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Marzo 2024

GRANDES CAMARADAS BARBUDOS. Gustavo de Paredes

El fragoroso olor de la Quebrada del Churo se había vuelto cosa común para Ernesto el “Che” Guevara. Llevaba días metido en la exuberante selva boliviana, acompañado por la Guerrilla de Ñancahuazú, formada por casi una treintena de idealistas revolucionarios reluctantes a deponer las armas y levantar bandera blanca frente a los rabiosos soldados del déspota presidente René Barrientos, que los perseguían. La flora se metía por cada poro del Che y sus fieles huestes. O quizás eran ellos quienes se dejaban absorber por el húmedo verde de la vegetación, apenas tocada por los rayos plomizos del sol. A lomo puro, los insurrectos cargaban mochilas en las que ya escaseaban las vituallas y los pertrechos, y sus armas lucían desmejoradas, como si el trajín libertario que las había llevado de Cuba al Congo, y de éste a la República Checa y Bolivia, las hubiera hecho perder su buena forma.

Pese a todo, los insurgentes seguían aferrados como sanguijuelas curativas a la entelequia de acabar con la dictadura de Barrientos y luego, con sus huesos, construir la plataforma para combatir en Bolivia al “imperialismo yanqui”, que a su juicio modelaba a placer los destinos del país sudamericano.

Avanzaban cuesta arriba, a paso de paquidermo herrumbroso, y esquivaban obesas nubes de mosquitos sanguinarios. Al modo de toros de lidia en larga agonía, resoplaban con cada metro que cubrían, pues sus pies se enterraban en el fango rociado por delgados ríos de agua clara y pura, como diamantes líquidos.

Los balazos que llegaron después, sin advertencias de por medio, hicieron aún más complicado el periplo. Dos ojivas de mala fe desgajaron la pierna derecha del Che provocando que se derrumbara. La sangre se infiltró en el tejido del pantalón y se esparció sin denuedo, como suelen hacer los anuncios de una muerte próxima. Mejor dispuesto a perder la vida en combate que a vivir de rodillas ante el enemigo, el comandante y su desconcertado ejército continuaron la penosa marcha, buscando una zona segura que a todas luces no existía. La suerte estaba echada y al poco un cerco de fusiles negros y crispados les apuntó al corazón y la cabeza.

―Ríndanse o aquí se quedan, comepollos.

Como si se tratara de un cáncer monstruoso engendrado en la selva misma, Guevara fue extirpado de ella y puesto en el pueblo de La Higuera, donde una escuela abandonada lo recibió con desdén. Al día siguiente, justo en el momento en que la primera luz diurna trepaba en silencio por los descarapelados muros de aquel sitio, flotante cual fantasma en medio de la nada cerril, el comandante Guevara fue ejecutado. La misma suerte de zorros en cautiverio corrieron los sublevados que lo acompañaban.

La noticia traspasó las fronteras hasta incrustarse en los oídos antillanos de Fidel Castro, envuelto en su uniforme militar verde oliva y aposentado en el Palacio de la Revolución. La escuchó con aire taciturno, intentando ocultar el dolor que le escocía el corazón, el alma, mientras acariciaba con lentitud las fibras de su tupida barba. Dejó que las horas transcurrieran antes de decidir qué hacer. Por la noche soñó que platicaba en la arbolada montaña con el Che. Entre chillidos de cotorras ocultas en las frondas de los árboles, Castro escuchó la voz firme y decidida del argentino y, como si se tratara de un filme de la época dorada del cine mexicano que tanto disfrutaba, lo miró acercarse a un montón de carabinas que descansaba nervioso contra el tronco de un árbol, seleccionar una de ellas, susurrarle palabras cariñosas y apuntar a un lado y otro mientras hacía “bang, bang, bang…”, fingiendo que eliminaba a enemigos reales. En su rostro se dibujó una inmensurable felicidad de arcoíris, el gozo de alguien que busca la justicia y la equidad social a través de las armas y no está dispuesto a renunciar a ellas. Gordos lagrimones traspasaron las esquinas cerradas de los párpados de Castro, que despertó de súbito con un nudo en la garganta.

―¡Carajo, Che!, ¿por qué moriste? ―retiró con el canto de la mano izquierda la salada muestra de tristeza por el amigo asesinado, al que quiso mucho pese a que tuvieron serios de desencuentros.

Pasó el resto de la noche en un estado de duermevela. Una pregunta rondaba en su mente con la sufrida necedad de una noria: «¿Cómo persuadir al gobierno boliviano para que le entregaran el cuerpo del Che y los soldados que lo acompañaron hasta el final?». Al día siguiente, con una roca de cansancio sobre los hombros, pero con el pundonor de un luchador incapaz de reconocer una derrota, a través de su Ministerio de Exteriores dirigió una petición formal al tirano Barrientos.

Tras recibir la solicitud, el opresor boliviano soltó una sonora y burlesca carcajada.

—¿De modo que Castro desea sepultar a sus combatientes como si fueran héroes cargados de honores que les permitan ingresar a la Historia y al Paraíso? ¡Pues no le daremos el gusto!

Al enterarse de la negativa de su homólogo, Fidel, punzado por las agujas de la ira, explotó:

―¡El coño de tu madre, mariconzón comemierda! ―apoyó su peso en el respaldo del sillón y no cesó de maldecir el nombre de René Barrientos.

El enfado de Fidel se volvió añoranza. Recordó así la temporada que pasó en la Ciudad de México. Volvió al Café La Habana, donde trazó con Guevara los planes para ganarle la guerra a Fulgencio Batista y echarlo del poder. Era un lugar con aroma a grano recién tostado y tan amplio como los vastos interiores de las ballenas rorcuales y jorobadas que desde tiempos incontables visitaban el archipiélago cubano. Se acordó también de los días que estuvo en Tepoztlán, ceniciento y sudoroso pueblo morelense en el que entrenó a sus hombres aprovechando el anfractuoso hilado de sus montañas, similar al de la Sierra Maestra. Revivió incluso, con un toque de picardía, el hecho de que abandonó la localidad acompañado de Guadalupe Casandra, mujer avejentada prematuramente por el azote de la pobreza, quien cocinó los tamales que el famélico ejército castrista engulló durante su estadía, y cuyo monto nunca le fue cubierto.

―Señor, ¿no me va a pagar?

―Te daré algo mejor que la plata, mi niña ―le dijo Castro con un humoso puro entre los dedos índice y medio y una sonrisa de cielos lustrosos en el rostro―: Te llevaré a mi isla.

―¿A Cuba? ¿Y qué voy a hacer allá?

―Alimentarás a los hijos de la Revolución, ¿qué más?

A pesar de su corta estatura y supina delgadez, Guadalupe Casandra asumió la encomienda, que le imponía exigencias mayores como cargar ollas y trastos, limpiarlos después de cada comida y conseguir víveres, que solía obtener de la generosa naturaleza de la montaña cubana, a través de la cual los rebeldes iban a salto de mata, o en su defecto, de los modestos simpatizantes del alzamiento, que a veces se quitaban el pan de la boca para donarlo a los barbudos. Y de cuando en cuando, la mexicana llegaba a preparar carne de paloma con trigo y malanga o liebre silvestre con escarolas, arroz y coles agrias; aunque lo más común era que sólo ofreciera guayabas, mangos o piñas verdes untadas con algo de sal.

El triunfo del movimiento alzado le dio a Guadalupe Casandra un techo y un salario, ambos pequeños pero seguros. Con todo, su corazón era una esponja exprimida cada vez que pensaba en su familia y el terruño del que nunca antes se había alejado. Fue cuando decidió pedirle a Fidel que la regresara a Tepoztlán. Él la observó con fijeza, su gesto era una mixtura de enfado y afecto. Después inquirió:

—¿Y qué te ha dado tu tierra que no te hayamos proporcionado en Cuba?

—A mis padres y hermanos; a mi hija, que no he visto en años.

El mandatario arqueó las cejas pensando qué responder a tan contundente argumento. Pero Guadalupe Casandra se adelantó a decir:

—Si me deja ir puedo ayudarlo a rescatar a su amigo, el Che.

—¿Y qué tú sabes de eso? —se puso derecho, tenso como una liana al soportar el peso de un mono verde, y su voz adquirió la dureza del tepetate.

La mujer prosiguió con tiento:

 —En Tepoztlán hay alguien que resucita a los muertos: Beto Ávila, conocido como el “Brujo Beisbolista” porque se llama igual que un jugador veracruzano.

El jefe insular dejó escapar una sonrisa impaciente y descreída, y cortó la charla:

—Bueno, bueno, ya lo veremos, mi niña. Por el momento, a lo tuyo.

Guadalupe Casandra se retiró con un ocaso de tristeza en la faz. A juzgar por la forma como el presidente se deshizo de ella, las esperanzas de regresar a Tepoztlán eran punto menos que escasas. Castro, en cambio, se quedó inquieto, recordando cómo reclutó al Che a la causa revolucionaria, necesitada de sus conocimientos y experiencia como profesional de la medicina. Chasqueó los dedos y asió el teléfono para llamar a sus hermanos, Raúl y Ramón, ocupantes de discretas posiciones en el gobierno. Cuando los tuvo enfrente, les hizo una seña para que tomaran asiento. Acto seguido juntó las palmas como si se tratara de un pontífice dispuesto a orar y les dijo:

—Escuchen bien porque no lo voy a repetir dos veces: Guadalupe Casandra me dijo que en Tepoztlán vive un brujo que es capaz de resucitar a los muertos. Responde al nombre de Beto Ávila, homónimo del famoso toletero de los Indios de Cleveland —tomó aire—. Por esto, la gente lo apoda el Brujo Beisbolista. Puede ser una tomadura de pelo, pero les pido que recluten a unos hombres para que, en misión especial, vayan con la mexicana a su tierra y verifiquen si el caballero existe y tiene tal don. Si es así, quiero que vuelva a la vida al Che —contempló a sus hermanos entornando los ojos—. ¿Alguna pregunta?

El primero en hablar fue Raúl, dueño de un bigotillo incipiente y de una constitución compacta. Con voz cavernosa y pausada, dijo:

―Como tú digas, hermano comandante. Los milagros ocurren y se abre una oportunidad para recuperar a un baluarte de la Revolución cubana.

Ramón se talló el rostro antes de decir palabra. Después soltó:

―¿Qué les sucede a ustedes? ¿A qué viene esa cáscara? ¿Se han vuelto locos? ―las miradas que atrajo fueron las de dos áspides indignados―. Bien saben que el Che tenía desavenencias con nuestra causa, y de manera muy particular contigo, Fidel. Sacarlo de la tumba no tiene ningún sentido…

―Sí lo tiene, y mucho ―lo interrumpió el aludido―. Es cierto que Ernesto y yo no éramos dos gotas de agua, pero compartimos ideales.

―¡Te engañas! ―Ramón elevó el brazo y extendió el dedo índice con aire de almirante que advierte a su tripulación sobre los peligros de una tormenta―. Guevara te complicó enormemente las cosas, dentro y fuera de Cuba. Sólo recuerda los arpones tóxicos que dirigió contra nuestros aliados, la Unión Soviética y China, al acusarlos de explotar a sus pueblos como lo hacen los imperialistas estadounidenses. Ese es sólo un ejemplo de los muchos que conocemos. ¿Y ahora lo quieres de regreso? ―se puso en pie de manera intempestiva―. No pienso ser parte de esto.

En los ojos de Raúl palpitó una sonrisa negra.

―Si no estás con Fidel, tampoco conmigo, Ramón.

―¿Ahora me comprenden? Guevara vuelve a causar problemas, igual que lo hizo en vida. Ojalá no se arrepientan de sus planes.

Eso fue lo último que dijo el mayor de los hermanos Castro Ruz y salió dando grandes zancadas del despacho presidencial. Con cada desplante, su larga barba se agitaba como el follaje de un árbol sacudido por el aire. Raúl le dijo a Fidel:

―Ya tú conoces cómo es Ramón, ambientoso, impredecible. Yo me haré cargo de lo que pides.

El mandamás apoyó su peso en el respaldo del asiento y se quedó viendo un muro de su oficina como si fueran los aros de un abismo inexpugnable.

―Por nuestro bien y el de Cuba ―murmuró―, espero que Ramón se equivoque.

Una semana más tarde, Fidel y Raúl volvieron a encontrarse.

―Y bien, ¿qué traes?

―Te informo que nuestros hombres fueron a Tepoztlán con Guadalupe Casandra. Auxiliados por ella, recabaron tal cantidad de evidencias que ahora no albergo duda ninguna de que Beto Ávila existe y puede hacer lo que de él se dice. Traigo diversas probanzas para que las valores ―depositó en el escritorio un par de cintas de grabación y un cúmulo de fotografías en blanco y negro―. Tienes que revisar este material ―subrayó.

Fidel sintió un fuerte estremecimiento, una poderosa emoción ante lo imposible, que de alguna forma podía aliviar su dolor. Intentando recobrar la serenidad se quitó la gorra, alisó su pelo con la mano izquierda y se la volvió a colocar.

―Estás hablando en serio, ¿verdad?

―Absolutamente ―respondió Raúl con parquedad―. Pero no quiero que te dejes llevar por lo que te digo. Estudia las pruebas y luego hablamos.

Cuando se quedó solo, el presidente siguió las palabras de su hermano menor. Examinó detenidamente las fotografías tomadas con una cámara plegable de fuelle y rollo y escuchó los testimonios de diversas personas, grabadas en un magnetófono. Cada versión daba fe de las venturosas dotes de Beto Ávila. Al concluir, Castro tenía un par de cuestiones en la cabeza. Una: «¿Cómo es que el Brujo Beisbolista logra resucitar a la gente?»; dos: «¿Qué pierdo con intentar?».

Cauteloso, Fidel ordenó a su jefe de Estado Mayor que le organizara, con toda secrecía, una reunión con Beto Ávila en Tepoztlán. Si algo no deseaba el líder de barba en flor, era que el encuentro se filtrara a los medios de comunicación enemigos de su régimen. De enterarse, lo convertirían en el hazmerreír de la opinión pública internacional.

Cuando el mandatario cubano llegó a Morelos, fue hasta una modesta casa de adobe, rodeada por hierba apacible y crecida, y tocó a la puerta, pintada de un verde roído. Abrió un hombre de facciones indescriptibles, que lo recibió con una tilde de fulgor en la voz y lo invitó a pasar.

―Dígame ―Fidel fue al grano―, ¿qué hay que hacer para rescatar de los oscuros brazos de la muerte a un querido amigo? Pagaré lo que pida.

―¿Lo que sea?

―Sí ―respondió el líder intentando definir a ese ser que no pertenecía a ninguna raza que él conociera. No era negro ni mulato ni blanco ni amarillo ni café. Tampoco era alto o bajo, orondo o delgado, fuerte o frágil, joven o viejo.

―Muy bien, señor ―dijo el Brujo Beisbolista, que parecía no tocar el piso―. Pero para que yo pueda hacer eso que me pide, necesito lo más preciado que tiene usted.

―¿Mi cargo? ―inquirió Fidel a la defensiva.

―No.

―¿Entonces?

―Una parte de su tiempo vital.

―No entiendo, compañero, explíquese.

―Su amigo sólo podrá volver si usted, que es quien lo solicita, acepta darle tiempo de su vida. El tiempo que se quite, señor, pasará al Che y eso será lo que él vivirá.

Fidel abrió los ojos de manera desmesurada y torció el gesto.

―¿Pero cómo me pide eso? ―dijo con sesgo de reclamo y dio un paso hacia atrás―. ¿Qué no hay otra forma, digamos un conjuro o una pócima, algo como eso?

―Las cosas son así. Todo depende de usted.

El hombre fuerte de Cuba adquirió un aire lúgubre, bajó la cabeza y permaneció tres largos minutos en total silencio. Luego habló moviendo negativamente la cabeza:

―Por el bien de la patria y de mí mismo, debo reflexionar bien qué hacer e incluso realizar consultas. Sabrá de mí cuando haya tomado una decisión.

―Como usted diga.

Salió de la morada del hechicero y avanzó tres pasos.  Entonces se detuvo y dio un medio giro.

―Contésteme una cosa más, camarada Ávila: el cuerpo del Che fue sepultado en la pista de un aeropuerto, cerca de Santa Cruz. ¿Cómo le hará para traerlo de vuelta al mundo sin que meta a Cuba en un problema con Bolivia?

 ―Usted confíe, comandante. Nada pasará que afecte a su nación.

Fidel asintió pensativo y se alejó. Una suerte de desánimo le oprimía el pecho. Amaba a su amigo, los ratos funestos y apoteóticos que pasó con él; glorificaba su arbóreo legado de libertades, mas dudaba qué hacer. Pasó horas de horas flotando como una boya perdida entre las misteriosas callejuelas de Tepoztlán. Por momentos pensaba que debía cederle al Che uno, siete, trece años, y al poco se disuadía de hacerlo y olvidar el asunto.

―Cuba me necesita entero y hasta el final ―se decía en voz que sólo él oía.

Esta indecisión lo llevó a refugiarse en la Posada del Tepozteco, justo cuando la flor del ocaso brotaba en la distancia. Teléfono en mano y mientras veía desde una habitación cómo las simétricas grietas del cerro cambiaban de dimensiones, en la medida en que los rayos del sol crepuscular escurrían a lo largo de sus paredes, platicó con el cuerpo de ministros. Las opiniones que recibió no lo ayudaron a esclarecer el panorama. Hubo quienes pusieron en duda el don del brujo y advirtieron a Fidel de un posible timo; otros, abiertos a lo insólito, vieron una oportunidad para desplazar al mandatario del poder y le aconsejaron donar veinte años de vida al Che. Algunos más pusieron el acento en que el deber del presidente, como cabeza de la Revolución, era concretar el ideario por el que había luchado codo a codo con Guevara. Debido a esto, le recomendaron honrar la memoria del argentino concentrándose en las tareas de gobierno. El jefe insular también habló con Raúl. De nueva cuenta lo escuchó subrayar el alto valor del Che. Después le marcó a Ramón. Él, enfurruñado, mantuvo su posición:

―Lo que estás haciendo es una locura.

Regresó a Cuba contrariado y sin haber resuelto nada. Trató de evadirse saturando su agenda de compromisos. Sin embargo, no escapó a los tentáculos de las noches, intersticios en los que mayores amarguras sufrió. Cuando todos dormían, Fidel no podía. Uno de sus miedos mayores era que si no le daba una fracción de vida al Che, éste se le aparecería como un espectro maligno sólo para llevarse su alma al Inferno. Escenas dantescas hervían a fuego vivo en la mente del jerarca y se veía a sí mismo rebullendo como animal de sacrificio en “la ciudad del llanto” y en el “eterno dolor”, a los que alude la Divina comedia.

Fidel no llegó a un fallo sino hasta que pasaron tres semanas. Durante una madrugada estática, determinó que beneficiaría al Che con un semestre de vida. Por el enrojecimiento de brasas ardientes que se esparcía en sus ojos, la carraspera que lijaba su garganta y el pronunciado arco que dibujaba su espalda, se adivinaba que no encontró sencillo arribar a tal determinación. Poco después, a las seis de la mañana, dio a conocer su decisión con otra ola de llamadas. La resolución satisfizo a Raúl y a varios ministros, pero no a Ramón y mucho menos a aquellos miembros del poder que simpatizaban con el Che. Los reclamos, invectivas y acusaciones que estos últimos dejaron caer sobre el jefe de Estado tenían el aspecto de una tormenta cósmica que arrasa con un sistema planetario. Cuestionaron la ganancia que podía obtener Guevara en un lapso tan corto de vida; aseguraron que el líder isleño había dejado al descubierto su verdadero rostro: el de un tirano. Mas el mandatario no retrocedió y esa fue la directiva que le dio al Brujo Beisbolista cuando volvió a juntarse con él, ya no en Tepoztlán sino en La Habana.

―Le regalaré a mi querido amigo medio año de vida, el mismo que me restará usted.

―Como indique, señor presidente ―la voz de Beto Ávila recordaba los sonidos del aire y la tierra, el agua y el fuego.

Con la solemnidad inherente a su mágica categoría, el hechicero se organizó con rapidez y, al poco, en medio de una serie de conjuros de ultratumba y ante los ojos de espirales azoradas de Fidel, apenas capaz de contener los tremores de volcán inquieto que lo invadían, dio cumplimiento al acuerdo.

Como si se tratara de un ángel que no logra despegarse del cielo de éter del cual resbaló, el Che, envuelto en una gruesa tiniebla naranja, se hizo presente; fue hacia el mandatario y lo escrutó buscando reconocerlo. Entre los dos flotó un silencio de nata espesa antes de que sus rostros comenzaran a liberar sonrisas tímidas que fueron evolucionando hasta transformarse en carcajadas de felicidad.

—¡Hermano, dame un abrazo! ―dijo al fin el jerarca y se unieron en un prolongado saludo, a la manera de los sólidos eslabones de una cadena.

Después Fidel le presentó al misterioso intermediario que hizo posible su reaparición en el mundo de los vivos.

―Por lo que puedo ver, señor Guevara, usted sigue siendo un faro en medio de la tenebra ―dijo Beto Ávila, y sus palabras brillaron con un resplandor fosforescente.

El cumplido del hechicero hizo que Fidel lo mirara con perspicacia. Entonces se congratuló de haber cedido sólo seis meses de vida al argentino, pues en el fondo sabía que era una forma de mantenerlo bajo control en caso de que intentara rivalizar con él. Y es que desde su punto de vista, en Cuba había espacio para una multitud de próceres y héroes, pero no para dos jefes máximos. El mandamás encaminó al brujo hasta un auto y se despidió al pie de la puerta.

―Ya veremos cómo sale esto ―le dijo―. Nos mantendremos en contacto, caballero.

El Brujo Beisbolista fue trasladado al aeropuerto de la ciudad por la guardia de Fidel. Luego abordó el avión que lo devolvió a México. Guevara lucía tan delgado como un alambre y aún conservaba las huellas de los fogonazos que recibió en Bolivia. Además, sus ojos exhibían algo de la indescifrable blancura que se observa al morir y su semblante era el de aquellos que han sido sus víctimas. No obstante, en el timbre de su voz moraba el tumulto de quien mantiene los ideales más caros hasta en el sepulcro.

A Fidel le desagradaba la idea de conocer cómo era el reino de ultratumba, por lo que hizo que Ernesto se enfocara en los asuntos terrenales: la consolidación del proyecto revolucionario y la expansión del socialismo más allá de las fronteras nacionales. Conocedor de esos temas, el Che se unió al gobierno castrista en calidad de primer asesor político y militar, y con velocidad recobró la lozanía. Empero, situado en esas instancias, no le fue difícil enterarse de que, a seis meses vista, volvería a abandonar el privilegio de la vida para sumirse en las arenas de la muerte. La broca del desengaño le taladró el pecho. «¿Para qué coño hizo esto Fidel, si al término de medio año estaré otra vez exánime como una piedra? ¿Qué perseguía con esa decisión?», pensó turbado.

Evadió confrontarlo pero cesó de confiar en él. Con el paso de los días la grieta de su relación se extendió alcanzando al poderoso círculo interno, y se ensanchó todavía más cuando Fidel constató que el Che iba sumando adeptos. Cuando estaba por fenecer el medio año de gracia, el jerarca se comunicó con el Brujo Beisbolista.

—Oiga, ¿usted me asegura que, llegado el tiempo, mi amigo morirá otra vez?

El sibilino hombre se limitó a responder:

―De eso se encarga la muerte, con su poder universal. Llegará en silencio, justo al concluir el medio año de merced, ni antes ni después.

Del rostro de Fidel emergió una sonrisa comparable a una luna sangrante.

―Así sea, don Beto Ávila ―le dijo esperanzado y colgó.

Faltando una hora para que la existencia del Che terminara, Fidel lo mandó llamar. Le invitó un vaso de ron y juntos recordaron anécdotas variopintas, entre las que emergieron pasajes en que estuvieron enfrentados, cosa que derivó en que el Che se separara del proyecto revolucionario en Cuba y se fuera a otros países a luchar contra la opresión. Los dos derramaron lágrimas de cocodrilo, entre la alegría y el pesar, reflejo de las emociones que primaban en ellos. Faltando tres minutos para que la muerte envolviera nuevamente al argentino, el presidente miró su reloj de pulsera.

―Debo ir a mi oficina a resolver algunos pendientes, querido Che. Es momento de que nos despidamos.

La mirada del argentino se volvió oscura y adquirió un extraño brillo metálico mientras retenía  con los ojos a Castro y el tiempo se desvanecía a gran velocidad. Fidel también adquirió una expresión distinta, mostrándose fiero y sombrío a pesar de la sonrisa que iluminaba su cara. Guevara tuvo la certeza de que en las mentes de ambos resonaba el eco de una frase que él mismo le había dicho a Castro años atrás: “Si me llega la hora definitiva bajo otros cielos, mi último pensamiento será para este pueblo y especialmente para ti”. Entonces, el Che le disparó a quemarropa a Fidel. El limpio balazo hizo que el mandatario se derrumbara de bruces como un puente dinamitado.

Una jauría de guardias, que estaba en posición de alerta afuera de la oficina, ingresó crispada tras escuchar la detonación e inmediatamente dirigió la vista al suelo. En la quieta superficie de madera se extendían los cuerpos exangües de Fidel y el Che, envainados en sendos uniformes militares de color verde plomo. Su apariencia era la de un par de montículos de hierba recién cortada y dispuesta para el ganado.

Cuando Guadalupe Casandra tuvo conocimiento de lo sucedido en Cuba, sintió una tristeza de losas macizas en el corazón y fue a casa de Beto Ávila. El Brujo Beisbolista la consoló dándole un té de aguas especulares. Después le dijo:

―Sé bien que no has venido sólo a comunicarme el regreso del Che al mundo de los muertos, en cuyas filas ahora también figura el comandante Fidel. Respóndeme una cosa: ¿Es tu deseo que los resucite?

La infusión la había hecho sentir tranquilizada. De modo que miró al hechicero durante unos segundos, tres a lo sumo, y le contestó con otra pregunta:

―¿Usted lo haría?

 

Relato perteneciente al libro EL SOL EN CENIZAS de Gustavo de Paredes publicado por Lengua de Diablo

 

 

 

© All rights reserved Gustavo De Paredes

 

Gustavo De Paredes: ganador, en 2018, de una beca del PECDA, con la que escribió la antología de cuentos El sol en cenizas. En agosto de 2017 ganó la convocatoria de obra cuentística, realizada por la Secretaría de Cultura de Morelos y la Escuela de Escritores Ricardo Garibay, con la antología Un día para acabar con todo. Fue ganador de los Juegos Florales de Morelos 2015, en la categoría de cuento. Es responsable de diversos ensayos, aparecidos en revistas como Monolito, Nueva Vía, Voz de la tribu, de la UAEM; Ciencia y Cultura, del CINVESTAV, y Educa, de la UPN. Es maestro en Literatura por El Colegio de Morelos y profesor de la Licenciatura en Creación y Estudios Literarios en el Centro Morelense de las Artes. En 2005 fue becario del Diplomado en novela y cuento por la Universidad Complutense de Madrid.

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