaba nada, ni su nombre, o su edad, nada. Todo a su alrededor parecía estar envuelto en una niebla invisible, un vacío total que se extendía más allá de los árboles, el banco de madera en el que se hallaba, y hasta el sonido tenue de la gente que pasaba indiferente a su presencia. El aire fresco del otoño acariciaba su rostro, pero no sabía si esa sensación le era familiar. No tenía la más mínima idea de dónde estaba ni cómo había llegado allí.
El parque parecía ser un lugar común. En una esquina, un pequeño café de aspecto acogedor, con una pizarra blanca fuera anunciando algún tipo de especialidad del día. Al lado, un negocio donde vendían algo que parecía ser comida rápida, el bullicio de gente sin rostro caminando por la acera. Ninguna de estas imágenes le provocaba un destello de reconocimiento. ¿Era esto su ciudad? ¿Acaso había vivido aquí alguna vez?
Miró sus ropas, un pantalón azul claro, camisa blanca de mangas largas, y zapatos de vestir, perfectamente ordenados, pero igualmente ajenos. Un escalofrío recorrió su espalda. No llevaba nada con él, ni cartera, ni teléfono, ni documentos. Intentó recordar… pero todo fue en vano. Era como si su mente hubiera sido borrada de golpe, como si jamás hubiera existido.
Intentó concentrarse, intentando recordar algún detalle que pudiera ayudarle a recomponer las piezas del rompecabezas que era su vida, pero lo único que sentía era el desconcierto, el miedo comenzando a tomar forma. La gente que pasaba a su alrededor parecía no notarlo, caminaban sin detenerse, con sus rostros vacíos, como si él fuera solo una sombra, algo que no pertenecía a ese lugar.
Fue entonces cuando una joven se acercó a él, su rostro mostraba una mezcla de preocupación y curiosidad.
—¿Estás bien? —le preguntó, con una voz suave, casi temerosa.
El hombre la miró, tratando de hablar, pero las palabras no salían. Solo pudo asentir con la cabeza, incapaz de articular ningún sonido coherente. La joven lo observó un momento, y tras unos segundos de duda, pareció tomar una decisión.
—¿Te sientes perdido? —preguntó, dándose cuenta de que algo no estaba bien.
El hombre asintió de nuevo, y ella continuó: —No te preocupes, te llevaré a un lugar donde puedan ayudarte.
Y sin esperar más, la joven lo invitó a caminar. Juntos atravesaron el parque, la figura de ella guiándolo, mientras él intentaba recordar, intentaba encontrar alguna huella de su identidad en los contornos familiares de las aceras, los bancos, las farolas. Nada. No reconocía nada.
Al salir del parque, una enorme edificación blanca y moderna apareció ante ellos. El hospital. Un lugar que, de alguna manera, parecía tener una sensación de seguridad, aunque él no podía decir por qué.
—Este es el hospital —dijo la joven, mirando al hombre con compasión. —Creo que dentro podrán ayudarte a recordar, o al menos a saber qué hacer.
Entraron al hospital, un edificio con pasillos largos, impersonal, tan estéril como la sensación que el hombre sentía en su pecho. La joven lo llevó hasta uno de los bancos del pasillo, le pidió que se sentara y esperara mientras ella iba en busca de ayuda. El hombre se acomodó en el banco, su cuerpo rígido por la ansiedad, los ojos fijos en el suelo. El tiempo pasaba lentamente. Las puertas se abrían y cerraban, los sonidos de pasos resonaban en el pasillo, pero ella no regresaba.
Impaciente, el hombre decidió explorar. No quería alejarse demasiado, por si la joven volvía y no lo encontraba. Pero algo dentro de él necesitaba moverse, sentirse menos atrapado por ese vacío que lo acosaba. Caminó por el pasillo y, sin saber por qué, sus pasos lo guiaron hacia un espejo grande, colgado en la pared.
Se acercó y miró su reflejo. Por un segundo, creyó que podía ver en sus ojos alguna pista, algún resquicio de su identidad que pudiera revelarse. Pero cuando se observó, no pudo más que sentir desconcierto. El rostro que le devolvía la mirada era suyo, pero al mismo tiempo, completamente ajeno. No reconocía a ese hombre, ni su expresión, ni sus ojos.
El pánico comenzó a subirle por la garganta, y antes de que pudiera reaccionar, algo captó su atención desde el otro lado del pasillo. Una habitación. A través de un cristal, vio a un grupo de médicos, vestidos con batas blancas, rodeando una cama. La luz del lugar era fría, y la escena parecía tan rutinaria como cualquier otra. Pero algo en esa imagen lo detuvo.
Se acercó, pegando su rostro al cristal, tratando de escuchar las voces de los doctores. No podía oír lo que decían, pero lo que vio lo dejó paralizado: en la cama, bajo las sábanas, estaba él. Su propio rostro, pálido y frío, descansaba sobre la almohada. Estaba acostado, con tubos conectados a su cuerpo, y alrededor de él, los médicos discutían sobre su condición.
El hombre retrocedió, el corazón acelerado, el rostro empapado en sudor frío. Sintió que el suelo bajo sus pies se desmoronaba, como si la realidad misma estuviera rompiéndose. ¿Era eso él? ¿Estaba muerto? ¿Era una visión? ¿Un delirio?
Sin poder soportar más, dio media vuelta y salió corriendo del hospital, sus pasos resonando sobre el suelo del corredor. La joven había desaparecido y sólo el sonido de sus agitadas pisadas lo acompañaba mientras corría sin rumbo, alejado de todo, intentando comprender lo que acababa de descubrir.
El hombre se encontraba sentado en un banco de un parque, sus manos descansaban en sus rodillas, apretadas en puños, como si intentaran aferrarse a algo que no existía, no recordaba nada, ni su nombre, o su edad, nada…
© All rights reserved Einar G. Alonso
Einar G. Alonso es psicólogo clínico con años de experiencia en el campo de la salud mental. También enseña francés y es artista visual, cuyo trabajo explora la intersección entre la emoción y la percepción. Apasionado por los idiomas, habla inglés, italiano y portugués, y actualmente estudia chino mandarín. Además de sus actividades académicas y artísticas, es un entusiasta actor de teatro aficionado.
Su formación multidisciplinaria —que une la psicología, el arte y el lenguaje— influye profundamente en su escritura creativa, donde la introspección y la imaginería coexisten en un delicado equilibrio. “Amnesia” marca su debut en la ficción, presentando a los lectores su sutil exploración de la memoria, la identidad y la condición humana.