En sus orígenes, el ensayo o su pretensión han sido una esfera marginal de la literatura. El surgimiento del luego género habrá que buscarlo en las marginalia, las notas a modo de glosas con las que los lectores de la Antigüedad ocupaban los márgenes de los textos que leían; eran comentarios escritos al costado, observaciones que estaban destinadas al ámbito privado o, a lo sumo, al comentario con otros lectores que también hacían las suyas. Nada indicaba entonces que fueran a ser otra cosa.
No negaremos que el género epidíctico de la añeja retórica grecorromana –con ejemplos tan ilustres como las Cartas a Lucilio, de Lucio Anneo Séneca (4 a. de C.-65 d. de C.), y los Moralia, de Lucio Mestrio Plutarco (46-120 d. de C)-, son precedentes fundamentales de la ensayística, pero no podemos pasar por alto que los comentarios escritos al margen de los textos también lo son y se emparentan, por sus características, con el epidíctico: la libertad temática, su falta de sistema, lo variado de su extensión, la subjetividad de la expresión, en suma, lo digresivo de su comportamiento, son elementos demasiado similares y compartidos como para negarle a las marginalia un papel al menos paralelo en la forja del futuro género ensayístico.
También denominados escolios –del término latino scholium y este proveniente del equivalente griego, que significaba precisamente “comentario”- estas notas marginales eran ampliadas por los sucesivos propietarios de un manuscrito, dándose el caso de que unas notas contradecían o pretendían refutar a las anteriores, de modo que un mismo texto albergaba en sus márgenes múltiples interpretaciones y verdaderos diálogos y hasta disputas entablados entre diferentes comentaristas. La vida de un manuscrito era larga, en general: resultaban demasiado caros y preciosos como para que sus dueños los descuidaran y así, pasando de propietario en propietario, podían contener escolios separados por décadas o más de un siglo, donde un nuevo comentarista concordaba, refutaba o hasta se mofaba de lo que otro había asentado antes.
En ocasiones, dado que las interpretaciones de un mismo texto pueden ser infinitas pero es finito el espacio disponible para comentarlo, era necesario copiarlas en otro manuscrito que las contuviese… el que a su vez, admitiría con el tiempo nuevas explicaciones laterales. Hasta donde sabemos, el primero en compilar las marginalia en un manuscrito aparte, separándolas del texto madre que comentaban, fue el erudito griego Dídimo, quien vivió entre el 63 antes de Cristo y el año 10 de la era cristiana, enseñó en Alejandría y curiosamente, para el caso de alguien empeñado en llevar el registro minucioso de una ingente cantidad de comentarios marginales, era apodado Bibliolathas, que en su lengua natal significa “el que se olvida los libros”. De todos modos, su legado es valiosísimo, ya que recopiló una enorme cantidad de escolios referidos a las obras de Píndaro, Sófocles, Eurípides y Aristófanes. Se supone que en toda su vida el aplicado Dídimo escribió unas 4 mil obras, haya mezclado distraídamente algunos textos o no.
El Medioevo fue una época en la que también floreció el arte de las marginalia, cuando los monjes encargados de copiar los añejos manuscritos de la Antigüedad no desdeñaban sumarles sus propios comentarios e incluso dibujos de precioso arte, donde el humor en ocasiones campeaba por sus fueros.
De todos modos, faltaba bastante para que terminaran esos comentarios, ilustrados o no, por convertirse en una nueva disciplina literaria.
Tuvimos que esperar hasta la aparición del barón Michel Eyquem de Montaigne (1533–1592) para que esas glosas adquirieran un sentido específico, bien que referidas en el padre del género a cuestiones que podían involucrar tanto a los temas literarios como a las cuestiones más diversas. Hasta Montaigne y poco más después de él, esos ensayos conservaban la libertad con la que los antiguos escribían sus marginalia: era cierta la posibilidad de glosar aquello que se opinara, sin necesidad de ajustarlo a unas normas y mucho menos, a unas obligadas demostraciones, basadas en formulación del problema, hipótesis, tesis, demostración y demás. Es decir, que se conservaba la anterior libertad de digresión, definida como la capacidad de romper el hilo del discurso y de hablar en él de cosas que no tengan conexión o íntimo enlace con aquello de que se está tratando, al menos según el Diccionario de la Real Academia Española. Sin pretensión de demostración, la digresión –característica compartida por las marginalia y el epidíctico–, y que lleva en sí una acepción despectiva en nuestro tiempo, es también la madre o la comadrona del ensayo y el terreno de una libertad de expresión que no tiene menor paralelo que nuestro habitual pensamiento respecto de las diferentes partes de la realidad. Ejercida sobre las letras, no nos dará la exactitud pretendida del ensayo moderno, pero rescatará para nosotros aquella libertad de opinión que antes hemos evocado.
No se está aquí formulando un género ni la necesidad de reformular alguno; apenas se quiere mostrar qué libertad de lectura y opinión había en un tiempo en que no se creía necesario cristalizar en recetas la expresión directa de una lectura, cuando el placer de hacerla y reflexionar sobre ella no obligaba a adaptarla a formas y reglas que legitimaran su pertenencia a algo aceptado. Desde luego, la libertad de expresión así aceptada agrega el peligro de abusar de esa falta de límites, de lo cual tenemos sobrados ejemplos en nuestro tiempo, bien que funestamente encasillados en la adecuada formalidad que le permita a la falta de fundamentos, la torpeza imaginativa y a la mera ignorancia asentarse en la respetabilidad de una género para desgranar sus disparates y que estos sean repetidos como otra forma de la múltiple verdad.
Sin embargo, vindicar en nuestros días la digresión como una de las formas de comentar obras o hechos es un riesgo que posiblemente valga la pena correr, en aras de ganar mayor libertad de expresión y opinión, saliéndonos de las encorsetadas recetas que no por decirse más exactas y precisas, dejan muchas veces de desfigurar muy a su manera los textos y los hechos originales.
© All rights reserved Luis Benítez
Luis Benítez nació en Buenos Aires el 10 de noviembre de 1956. Es miembro de la Academia Iberoamericana de Poesía, Capítulo de New York, (EE.UU.) con sede en la Columbia University, de la World Poetry Society (EE.UU.); de World Poets (Grecia) y del Advisory Board de Poetry Press (La India). Ha recibido numerosos reconocimientos tanto locales como internacionales, entre ellos, el Primer Premio Internacional de Poesía La Porte des Poètes (París, 1991); el Segundo Premio Bienal de la Poesía Argentina (Buenos Aires, 1992); Primer Premio Joven Literatura (Poesía) de la Fundación Amalia Lacroze de Fortabat (Buenos Aires, 1996); Primer Premio del Concurso Internacional de Ficción (Montevideo, 1996); Primo Premio Tuscolorum Di Poesia (Sicilia, Italia, 1996); Primer Premio de Novela Letras de Oro (Buenos Aires, 2003); Accesit 10éme. Concours International de Poésie (París, 2003) y el Premio Internacional para Obra Publicada “Macedonio Palomino” (México, 2008). Ha recibido el título de Compagnon de la Poèsie de la Association La Porte des Poètes, con sede en la Université de La Sorbonne, París, Francia. Miembro de la Sociedad de Escritoras y Escritores de la República Argentina. Sus 36 libros de poesía, ensayo, narrativa y teatro fueron publicados en Argentina, Chile, España, EE.UU., Italia, México, Suecia, Venezuela y Uruguay