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Julio 2025

CON S DE SOLA.

 

 

“Doncella que no se casa,

se le cae encima la casa”

Proverbio popular.

 

Entré en la iglesia más atraída por la frescura y oscuridad del lugar, que por el consuelo que podría ofrecerme la despostillada beatitud de sus santos. Había caminado, agobiada, un buen rato al abraso de un sol inclemente.

Tras descender unos escalones, mis ojos tuvieron que aclimatarse a la penumbra, pero cuando la sutileza del fresco me erizó la piel de los brazos, sentí alivio.

Me senté en una banquita y dejé que mis ojos juguetearan curiosos, entre santos, exvotos, imágenes, veladoras y medallitas.

 

Buscaba calma y espacio para reflexionar. Soledad, para encontrar respuesta a un problema. Aunque conocía la solución desde el principio, me habría gustado que alguien decidiera por mí o, al menos, que me hiciera sentir que me ayudaba a hacerlo.

 

Pensé que, si mis hermanos me vieran allí, se burlarían. Yo, indecentemente atea, en una iglesia. Las ideas que residían en mi acalorada cabeza me llevaron de regreso a la situación que había estado desmenuzando: mi madre.

 

Me llamó una tarde porque no podía escribir la cantidad con letra en un cheque. Después, como la niebla que desciende, vinieron infinidad de olvidos, pérdidas y un aciago diagnóstico de demencia que eventualmente nos ha hecho perderla entre la bruma de su averiada memoria. Necesitaba a alguien con ella todo el día y, como soy soltera; desde la perspectiva de la familia, soy la única opción.

Como si no estar casada con un pendejo igual que mis cuñadas ni tener engendritos malcriados, fuera lo mismo que no tener vida.

 

Tan absorta estaba en mis pensamientos, que apenas noté cuando una mujer se sentó a mi lado.

 

Me obligó a mirarla y ponerle atención cuando tosca, preguntó:

—¿A poco viene al funeral de Isabel?

 

Me sentí evidenciada, no tenía interés en la misa, dios o los santos. Tampoco quería orar.

Las palabras “funeral” e “Isabel”, llegaron tarde a mi cabeza.

—Sí —contesté cortante, para no sentirme más expuesta y zanjar la conversación con la mujer.

Noté la dimensión de mi error, cuando arrellanó su gordo trasero en el asiento y preguntó:

—¿Y de dónde la conocía?

Un tufillo a café rancio se le escapaba de la boca, dos oscuros círculos de sudor mojaban el tejido sintético de una blusa que no le sentaba bien y contrastaba de manera grosera con el resto de los estampados oscuros en su ropa.

—Hace mucho que no la veía —dije con voz muy baja, enredando intencionalmente algunas letras para evitar una indagación más profunda.

—Vamos a ser bien poquitos —su tono era demasiado llamativo para una iglesia. Con movimientos torpes y ruidosos, abrió una bolsa vieja y sacó un ajado abanico lleno de florecitas mal pintadas. Mientras lo agitaba ostensiblemente, remató:

—Qué calor más horrible, eso es lo malo de ser sola, ¿verdad?

 

Creo que mis ojos le dijeron algo más que mi inexpresivo ceño, porque se sintió compelida a continuar:

—No el calor, ese es aparte. Que lo malo de que fuera sola es que nadie va a venir.

 

El soliloquio continuó a pesar de mi evidente incomodidad.

—Bueno, sola, sola, no. Pero con esos hermanos y sobrinos… ¿Sabe que nadie quería pagarle a los de la funeraria? Por eso la misa tardó tantísimo. Todo el mundo se hacía pendejo con los gastos. Perdón por la palabra, pero es que da coraje…

Me miraba con el mismo gesto, exagerado por su rostro mofletudo. No parecía ni un poco apenada por lo dicho, la injusticia cometida por la familia de Isabel, o por su propia indiscreción.

No pude contestar. Mis ideas, palabras y argumentos habían abandonado una conversación que evidentemente resultaba estéril.

 

Me salvó la entrada del ataúd en la iglesia, acompañado por un breve ruido de murmullos y voces molestas.

Era evidente que discutían porque nadie quería ir al frente, hasta que un hombre mayor empujó a un jovencito de hombros caídos y aspecto larguirucho que se colocó adelante mientras bufaba y mostraba el blanco de los ojos.

 

Apenas flanqueada por cuatro personas y sin música, entró Isabel, guardada en su cajita barata de pino.

 

Mientras una mujer con expresión ausente colocaba una foto a un costado del féretro, miré hacia atrás. Contándome a mí, sólo había diez personas en la iglesia.

Once con Isabel.

 

Miré mi reloj. Ya iba tarde a la reunión con mis hermanos, pero en realidad no quería llegar con ellos. Me sentí obligada a quedarme en el asiento al ver la iglesia vacía y a la pobre de Isabel, tan sola.

 

Además, no habría tolerado el hecho de que mi vecina de banca chistara o me gritara mientras me iba así que, resignada, suspiré mientras me preparaba para hacer lo que nunca: poner atención y rezar. Ambas cosas por una desconocida.

 

No tuve mucho éxito en lo de poner atención. Mi pensamiento abandonó las plegarias para posarse en la fotografía de Isabel. En blanco y negro, con esos tonos amarillentos que el sol imprime en las fotos viejas, la mostraba de medio cuerpo. Una mujer poco agraciada, que había sonreído de manera incómoda frente a la cámara y no había conseguido que los ojos combinaran con la sonrisa: muchos dientes para una expresión cansina y apagada en los ojos.

Miré su ropa y el peinado: ochentas. La Isabel de la foto no tendría más de 30 años.

 

Los hombres mayores que flanqueaban el féretro no se miraron durante toda la ceremonia, seguramente eran sus hermanos, porque se parecían a ella y entre ellos. Sólo uno iba acompañado por el jovencito desgarbado y por la mujer que colocó la foto, sus labios y una blusa del mismo tono de rosa chillón, no la hacían ver compungida. Al menos los hombres parecían serios.

Remató saliendo a media ceremonia y, cuando pasó a mi lado, resultó evidente que su celular vibraba con insistencia.

 

Me quedó claro que entre aquel desierto de ojos secos y caras amargas no había una sola persona dispuesta a llorar por ella.

 

El momento más revelador fue la hora de la paz. Nadie se estrechó la mano, se abrazó o se miró siquiera.

 

Casi al final de la ceremonia, el padre terminó de darle en la madre a Isabel cuando pidió que oráramos por el eterno descanso de nuestra hermana “Martha”.

Mi vecina de asiento me miró y encogió los hombros en una mueca que pretendía mostrar indignación, pero que sólo terminó por reflejar algo de resignación mezclada con indiferencia.

 

Apenas había terminado la ceremonia cuando la familia salió de prisa junto al ataúd, dejando la foto atrás.

La cuñada (que no había regresado para el resto de la misa) entró haciendo ruido con sus tacones, para tomarla, molesta.

 

Traté de imaginar en dónde terminaría la foto de Isabel y todas las opciones me parecieron indignas y tristes. Sentí como mi propia soledad se cernía humillante, ante mí. ¿Qué fotografía pondrían en mi sepelio?, ¿alguien estaría dispuesto a regresar por ella y darle espacio en alguna pared?

 

No me di cuenta de que estaba llorando, hasta que sentí una lágrima atravesar mi mejilla.

 

Una mano atenazó mi hombro.

—Ella ya está bien, usted no llore —me dijo la agria mujer a mi lado, mientras me contemplaba con una extraña mirada de conmiseración que se mezcló con su olor a café rancio y sudor.

 

Balbuceé un “gracias” y salí de prisa, antes de que se ofreciera a abrazarme.

 

Regresé a casa de mi madre caminando muy despacio, lo que hizo que llegara aún más tarde a la reunión con mis hermanos.

 

Impacientes y visiblemente molestos, esperaban una respuesta de mi parte que solucionara todos los problemas, que, en realidad, eran también sus problemas.

 

El más joven, Francisco, me recibió con una retahíla de los beneficios que tendría para todos que yo cuidara a mi mamá: ya no trabajarías en esa oficina odiosa, serías tu propia “jefa”, tienes todo aquí, no pagarías comida ni renta, además, te vamos a ayudar con mi mamá.

—Tú no tienes compromisos, ni nada más qué hacer— concluyó.

 

Ese fue el tiro de gracia. Mis ojos amenazaban con desbordarse nuevamente, pero me pesó más la rabia de llorar frente a ellos, que la necesidad de desahogarme y llorar por Isabel, por mí, por mi madre y por las mujeres solas.

Cerré los puños mientras intentaba controlarme y un tinte rojo me subía por las mejillas hasta palpitar en mi cabeza.

 

Mi hermano mayor, quien siempre ha sido un poco más observador, aunque no más sensible o empático, notó que algo me estorbaba el ánimo y el corazón. Trato de fingir inquietud para preguntarme dónde había estado y por qué había llegado tan tarde.

 

—Estaba en un funeral. Se murió una amiga.

 

 

 

© Silvia Sánchez Madrid

Silvia Sánchez Madrid nació en el Estado de México en 1977.  Es Licenciada en Derecho por la UASLP  y cursó la Maestría en educación por la UCEM, desde hace 25 años se dedica a la docencia de nivel medio-superior.

Narradora y cuentista, formó parte del taller “Juan Donoso Pareja” de la casa de la Cultura de San Luis Potosí (Museo Francisco Cossio) coordinado por el Maestro Félix Dauajare.

Actualmente forma parte del taller literario “Abismos” coordinado por el Doctor Xalbador García.

Ha publicado cuentos en Antología “Luna nueva sobre Babel”, y en la II Antología de Escritoras “Voces en el desierto”, ha participado en la segunda y tercera lecturas masivas de escritoras y ha publicado cuentos en la revistas de Instituto de las Mujeres en San Luis Potosí “Olympia” así como las revistas digitales de “Nagari” y “El gallo galante”.

Gracias por este texto tan humano, Silvia. Me hiciste reír en medio del nudo en la garganta.

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