Perdí a mi padre en la oscuridad, como se pierden las llaves o el sueño, una noche de diciembre de 2017 en la que el mundo parecía estar hecho únicamente de viento y mugre. Hablé con él dos días antes, por teléfono, en una de esas llamadas que uno no sospecha que serán las últimas, y lo noté raro, como si ya hubiera empezado a despedirse sin saberlo. Me dijo que se sentía extraño, descompuesto de ánimo —usó esa expresión, «descompuesto», como si su cuerpo fuera un aparato doméstico que ya no se podía reparar—. Me confesó, con una mezcla de estupor y vergüenza, que nunca pensó volver a vivir la precariedad de su infancia: sin agua, sin luz, sin país. Porque eso era lo que quedaba tras el huracán: la silueta rota de un país sin país.
El cuerpo de mi padre fue reducido a cenizas por imperativo logístico. Un procedimiento técnico, dijeron. Como si se tratara de una gestión bancaria. El cementerio, dijo alguien con voz de trámite, no estaba en condiciones. Ni los muertos cabían ya en la tierra.
Pero recuerdo la última conversación con mi padre. «Estoy cansado», fue lo último que me dijo. Después vino el silencio. La llamada se cortó justo cuando yo le decía: «Viejo, te quiero». Una frase lanzada al abismo digital, flotando aún en alguna nube de datos que nadie revisa.
Los antiguos creían que las palabras tenían raíces. Que cada vocablo era una semilla y que al pronunciarlo, germinaba en el aire. Quizá por eso, cuando nos enfrentamos a la muerte de alguien que amamos, acudimos al lenguaje no como a una herramienta, sino como a un jardín: para que algo florezca donde la vida ha sido segada.
Mi «te quiero» inacabado sigue germinando en la memoria.
En El jardinero y la muerte (Impedimenta, 2025), Gueorgui Gospodínov también pierde a su padre, pero el autor búlgaro no escribe sobre su padre muerto: lo siembra. La conversación final no termina. Sigue conversando con él. Lo riega con frases, lo entierra dulcemente en los surcos del lenguaje, y en ese gesto, lleno de ternura silenciosa, funda un tipo de memoria que no es archivo, sino huerto.
Probablemente, este es uno de los libros más bellamente escritos en la literatura reciente.
Esta obra, que podríamos llamar crónica del duelo, es también una elegía sembrada de flores domésticas, una meditación existencial entre coles, lilas y tomates. Y como los libros más perdurables, es una obra que camina sobre la cuerda tensa de lo íntimo y lo universal: habla de un padre, pero se refiere a todos los padres; habla del morir, pero nos convoca a la vida. La suya es una escritura de la lentitud, como la de los hortelanos que saben que hay que esperar una estación entera para que el almendro florezca.
Desde la primera línea —«Mi padre era jardinero. Ahora es jardín»—, el lector sabe que ha entrado en un territorio donde la muerte no se enfrenta con dramatismo, sino con poesía.
En ese tránsito de hombre a jardín se resume toda la filosofía subterránea de este libro: morir es entregarse a la tierra, sí, pero también al recuerdo, al tiempo circular, a los pequeños rituales domésticos que nos salvan del olvido.
Gospodínov, como un nuevo Orfeo, desciende al reino de las sombras con una lámpara de palabras entre las manos. Pero no busca rescatar al padre muerto. Eso es irreversible, como el cáncer metastásico que se lo arrebata. Gospodínov lo hace para no perderse en la oscuridad del duelo.
Leer este texto es como abrir un cuaderno de botánica emocional: hay latidos escondidos entre las raíces, hay epígrafes como pétalos secos, hay escenas que brillan con la claridad de la mañana en el huerto. El padre, descrito como un hombre de pocas palabras, pero de manos fértiles, se convierte en símbolo de una generación que hablaba poco y trabajaba mucho, que creía en la dignidad del cuerpo y en el idioma callado de las plantas. Su padre es hijo del socialismo que también murió en su país en los 1980.
Como los héroes homéricos, también el padre enumera sus batallas: las del cáncer, la artritis, las úlceras, las pérdidas de memoria, los huesos rotos.
La tiranía de la vejez es una enfermedad.
Cada cicatriz es una línea de su épica personal, y cada flor cultivada, una estrofa de su poema final.
Hay un rasgo que distingue profundamente la poética de este libro: su humildad. Lejos de las grandes palabras, Gospodínov prefiere el lenguaje cotidiano, los gestos del día a día, las frases que se repiten como letanías domésticas: «Nada que temer», dice el padre, y con esa breve oración construye una filosofía que se opone al miedo sin negarlo.
El narrador, en cambio, confiesa su fragilidad sin solemnidad: llora en secreto, se esconde para marcar el número de su hermano, anota siete veces en su cuaderno la frase «que mi padre no sufra». En ese gesto de escribir como quien reza, el texto se transforma en amuleto contra el dolor.
Lo notable de esta obra de Gospodínov es su manera de entrelazar lo autobiográfico con una memoria cultural que resuena en todos. En un solo pasaje pueden convivir Epicuro y la venta de pimientos asados en el balcón, San Jorge y los pañales de adulto, Homero y las campanillas blancas. La historia de su padre se vuelve una travesía por los símbolos compartidos: los trenes del socialismo, la cazadora de cuero, la hierbabuena en los tomates, los portales de hospital donde se firman libros en lugar de diagnósticos.
Este entretejido de lo grande con lo pequeño es quizá lo más conmovedor del relato.
La filosofía griega enseñó que el alma estaba hecha de palabras. Si esto es cierto, este libro no es solo un epitafio para un padre, sino la reconstrucción de un alma familiar a partir de los fragmentos cotidianos que la sostuvieron: las botellas de rakía, los jacintos numerados, las copas finlandesas, los almuerzos a media voz.
Y por encima de todo, el jardín.
Ese lugar donde, como escribe Gospodínov, las flores son los periscopios secretos de los muertos que yacen bajo ellas observando el mundo.
En el centro del texto, como en los huertos, hay un árbol silencioso: la pregunta por cómo se muere con dignidad. Y aunque no se responde con teoría ni con religión, hay una respuesta implícita en la forma misma del libro: se muere como se vive, se muere con los nuestros, se muere si se ha plantado algo que florecerá después.
Se muere con miedo, sí, pero también con ternura, con humor, con memoria. La escritura, en este caso, no es un consuelo sino una continuación: el hijo escribe para que el padre siga hablando.
No hay que olvidar que este no es un libro sobre la muerte, sino sobre el trabajo invisible del amor. Un amor que se expresa en las minucias del cuidado: afeitar al padre, calzarle las zapatillas, contar los escalones que puede subir, colocar una silla junto a su cama para simplemente estar ahí. «Mientras estaba a su lado —escribe el narrador—, pensaba en lo bonito que era estar juntos». No hay declaración más honda, ni más serena.
Gospodínov logra lo que pocos autores consiguen: escribir sobre la muerte sin perder de vista la vida. Transformar el duelo en una celebración de lo vivido. Convertir la tristeza en floración.
El padre, desde el otro lado del jardín, aún dice: «Nada que temer».
Mientras haya alguien que cuente, algo seguirá floreciendo.
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Elidio La Torre Lagares es poeta, ensayista y narrador. Ha publicado un libro de cuentos, Septiembre (Editorial Cultural, 2000), premiada por el Pen Club de Puerto Rico como uno de los mejores libros de ese año, y dos novelas también premiadas por la misma organización: Historia de un dios pequeño (Plaza Mayor, 2001) y Gracia (Oveja Negra, 2004). Además, ha publicado los siguientes poemarios: Embudo: poemas de fin de siglo (1994), Cuerpos sin sombras (Isla Negra Editores, 1998), Cáliz (2004). El éxito de su poesía se consolida con la publicación de Vicios de construcción (2008), libro que ha gozado del favor crítico y comercial.
En el 2007 recibió el galardón Gran Premio Nuevas Letras, otorgado por la Feria Internacional del Libro de Puerto Rico, y en marzo de 2008 recibió el Primer Premio de Poesía Julia de Burgos, auspiciado por la Fundación Nilita Vientós Gastón, por el libro Ensayo del vuelo.
En la actualidad es profesor de Literatura y Creación Literaria en la Facultad de Humanidades de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras. Ha colaborado con el periódico El Nuevo Día, La Jornada de México y es columnista de la revista de cultura hispanoamericana Otro Lunes.