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Marzo 2024

Mi visita a Leopoldo María Panero, a diez años de su muerte. Xalbador García

En la primavera de 2010, nuestro autor viajó a La Gran Canaria a entrevistar al escritor español en el psiquiátrico donde vivió sus últimos años. En este número de Nagari recordamos ese encuentro, como un homenaje al último de los poetas magos muerto en marzo de 2014.

I

Durante el atardecer hay sombras que enfilan rumbo al psiquiátrico de la isla. Yo las he visto deambulando, al lado del camino, en dirección a la cúspide de una de las montañas que decoran Las Palmas de La Gran Canaria. El manicomio se encuentra en la cima. Los pacientes, que salen de la clínica por la mañana, regresan casi siempre a pie. No hay sorpresa para los habitantes del lugar. Para mí fueron ánimas anunciando la llegada de la noche. Atrás y abajo se habían quedado las playas del Atlántico. Atrás y abajo, los bares y las tapas. Atrás y abajo, la razón, la ansiedad por conocer al último de los poetas malditos. Se trataba del recorrido que me llevaría a ese mito llamado Leopoldo María Panero.

Un día antes, por la tarde, me instalé en un hostal cercano a la Plaza de Santa María Catalina. Llegaba proveniente de Madrid. La hora del arribo me impidió comunicarme con el Hospital Militar Juan Carlos I donde me esperaba El Demiurgo. La habitación proponía dormir un poco. Una cama, un pequeño baño y la salvedad de captar desde dos balcones, algunas postales nocturnas de la ínsula que aún se nutría del mundo moro, la invasión de otros dioses, los ojos como soles nocturnos entre las burkas.

Por la mañana marqué al sanatorio. Leopoldo ya había salido. Aunque la cita estaba programada para las cuatro de la tarde, busqué su rastro por el lugar. Las Palmas es un destino turístico. En su vientre se cruzan las culturas europea e islámica. Es común ver a gente con rasgos moros, andaluces, gitanos, así como los anuncios que invitan a viajar a esa tierra frente a la isla, al mundo tan cercano y a la vez tan desconocido de Marruecos, con su historia de siglos de esplendor y lucha.

Preparé grabadoras y cámaras para mi encuentro con El Demiurgo. El tiempo se hacía destino. Me dirigí hacia el psiquiátrico. Entonces vi las sombras caminar rumbo a la cúspide donde se halla el antiguo Hospital Militar. Luego de nueve años de leer su obra, de estudiar su poesía; luego de nueve años de proponer una lectura a sus palabras; luego de nueve años de soñar con este momento, me encontraría con Leopoldo María Panero. Y me flanqueaban las sombras de los otros internos que, para ese momento, regresaban a su hogar. Era la imagen que El Demiurgo había descrito en su libro Poesía, de 2010:

Aquí está la última danza de los muertos vivientes de aquellos que sonríen al pasar al caer la muerte…

II

Nunca había entrado en un manicomio. Para llegar al Juan Car- los I es necesario dirigirse a una avenida que luego conduce a una de las zonas periféricas y marginales de Las Palmas, donde se ubica un multifamiliar de clase media baja. En un punto del recorrido, el camino se vuelve estrecho. Por la escarpa andan los internos que han salido luego del desayuno y carecen de los recursos necesarios para pagar un taxi que los conduzca de regreso.

Pasaban apenas las tres de la tarde. La imponencia del edifico aparecía y desaparecía según el cauce de la carretera. En algún momento el autobús en el que viajaba giró hacia la izquierda y ya no pude observar mi destino. En cambio, la cuesta me brindó el Atlántico extendiéndose a lo largo del horizonte. Múltiples cargueros completaban la marina. Pensé en la ficción de la inmovilidad. A pesar de la belleza todo acaba por parecer estático: lo que creemos que fue la vida no es más que una serie de instantáneas. El mar me reveló un azul casi perverso. Olía a frío. La costa se preparaba para recibir una de esas noches negras, noches de invierno, que parecen recordarnos el rencor de la naturaleza en contra del hombre.

Descendí a unos metros de la puerta principal del sanatorio. Estaba abierta. Dentro de la garita el guardia apenas reparó que un extraño había entrado al hospital. Desde el primer momento me volví un testigo más de aquella luminosidad entre las tinieblas. Por el patio de la clínica los pacientes iban dejando rastros de cordura. Unos murmullos acabados en grito, el cuerpo tirado en la hierba seca que en otro tiempo parecía haber intentado ser una alfombra de césped, las miradas que buscaban el embrujo de una tarde hecha tácitamente para la desgracia, fueron algunas de las imágenes que me brindó el Juan Carlos I cuando llegué a sus entrañas. En el edificio central se anidaba la oscuridad. Me sorprendió estar en una recepción con tan poca luz. Pregunté por el poeta. La respuesta del encargado, con tono sudamericano, fue amable. No tarda en llegar. Debe de estar aquí en 15 minutos, me dijo. Regresé al patio.

Desde ahí veía andar a los internos. Comprendí que la sinrazón no duele, sino que rasga el alma. Tampoco asfixia, seduce el espíritu y ese es el verdadero peligro: perderse en la locura pensando en la locura. Una mujer se fue acercando hasta sentarse a mi lado. Yo me encontraba en una escalera situada en un pequeño valle del enorme estacionamiento del hospital, desde donde podía observar el manicomio casi por completo. Me pidió que le abriera una lata de leche condensada. Cuando le regresé el recipiente, no emitió palabra alguna. Acaso un gesto que entendí como agradecimiento. Su refugio era el silencio. El mío, la espera. Pasamos así un rato. Ella no me miraba, yo me negaba a hacerlo, mientras abajo el día iba muriendo en los pasos de quienes arrastraban los pies. Era tiempo de volver a ese territorio de libertad en penumbras. La mujer se fue y yo la observé a lo lejos. Se mezcló con alguno que estaba recostado en una banca, rogando para que el sol vol- viera a salir la mañana siguiente.

De pronto vi a un hombre cruzar el patio. Orinó en un árbol, dialogó con la mujer que antes estuvo conmigo y volteó hacia mi dirección. Me encaminé a su encuentro. No dejaba de mirarme, pero de inmediato desvió el rostro. Entonces com- prendí el juego. A la locura no se le puede observar directa- mente a los ojos. Se trata de una tierra vedada para los no ini- ciados. A la locura apenas se le pueden regalar algunas palabras: “Hola, Leopoldo, soy Xalbador García”.

III

Inmediatamente Panero me pidió que lo acompañara a comprar tabaco. Como bien me lo habían advertido, su discurso no era lineal, ni mucho menos fluido. Se trataba de un hombre enclavado en los pliegues de la literatura. En cualquier momento podía declamar un poema en francés o en castellano. Decía la cita, mencionaba alguno de sus versos, explicaba lo que hizo en el día. Y entre uno y otro diálogo lo que fermentaba era el silencio. Le gustaba estar así, sentado, degustando un buen cigarrillo o paseando, sin rumbo, por los rincones de su mente. Pese a su carácter algunas veces violento, como lo registraron muchos de quienes convivieron con El Demiurgo a lo largo de su vida, a mí me recibió con una sonrisa. Una sonrisa extraña, preñada de opacidad, pero no por ello menos entrañable.

XG: Te traigo un regalo. Es el último número de Los perros del alba, una revista mexicana donde escribí un artículo sobre tu vida y obra. Viene tu poesía.

LMP: ¿Viene mi foto? ¿Me acompañas a comprar tabaco? —Oye… oye… Panero… —la mujer gritaba, pero el poeta ya me había tomado del brazo y me conducía a las afueras del psiquiátrico.

XG: ¿Cómo vives aquí?

LMP: Vivo mal. Muy madreado por los locos y la mierda. XG: Como lo hablas en tus libros.

LMP: Libros de poesía. Así es la poesía.

XG: ¿Te gusta acá?

LMP: No me gusta, porque es gélido. Hace mucho frío. Es jueves, ¿es día laborable?

XG: Sí.

Caminábamos. El viento, conforme menos luz, se convirtió en una navaja que nos torturaba los rostros. Era verdad lo que decía El Demiurgo, el clima se volvía agreste. El frío siempre lleva en sus entrañas una sensación de miedo. Así lo percibí a su lado. El sonido de nuestras pisadas se escuchaba nítido. Eran latidos de la poca vida que podía haber en aquel lugar. Leopoldo respondió muy poco, no sabía nada, como si hubiera abandonado el mundo desde hace mucho tiempo. Sin embargo, su carcajada, esa carcajada que desmoronaba las conciencias, le brotaba con facilidad. Ignoro lo que sintió al verme, pero me quedó claro que le había gustado mi visita. Para salir del hospital tuvimos que subir una pequeña ladera.

XG: Este camino es pesado.

LMP: Muy pesado…

Y nuevamente la risa le desdibujaba el rostro. ¡Ah Panero, qué triste es la memoria!

XG: En México se lee tu poesía.

LMP: A ver si me invitáis un viaje a México. Voy a recitales. En España me invitan. Voy. Hablo. Ya sabes, la poesía.

XG: Hoy estuve buscándote por toda la ciudad. ¿A dónde te gusta ir comúnmente?

LMP: A las plazas. A los bares. A tomar algo. Coca-Cola solo, porque el alcohol me lo tienen prohibido. Me gustaría ir a México y presentar poesía. Ya sabes.

XG: Estoy escribiendo un libro sobre ti a la luz de las cartas del tarot.

LMP: La idea del tarot me parece bien. Necesito unas tijeras. Vamos a comprarlas a la farmacia.

XG: ¿Para qué las necesitas?

LMP: Tengo algo en el dedo.

Llegando al establecimiento gritó: “Aquí les presento a un mexicano que es más español que todos ustedes”. Pidió lo que necesitaba y después no dijo nada. Esperó a que yo pagara la compra y se guardó el paquete en el bolsillo del pantalón en el que resaltaba un sobre de cartas. La vendedora de la farmacia me hizo un guiño. Le dio las tijeras más pequeñas que tenía.

Panero era conocido por los vecinos del sanatorio. Como interno en régimen de puertas abiertas abandonaba todos los días el psiquiátrico para caminar por el pueblo. Se rumoraba que aquel hombre era un poeta famoso. Así me lo dijo el taxista que me llevó al hostal luego del encuentro. El hombre no conocía de literatura, pero le habían contado que uno de los pacientes del Juan Carlos I escribía y era muy culto. Cuando le dije de quién se trataba, no comprendió cómo alguien podía viajar desde México para ver a un loco. Le costó trabajo creerme cuando le aseguré que Leopoldo era un escritor con una obra destacable.

Luego de la farmacia nos dirigimos hacia una pequeña tienda de abarrotes:

XG: No esperabas que un mexicano te visitara.

LMP: García Márquez en su casa de Barcelona dijo: “aquí les presento a un mexicano que es más español que todos ustedes”.

Sorteando los automóviles que pasaban entre las calles angostas de una zona poco segura de Las Palmas, descendimos rumbo a la tienda. Dos paquetes de tabaco fue la solicitud que hizo el poeta a la dependienta que nos atendió y de inmediato me pre- sentó:

LMP: Un admirador mío de México.

DEPENDIENTA: Leopoldo, él viene desde muy lejos para hablar contigo.

LMP: Dos paquetes de puros. ¡Ah!… y una Coca-Cola.

Y luego declamó a Rimbaud: “El miedo es lo más sagrado que existe”.

Tanto había leído esa característica de El Demiurgo, sus cualidades para soltar versos sin más, que estar escuchándolo me parecía una alucinación. Me regaló fragmento tras fragmento de Kafka, de Becket, de Foucault, de García Lorca, de su propia obra, como si tratara de armar un poema con los jirones de palabras que pronunciaba. Sin prólogo alguno, me dijo:

LMP: La gente piensa que la locura es contagiosa. Si fuera eso, al pasar junto a un mendigo, la gente se arruinaría.

XG: Tú has escrito mucho sobre la locura.

LMP: Sí.

XG: ¿Y qué piensas?

LMP: Pues que la locura puede descifrarse y la poesía es una vía para descifrarla. ¿Has leído Poemas del manicomio?

XG: Sí.

LMP: Ahí hay algo de eso.

Una vez sentados en una banca a las afueras del hospital se acercó un anciano. Conocía a Leopoldo. El Demiurgo volvió a presentarme con esa frase que durante el paseo casi se había convertido en un estigma:

LMP: Un admirador mío que viene de México.

ANCIANO: ¿De México?

XG: De México.

ANCIANO: ¡Joder! Sí que has venido de muy lejos. Yo veo mucha televisión mexicana. Éste es un bandido, es un meón. LMP: Él no me deja tirarme pedos.

ANCIANO: Es que yo me siento todos los días aquí. Yo tengo 76 años. Y éste se acuesta todos los días aquí y fuma mucho. Después se pone a echarse pedos. Yo le digo que no. Luego orina. Ahí donde está el coche orina. Yo le digo que no orine ahí. Que se vaya junto a esos matorrales donde no lo puede mirar nadie. Como lo hace Leopoldo no es correcto. Bueno, hasta luego, me dio mucho gusto conocerlo.

Se marchó el anciano, pero fue sembrando ladridos de perros en el viento. Leopoldo me habló de otra entrevista que le harían al siguiente día en el bar McCarthy’s a las cuatro de la tarde. Tras otro nuevo silencio, dijo en tono de reclamo:

LMP: Estoy de este país hasta el huevo. Es un país de pordioseros, un país de mierda. Me da perfectamente igual dónde vivir, porque aquí es una mierda, pero mierda.

El lamento me recordó su poema “La canción del croupier del Mississippi”:

Escribir en España no es llorar, es beber,

es beber la rabia del que no se resigna

a morir en las esquinas, es beber y mal decir,

blasfemar contra España

contra este país sin dioses pero con estatuas de dioses…

XG: ¿En dónde te gustaría vivir?

LMP: En México o en Italia.

Un ruido extraño invadió la conversación.

LMP: ¿Qué es eso?

XG: Una cortadora.

LMP: Como una navaja de textos y de palabras.

XG: Como una navaja de silencios… aquí tienes el mar a primera vista. ¿Te gusta el mar?

LMP: Sí, me gusta, pero no voy porque no tengo bañador… “en el aire hay cosas que me hacen reír… pero sólo soy un fracasado y un hombre muerto al que llaman Pertur”.

XG: Pues bonito es este lugar, ¿no te parece?

LMP: Bonito lo es todo. Lo malo es el hombre.

Decidimos caminar hacia el psiquiátrico. Cuando los otros pacientes nos vieron entrar empezaron a gritarle a Leopoldo. Las voces se multiplicaron. “Un admirador de México”, les contes- taba por igual a internos que a médicos y me decía:

LMP: Hasta a Artaud lo trataron mejor que a mí. A mí me han tratado pésimo. Me quieren matar.

Para ese momento los pájaros trinaban para no morir de frío.

LMP: La literatura es la única salvación ante la miseria del hombre y a mí me gusta la poesía esteticista. Tengo dos películas, ¿sabes?, pero me gusta más Después de tantos años. Hay música y hay colorines. Luego de esta película me decían cabrón, hijo de puta. ¿No sé por qué? A ver si me mandas uno de tus libros.

XG: ¿Aquí te llegan las cosas?

LMP: Aquí mi correspondencia no me la dan… si están más locos que yo.

XG: En cuanto salga el libro que estoy preparando sobre ti te lo mando.

LMP: De acuerdo… “caos estupendo y milagroso”… Last river together es el mejor libro mío… “dolor sin dolor como una sombra van”… ¿Qué hora tienes?

XG: Son las ocho.

LMP: Me voy para adentro porque hasta las ocho y media dan de comer… pues muchas gracias por venir.

XG: Muchas gracias a ti por recibirme.

LMP: Llámame, por lo menos —y a manera de despedida me enseñó las tijeras y también el mazo del Tarot que tenía escondido en la bolsa del pantalón.

Recordé en ese momento una de sus máximas sobre la locura: “Finalmente estar loco se trata de tener o no tener amigos”. Luego El Demiurgo se perdió entre la lobreguez de la puerta del hospital. Yo regresé en silencio. México estaba aún muy lejos de aquel frío y de aquel océano. ¿Qué se dice cuando se le ha conocido el rostro al abismo? ¿Qué se escribe cuando el juego está por empezar? ¿Qué?, cuando las cartas han sido barajadas y hay que emprender el camino junto al arcano primero: El Loco.

 

 

 

© All rights reserved Xalbador Garcia

XALBADOR GARCÍA (Cuernavaca, México, 1982) es Licenciado en Letras por la Facultad de Humanidades de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos (UAEM) y Maestro y Doctor en Literatura Hispanoamericana por El Colegio de San Luis (Colsan).
Es autor de Paredón Nocturno (UAEM, 2004) y La isla de Ulises (Porrúa, 2014), y coautor de El complot anticanónico. Ensayos sobre Rafael Bernal (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2015). Ha publicado las ediciones críticas de El campeón, de Antonio M. Abad (Instituto Cervantes, 2013); Los raros. 1896, de Rubén Darío (Colsan, 2013) y La bohemia de la muerte, de Julio Sesto (Colsan, 2015).

Realizó estancias de investigación en la Universidad de Texas, en Austin, Estados Unidos, y en la Universidad del Ateneo, en Manila, Filipinas, en la que también se desempeñó como catedrático. En 2009 fue becado por el Fondo Estatal pJara la CulturPoesía, ensayo y narrativa suya han aparecido en diversas revistas del mundo, como Letras Libres (México), La estafeta del viento (España), Cuaderno Rojo Estelar (Estados Unidos), Conseup (Ecuador) y Perro Berde (Filipinas). Fue editor de la revista generacional Los perros del alba y su columna cultural “Vientre de Cabra”, apareció en el diario La Jornada Morelos por diez años. 
Actualmente es colaborador del Instituto Cervantes de España, en su filial de Manila y mantiene el blog: vientre de cabra.

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