saltar al contenido
  • Miami
  • Barcelona
  • Caracas
  • Habana
  • Buenos Aires
  • Mexico

Marzo 2023

CONATO DE PRÓLOGO. Héctor Manuel Gutiérrez

Imagen: Lo que un día fue, (Serie Interiores) de Juan Carlos Mirabal.

 

En días como hoy se me ocurre subsanar pensamientos. Los provocan experiencias que por alguna extraña razón se conservan bajo llave, aunque disponibles, como en espera de algún fin misterioso. En mi limitada capacidad no logro explicarme por qué me afectaron estos hechos. Supongo que para el que las lee no pasan de ser vivencias sencillas y cotidianas, que tuvieron lugar

muchas de ellas antes de la institucionalización del aire acondicionado y la invención del “low fat milk”. Pero mías son y con celo las guardo, cual proyectos de naturaleza ilógica e inexplicable.  Me acompañan en mis noches insomnes.  Alguna enigmática entidad me sugirió que habría de renovarse la relevancia de aquellos sucesos. Quizás una especie de oráculo previó que en alguna ocasión los plasmaría como poema, ensayo, cuento o novela.

 

            Si abriera ese especial archivo mencionaría a Francisco, aquel agradable señor enamorado de la tía Fior. Venía trajeado de lino o algodón blanco en claros y esporádicos domingos. La vieja improvisaba en seguida una botella de ron o unos vasos helados de cerveza, a cambio de alguna conversación en un lenguaje que yo apenas entendía.

 

No se supo sino hasta después de su muerte que además de conversador era también poeta, como manifiestan sus tímidos libros. Mi adulta lectura descifra ahora un sinnúmero de versos que me fueron vedados cuando joven.

 

            Incluiría la historia del adolescente guanajo que el viejo trajo a la casa con fines de engorde, seis meses antes de las navidades de aquél fatídico año en que la hermana Mercedes metió sin querer el pie izquierdo en la oxidada lata sin borde donde calmaba su soleada sed el ave. En seis pulgadas de tejido terminó el tajo doloroso. Fue el mismo animal que al tocarle su hora, tuvimos que perseguir por todo el solar del vecino.  Subidos en trozos de listón apilados junto a la cerca de alambre que dividía las propiedades, René y yo tratamos de enlazarlo con la ayuda de otros primos, con tan mala suerte que en un movimiento de René, crujieron los palos bajo los pies inseguros. En vano intento por balancearme, me aferré a las púas.  La herida en la palma limitó para siempre la coordinación de mi mano derecha. El pobre pavo, en su instintivo afán de alargar la existencia, había dejado sangrientas huellas, algunas de ellas muy profundas, en más de un miembro de la familia. La víspera de la nochebuena marcó la hora del sacrificio. Una oleada de isleña superstición invadió la casa en aquel 23 de diciembre.  Nadie quería encargarse de tan macabro acto. Hasta que uno de los guardias que por las tardes con fines lujuriosos visitaba la vivienda de Caridad la lavandera, se ofreció a matar el odisíaco pavo.

 

Queriendo lucirse a los ojos de su amante, trató de hacer lo que de seguro había hecho con alguna que otra gallina: retorcerle el cuello al animal de engañoso plumaje. Tras acrobáticos pero vanos empeños obviamente causados por el tamaño que ya había alcanzado la víctima, el valeroso galán tuvo que ingeniárselas para apresar al guanajo debajo de un bastidor viejo y mohoso que por años estuvo recostado a la pared de la única letrina del solar. Con singular gracia se aseguró de que la cabeza del engordado animal sobresaliera y aplicó varios machetazos, en su mayoría evadidos por el ave, que en su afán de supervivencia esquivaba inteligentemente la fustigación del valeroso gladiador.

 

Por fin un certero corte cercenó el largo gollete del pájaro, ante los aplausos de un numeroso público que se había aglomerado en la improvisada arena. Los últimos movimientos del cuerpo cercenado salpicaron de sangre el recién almidonado uniforme del soldado. El 24 de diciembre los tres puntos de metal en mi diestra me obligaron esa y otras noches a agarrar torpemente el tenedor con la izquierda.  Sólo la sazón de la tía Ligia logró disipar la negativa aureola que el pobre pavo había creado.

 

            Podría también mencionar el famoso kilo que mi vecinita Flérida se tragó a los 4 años y cuya salida esperábamos junto al tibor, impacientes y con perversa curiosidad, hasta aquella mañana en que su madre lo pudo separar con una gran hoja de aguacate de los residuos de una dieta pobre compuesta mayormente de harina de maíz y chícharos. No comprendí hasta más tarde, las muchas cosas que en aquel entonces podía comprar con la traumatizada moneda. O con aquella de 50 centavos que se me fue por el alcantarillado en uno de los frecuentes viajes a la bodega, cuando todavía se compraba al detalle: que media libra de azúcar, que ocho onzas de aceite, que media botella de vinagre y la contra en café.  “Para que aprendas a darle valor al dinero, los vas a tener que pagar, aunque sea de medio en medio”, me dijo mi madre.

Sabia sentencia de quien paradójicamente nunca le daba importancia a lo material. Religiosamente así lo hice, hasta que, faltando 15 kilos, se sacó unos pesos en la charada y me perdonó la deuda con materna bondad.  Su parábola no se detuvo en mí.

 

            No faltaría la historia de la ronquera de mi primo “Nido”, quien se cayera después de un intenso aguacero en aquel hueco cuadrado que el Tío Carlitos había cavado y que duró a medio hacer más de un año. Destinado a ser letrina, ya tenía ocho pies de profundidad.  Fue el mismo hoyo en que con perversidad inocente y peligrosa había yo empujado antes a la prima María y donde por poco se desnuca, pues hacía tres meses que no llovía.  El hecho me costó un doloroso serruchazo en la espalda, cuando le pasé corriendo por el lado al tío Carlos, quien cortaba una de las maderas para lo que sería más tarde la vivienda de Argentina y Francisquito. Recuerdo a la tía Ligia, que, sin saber nadar, zambullose una y otra vez en aquellas coloradas aguas a la búsqueda del hijo menor.  La madre logró salvarlo después de haber consumido tres galones de agua y lodo, yendo a parar la mayor parte a los pulmones. Había que ver la expresión en su cara cuando en fallidos intentos salía a la superficie, hasta que por fin dio con el pequeño cuerpo del hijo.

 

Desde entonces, aquel muchacho que soñaba con algún día ser cantante, sufrió una deformación tan radical en las cuerdas vocales que sus interpretaciones infantiles en castrato fueron cosa del pasado. La nueva y viril voz no encajaba con su cuerpo, todavía a seis años de entrar en la pubertad.  Irónicamente, veinte y tantos más tarde y ya viviendo en una ciudad grande del norte, el mismo ronquito, presa de una endemoniada adhesión a las drogas, provocaba tres consecutivos derrames cerebrales a las dos veces hacedora de sus días.  La naturaleza fue cruel: pocos son los que sobreviven al primero. Nunca olvido la enorme cicatriz que dejaron en su cabeza los cirujanos.  Tampoco el enorme hueco que dejaron en su frente.  Ignoraban los galenos que de allí extirparon los tejidos cerebrales poseedores del toque secreto que hacía de sus frijoles los más sabrosos del antiguo barrio. Allí se alojaba por igual el talento musical que le concedía el don de entonar armónicamente la segunda voz de las trovas fascinantes de Miguel Matamoros, María Teresa Vera y Sindo Garay:

 

«La luz que en tus ojos arde está ya que me adormece

si los abres, amanece cuando los cierras parece

cuando los cierras parece que va muriendo la tarde.

Las penas que me maltratan son tantas que se atropellan

y como de acabarme tratan, se agolpan unas a otras y por eso no me matan».

Hecha un vegetal, incapaz de controlar sus emociones, lloraba como niña y se orinaba en las pantaletas, cuando me veía llegar en horas de visita.  Así estuvo por tres largos años.  Me alegré cuando oficialmente murió.

 

            O las populares siestas de Francisquito. Privilegiado en muchos sentidos, aunque de poca estatura y bastante amigo de la bebida, después de largos meses de casi imposible pretensión, logró un puesto de chofer en el servicio de inteligencia del gobierno. Gracias a su nuevo estatus laboral pudo casarse con la prima, Argentina. Como conductor especializado tenía el derecho a almorzar en su casa. Después de una opípara comida donde casi nunca faltaban la yuca con mojo y los frijoles negros, se acostaba infaliblemente a dormir en el solar del tío Carlos en aquellos silenciosos mediodías. La novela Colgate-Palmolive se escuchaba sincronizadamente y sin excepción en todos los radios del vecindario. Los diálogos matizaban los placenteros quejidos de la rubia y marcaban la lenta transición entre la mañana y la tarde. Entonces nos disponíamos los mocetones mira-huecos a observar las rutinarias maniobras de los esposos, unas veces, las más, estimulados por los rollizos muslos de la prima, que acariciados por ese tibio aire de ajo y comino que Changó sopla con deífica malicia, agitaba las hormonas y contribuía al desarrollo varonil de los muchachos del vecindario. Otras, llenos de envidia, al observar con matemática y esperanzada curiosidad la protuberancia del mulato durmiente, que se recogía serpentina y lentamente por la portañuela de sus calzoncillos, su prenda favorita para el descanso de mediodía. Pudo escaparse de las turbas organizadas por el CDR de la cuadra, que recordaban sus años de buena vida en el régimen anterior.  Mas no así de la cirrosis hepática que años más tarde acabó con él. Argentina lloró por meses la ausencia de los dos, el mulato que tanto la había hecho reír y el miembro adjunto que tantas veces tapó el vestido que la cubría del discreto encaro de los jóvenes soñadores.

 

            Finalmente haría alusión a aquella mañana en que mi amigo Alfredo, movido por no sé qué convicción de que sabía nadar, de buenas a primeras y con desmedido entusiasmo, se tiró a aquel río caudaloso. A menos de cinco pies de la orilla era obvio que mejor se desenvolvía en tierra. Las generalmente grandes pupilas con pavor doblaron su diámetro en cuestión de segundos. Apresuradamente recogí una de las ramas que por fortuna abundaban en la orilla, la extendí en su dirección, a la que el buen muchacho se asió con fuerza desesperada. La decisión de no tirarme no fue diligencia de bravura ni estrategia, sino de automatización, de instinto. Más que aquel acto sin pensar, fue el sentimiento de gratitud y cariño que Alfredito desde entonces me mostró, lo que en realidad marcó el inicio de una amistad que todavía continúa, aunque éste murió antes de cumplir sus 19 años.

 

Poco tiempo después del incidente del río, el cuello roto en un accidente de motocicleta, dejó viuda y virgen a la que en un futuro no pudo ser su esposa.  Me pasaba horas junto a su lecho de enfermo. El codo descansando sobre las sábanas, me agarraba la mano y yo mantenía la suya apuntando hacia el cielo. Aliviaba así la angustia de las pesas que, halando la columna, mantenían alineadas las desparramadas vértebras.  En mis sueños me visita, entabla conmigo charlas profundas mientras estrecho su palma amistosa.

 

Sé que éstas y otras experiencias que aquí no toco, son, como Alfredo, también mis amigas.

No logro entender por qué en aquellos pasadizos recónditos de mi consciencia se escucha, claro y sólido el mensaje: perdura, perdura, que aunque parezcan de un pasado que no regresa, estas cosas no están consumadas todavía, no caducan, están a medio hacer. Empezadas apenas, repercutirán en otras también nuevas.  Ad perpetuam rei memoriam.

 

En ese lugar especial, hecho de raro y eterno presente, nos abrazaremos ellas, yo y algún lector implacable y paciente, acerbo y generoso. Cerca de los valles alquimios y planos conceptuales que llevan nuestros nombres, donde yacen tonos reconocibles de singular incoherencia, me encontraré con ellos. Algo me dice que es allí donde lo puesto y lo opuesto se unen, donde lo irracional es norma y lo invisible Poesía. La magia que mueve nuestra creatividad ha de fabricar y traer la recompensa; hará retocar y pulir, entre anversos y reversos, el momento. Entonces, tal vez más temprano de lo que yo mismo esperaba, enmarcados por anfelios y perihelios de naranja, bajo crecientes y menguantes de plátano, nos reinventaremos.

 

Del libro CUARENTENAS: SEGUNDA EDICIÓN, 2015

© All rights reserved Héctor Manuel Gutiérrez.

Héctor Manuel Gutiérrez, Ph.D., es instructor de español avanzado y literatura hispana. Funge como Lector Oficial de Literatura y Cultura Hispánicas en el programa de evaluación superior Advanced Placement, College Board/ETS. Colaborador mensual de la revista musical «Latin Beat», Gardena, California. Miembro/fundador de la revista literaria «La huella azul», FIU, Miami, Florida. Editor de contribuciones, «Revista Poetas y Escritores Miami», Miami, Florida. Colaborador «Revista Suburbano», Miami, Florida. Colaborador/ columnista, «Nagari Magazine», Miami, Florida. Colaborador, «Insularis Magazine», Miami, Florida. Es autor de los libros: Cuarentenas, AuthorHouse, marzo 2011, Cuarentenas: Segunda Edición, AuthorHouse, 2015, Cuando el viento es amigo, iUniverse, 2019, Dossier Homenaje a Lilliam Moro, Editorial Dos Islas, 2021, De autoría: ensayos al reverso, Editorial Dos Islas, 2022, Encuentros a la carta: entrevistas en ciernes, a publicarse en 2023, La utopía interior: estudio analítico de la ensayística de Ernesto Sábatoa publicarse en 2024 [Foto del autor, por Juan Carlos Mirabal].

 

Muy simpático y bien escrito. Delicioso.
La evocación de los recuerdos que nos hacen hombres,. Experiencia de vida contada de manera sencilla y magistral, que convida a escribir lo propio. Gracias !
Muy bueno, es optimo el recuerdo que permite dilusidar verdades.

Deja una respuesta

Su dirección de correo electrónico no será publicada.