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Junio 2025

LO QUE NO PUEDE SER REPARADO: una reflexión inconclusa en torno a The Emperor of Gladness, de Ocean Vuong. Elidio La Torre Lagares

Siempre me ha resultado enigmático —aunque no necesariamente sorprendente— el hecho de que ciertas heridas no cicatricen, que el tiempo, en algunos casos, y aunque presume de gran anestesista, no logra ni siquiera mitigar, y menos aún borrar, los rastros de un daño acontecido. En la novela The Emperor of Gladness, Ocean Vuong no sólo parece aceptar esta imposibilidad, sino que la convierte en núcleo, en principio estructurador de su escritura. No hay aquí una pedagogía del dolor ni una pedagogía de la esperanza, sino una exposición deliberada y, si se quiere, obstinada de aquello que no se repara, de lo que queda para siempre en suspenso, como ir precipitarse en una invariable caída libre. A Vuong no le interesa que su novela sea una lectura edificante. No es un manual de vida y no ofrece soluciones ni fórmulas de superación: propone, en cambio, habitar la herida como única forma posible de existencia. Ahí. Donde duele.

El protagonista, Hai (cuyo nombre podría pasar por una onomatopeya o un susurro mal pronunciado) se nos presenta desde el principio como una figura hecha de pedazos, fracturada, dispersa incluso dentro de sí mismo. Su vida transcurre entre los restos de una infancia emigrada, la sombra de un padre ausente (o quizás sólo huidizo), y el trauma amoroso de una pérdida que no se nombra del todo, pero que se presiente en cada página como un peso invisible. Hai no es tanto un personaje como una conciencia herida, una respiración intermitente que el lector persigue sin saber exactamente hacia dónde. O cómo. O por cuánto.

La novela irrumpe diciendo lo que no se habla. Un joven se pone al filo de un puente y considera terminar su tiempo en la tierra. El grito de una anciana —Grazina, una mujer que parece salida de otra época o, incluso, de otro género narrativo— lo detiene, y con su resonancia instala esa lógica del desvío que cruza la novela —esa lógica de lo que pudo haber sido y no fue— pero lo que, sin embargo, deja su huella, como todas las decisiones no tomadas.

Hay en esta novela algo que recuerda a los relatos que uno se cuenta a sí mismo por la noche, cuando el sueño no llega y los pensamientos, más que fluir, se arrastran. No hay trama lineal, y tampoco parece haber una voluntad de narración tradicional; en su lugar, se impone lo queer y lo marginal en una estructura fragmentaria que remite menos a la discontinuidad moderna que al modo en que la conciencia recuerda: de forma errática, obsesiva, a menudo repitiendo sin cesar los mismos gestos, los mismos nombres, los mismos sonidos.

Lo que Vuong logra —y esto no es poca cosa en un tiempo que exige claridad y resolución— es construir una novela sin desenlace, o, mejor dicho, una novela cuyo desenlace es la repetición misma del comienzo, ese puente que nunca se cruza del todo, ese salto que no se ejecuta pero que se mantiene contingente. De momento, resuena Anne Carson; luego Samuel Beckett o Cristina Rivera Garza y la estética de fractura.

Los méritos de la novela son numerosos y difíciles de sistematizar, porque no se dejan atrapar en los instrumentos habituales de la crítica. Uno de ellos, sin embargo, es su tratamiento de la intimidad. La relación entre Hai y Grazina, esa mujer que lo acoge en su casa destartalada y lo alimenta con pan aplastado en el barro y latkes mal fritos, escapa a cualquier tipología de la compasión. No hay entre ellos una relación maternal, ni filial, ni siquiera de verdadera amistad: hay, más bien, una cohabitación del desastre, una solidaridad entre seres que saben que han sido apartados —no por una gran catástrofe, sino por una serie interminable de pequeñas exclusiones— del relato común. Grazina, con sus delirios lingüísticos, su colección de búhos anticomunistas y sus rezos fragmentarios, actúa como una especie de espectro doméstico, un testigo de los días, y Hai encuentra en ella no consuelo, sino compañía.

Tal vez la mayor virtud del libro radique en su negativa a cerrar lo abierto. Se podría pensar que el objetivo último de todo texto que aborda el sufrimiento es, de algún modo, restituir el orden, ya sea a través del lenguaje, de la redención moral o de una resolución narrativa. Pero Vuong no cree en la redención, ni en la linealidad, ni en la lógica causal. Precisamente, es esa desconfianza lo que otorga a su prosa una extraña e inconfundible dignidad poética.

Si la vida es ficción, The Emperor of Gladness se niega a mentir: no hay futuro mejor garantizado, no hay paz posible para todos, no hay cura. Y sin embargo, no hay cinismo. Lo que hay es una obstinación por permanecer, por seguir respirando entre los escombros, por encontrar en el lenguaje —incluso en su fracaso— una forma de asidero.

Sería injusto no mencionar el estilo. La prosa de Vuong es sensorial hasta el límite de lo táctil, con una atención al detalle que recuerda no tanto a los poetas como a los insomnes. Cada objeto —una postal, una taza agrietada, un televisor encendido a deshora— parece estar cargado de una memoria que no le pertenece y que sin embargo lo define. En esto, Vuong se acerca a aquellos escritores que comprenden que la experiencia no es lo que se recuerda, sino lo que persiste incluso cuando se olvida. Así, la novela está llena de escenas menores —cruzar una calle, aplastar un trozo de pan, fumar un cigarrillo prestado— que adquieren una densidad metafísica. Porque lo irreparable no es lo que se dice, sino lo que se deja de decir.

The Emperor of Gladness, título que puede parecer una burla, una inversión irónica de toda expectativa no alude a un personaje ni a un episodio particular. Gladness (alegría, en español) es un lugar. El emperador, si existe, es aquel que reina sobre un territorio imposible, aquel que ha sido coronado en el exilio de sí mismo. En todo caso, es una metáfora del desajuste entre lo que el mundo espera de nosotros —alegría, funcionalidad, redención— y lo que somos capaces de dar: es decir, fragmentos, a veces amorosos, a veces confusos, a menudo inconclusos.

No hay cierre para esta historia, porque cerrar sería traicionar su lógica. Lo único que puede hacerse es acompañar al narrador en su recorrido sin destino, en su negativa a sanar como condición de su existencia. En un tiempo dominado por la ansiedad de la reparación, Vuong nos recuerda —como quien no quiere hacerlo, pero lo hace— que vivir no es sanar, sino insistir. Insistir en la herida, en la palabra, en el temblor.

Y quizás, sólo quizás, en la posibilidad de que, aunque roto, algo queda

 

© All rights reserved Elidio La Torre Lagares

 

 

Elidio La Torre Lagares es poeta, ensayista y narrador. Ha publicado un libro de cuentos, Septiembre (Editorial Cultural, 2000), premiada por el Pen Club de Puerto Rico como uno de los mejores libros de ese año, y dos novelas también premiadas por la misma organización: Historia de un dios pequeño (Plaza Mayor, 2001) y Gracia (Oveja Negra, 2004). Además, ha publicado los siguientes poemarios: Embudo: poemas de fin de siglo (1994), Cuerpos sin sombras (Isla Negra Editores, 1998), Cáliz (2004). El éxito de su poesía se consolida con la publicación de Vicios de construcción (2008), libro que ha gozado del favor crítico y comercial.

En el 2007 recibió el galardón Gran Premio Nuevas Letras, otorgado por la Feria Internacional del Libro de Puerto Rico, y en marzo de 2008 recibió el Primer Premio de Poesía Julia de Burgos, auspiciado por la Fundación Nilita Vientós Gastón, por el libro Ensayo del vuelo.

En la actualidad es profesor de Literatura y Creación Literaria en la Facultad de Humanidades de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras. Ha colaborado con el periódico El Nuevo Día, La Jornada de México y es columnista de la revista de cultura hispanoamericana Otro Lunes.

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