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Diciembre 2023

EL REAL VISCERALISMO: un súper no-lugar en la novela maximalista de Bolaño. Elidio La Torre Lagares

El real visceralismo no existe. Al menos, no como movimiento literario.

 

 

En Los detectives salvajes, la obra maximalista de Roberto Bolaño, el personaje de García Madero, según su diario, inquiere ante los protagonistas de la novela, Arturo Belano y Ulises Lima, por el futuro del presunto movimiento, que se caracteriza por su intensidad emocional y su enfoque en la experimentación estilística y formal. La respuesta que recibe es la de un espeso silencio. Es un silencio que acapara distancias. Un silencio puente. Que llega, porque ocupa un espacio.

 

 

En un momento decisivo de Los detectives salvajes, María Font, durante la segunda parte de la narrativa, invoca las palabras de Jacinto Requena quien proclama la inexistencia del real visceralismo. Xóchitl, a su vez, confirma tal sentencia en una suerte de eco posterior. Sin embargo, la mera mención del término insufla vida en el concepto. La presencia de Belano y Lima entre las páginas sostiene su existencia. Tal como la divinidad, el real visceralismo persiste: inasible, omnipresente, ya sea por convicción o por la inercia de su propia mitología. Es decir, las páginas se agotan, los personajes modulan y el tiempo se expande, pero solo existe la idea de un espacio del que no se tiene certeza. A fin de cuentas, ¿quiénes son Belano y Ulises Lima, a los que conocemos solo por lo que otros nos dicen de ellos?

 

 

Puede que el real visceralismo, como movimiento de vanguardia en la ficción de Bolaño, no exista, pero sí es un espacio abstracto que se desplaza como máquina de guerra por las tres partes de Los detectives salvajes, que en el fondo nos lleva a mirar los elitismos literarios como producción discursiva puesta al servicio del poder como manifestación del estado de excepción biopolítica que deja al margen a una casta de escritores que batallan el sistema, y el primer frente es la novela que leemos.

 

 

Belano y Font son dos fantasmas que entran y salen y viajan y se desplazan por espacios reales, como el CDMX. O irreales, como cuando Lima se pierde en Guatemala. Cuando luego de dos años, Lima reaparece, Jacinto Requena le pregunta dónde había estado todo ese tiempo. Ulises contesta que había recorrido un río que une a México con Centroamérica, y Requena, una vez más, recaba en la inexistencia de algo que tenga que ver con Lima o con Belano. «Que yo sepa, ese río no existe», dice, pero Ulises Lima insiste que, luego de haber recorrido ese río, podía decir que «conocía todos sus meandros y afluentes»; era «un río de árboles o un río de arena o un río de árboles que a trechos se convertía en un río de arena». A lo largo del río, recurría un «flujo constante de gente sin trabajo, de pobres y muertos de hambre, de droga y de dolor»; era «un río de nubes en el que había navegado durante doce meses y en cuyo curso encontró innumerables islas y poblaciones, aunque no todas las islas estaban pobladas, y en donde a veces creyó que se quedaría a vivir para siempre o se moriría».

 

 

Esto es un espacio del que ni Requena ni el lector pueden dar fe. Es un espacio cautivo en el imaginario de Lima, y en el cual existen La isla del pasado, «en donde sólo existía el tiempo pasado y en la cual sus moradores se aburrían y eran razonablemente felices, pero en donde el peso de lo ilusorio era tal que la isla se iba hundiendo cada día un poco más en el río»; y la isla del futuro, «en donde el único tiempo que existía era el futuro, y cuyos habitantes eran soñadores y agresivos, tan agresivos, dijo Ulises, que probablemente acabarían comiéndose los unos a los otros».

 

 

Al igual que el mítico Estigio en la tradición helénica, el río que Ulises Lima navega no solo se define por sus características tangibles, sino también por su resonancia espiritual.

 

 

En Los detectives salvajes se presenta una Ciudad de México laberíntica, urbana; un espacio percibido en términos lefebvrianos. Las calles, los cafés, los apartamentos forman el escenario tangible donde los personajes viven sus dramas cotidianos. Son espacios reales, la ciudad real que produce el capital en complejas antinomias. Pero, por otro lado, existe el espacio desértico de Sonora como contraste absoluto. Aquí el espacio percibido es vasto, abierto, casi infinito que da fundamento a la errancia del texto. El desierto es un lugar de posibilidades, un espacio que desafía la comprensión y las limitaciones humanas; es un espacio liso y su recorrido es tan amplio como las posibilidades.

 

 

De esta tensión resulta ese espacio imaginario, conocido y único, protésico, donde estos personajes transbordan el deseo inagotable de acceder la matriz de la gran literatura mexicana, sin saber que esa la guardan para unos pocos. Por ello, a menudo, más allá de los límites morales o éticos convencionales, Lima y Belano se rebelan contra las limitaciones y fragilidades, desafiando la naturaleza misma del bien y el mal. En este sentido, el real visceralismo es el ente ante el cual Lima y Belano venden sus almas a cambio de conocimiento y placer, una búsqueda donde prima cierto desvarío, una expectativa de realidad que se desinfla constantemente como una utopía evanescente, o mejor, como fantasmas que no se enteran de que ya han muerto.

 

 

La estructura de Los detectives salvajes produce, así, un espacio empalmado por una variedad de personajes que han conocido a Belano y Lima a lo largo de los años. Esta estructura, más que polifónica, es hiperglósica, y permite que la historia se desarrolle como un circuito abierto, de manera fragmentaria y a través de múltiples perspectivas. Lo real es, pues, mítico. Irracional. ¿Visceral?

 

 

Entonces, lo real visceralista se nos aparece como un espacio o plano de existencia donde ocurre toda la novela. Una dimensión cuántica. O un no-lugar donde solo la literatura de Bolaño es posible.

 

 

© All rights reserved Elidio La Torre Lagares

 

 

Elidio La Torre Lagares es poeta, ensayista y narrador. Ha publicado un libro de cuentos, Septiembre (Editorial Cultural, 2000), premiada por el Pen Club de Puerto Rico como uno de los mejores libros de ese año, y dos novelas también premiadas por la misma organización: Historia de un dios pequeño (Plaza Mayor, 2001) y Gracia (Oveja Negra, 2004). Además, ha publicado los siguientes poemarios: Embudo: poemas de fin de siglo (1994), Cuerpos sin sombras (Isla Negra Editores, 1998), Cáliz (2004). El éxito de su poesía se consolida con la publicación de Vicios de construcción (2008), libro que ha gozado del favor crítico y comercial.

En el 2007 recibió el galardón Gran Premio Nuevas Letras, otorgado por la Feria Internacional del Libro de Puerto Rico, y en marzo de 2008 recibió el Primer Premio de Poesía Julia de Burgos, auspiciado por la Fundación Nilita Vientós Gastón, por el libro Ensayo del vuelo.

En la actualidad es profesor de Literatura y Creación Literaria en la Facultad de Humanidades de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras. Ha colaborado con el periódico El Nuevo Día, La Jornada de México y es columnista de la revista de cultura hispanoamericana Otro Lunes.

 

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