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Abril 2013

CAMINOS DE LECTURA. Marco Antonio Cerdio Roussell

Enciendo la pantalla y veo imágenes y textos. Casi inmediatamente, descifro los signos. En twitter, en los blogs, en las páginas electrónicas, el texto escrito se convierte en una figura proteica, enlazada, conjugada con la imagen y el sonido. Es una lectura diferente: más bien una serie de lecturas con diferentes velocidades y pautas. Apago la computadora. En el silencio empiezo a recordar historias. La fuerza de la palabra oral cuando rememora el descubrimiento del libro, la fuerza del texto recogido normalmente en papel. Mi bisabuelo era sastre. Su esposa y sus hijos ayudaban a que funcionara el pequeño taller itinerante que montaba en las poblaciones serranas entre Puebla y Veracruz. Extraña tropa de aventureros: el padre de familia, hombre mayor de nacionalidad española, la esposa oaxaqueña, orgullosa de que su madre había sido apadrinada por Juárez y tener un lejano parentesco con Porfirio Díaz. Los hijos ya mestizos, cruzando la sierra y los llanos en ese México que esperaba y luego vivía la revolución. Un hijo les fue arrebatado en leva. Vieron los combates entre la tropa y los zapatistas. La mortandad de la gripe española. Y por fin, en algún pueblo de la costa tuvieron que asentarse, retenidos por una población urgida de alguien con el oficio de la sastrería. Entonces, una vez más, bajaron las máquinas y el equipo de las mulas. Comenzaba de nuevo el trabajo: padres e hijos cosiendo, preparando trajes de charro y camisas. En ese momento de trabajo – calor, moscas, humedad- siempre alguien, mi tía o mi abuela normalmente, tomaba un libro y leía para los demás. Sí, el Quijote. Pero también el Mártir del Gólgota o las Aventuras de Bertoldo, Bertoldino y Cacaseno. La voz como baluarte de la memoria, la lectura como comunión y rito. Ya conté en algún lugar como décadas más tardes, vería a mi abuela fascinada con la imagen de los gallinazos entrando por los balcones en El otoño del Patriarca. Pero la letra escrita era un privilegio. Mi abuela lo aprendió por una prima maestra en los años iniciales de la revolución – tan llena de puntos muertos, de treguas, de lejanías del combate que podían muy bien ocuparse en leer-. El bisabuelo no quiso permitirle estudiar. En cambio, “su papacito” como le decía, le permitió leer.

San Rafael Veracruz en ese entonces vivía a través del río. Era el tiempo del oro verde, el plátano que se embarcaba en el “Bello Antonio” y era sacado al comercio. La gente todavía hablaba el francés, pero leía en español. Por lo menos ese fue el caso de mi abuelo. Después de la primera estancia de mi abuela en el pueblo, habían pasado doce años de noviazgo carteándose a través de la sierra. Se casarón en un potrero en medio de la persecución cristera. Un enorme potrero verde donde varias mujeres de blanco y jóvenes elegantes contrajeron matrimonio oficiado por el obispo vestido como charro antes de la ceremonia.

En esos días las noches eran de conversación, de pronosticar el clima, de ver las luciérnagas y los cocuyos – ya no hay cocuyos-, de lanzarle colillas ardientes a los sapos  y verlos escupir. Y de comentar las noticias. Si el radio, pero también el periódico. El Universal y Excélsior llegaban en barca cada mes. Los temas eran la gran guerra, la nueva guerra y a veces los problemas nacionales. Nuevamente la voz era la que convocaba, ahora como comentario de un texto con los hechos de todo el mes previo. Eso y la memoria. Y el cielo enorme y el ruido de los grillos en una población que no tuvo carretera hasta  fines de los cuarentas o más tarde.

Mi abuela tuvo su  revancha. Fue maestra sin goce de sueldo. Enseñaba a quien se lo pidiera las primeras letras y las matemáticas. Llegado el momento, mi madre – hija única que creció en un ambiente de libros, de revistas y folletos guardados celosamente en un tapanco, perfectamente a salvo de las crecientes del río- estudió hasta la universidad. Su lectura entonces se volvió más institucional, más de bibliotecas y suscripciones. De historietas y revistas. De programas de radio y artistas. Ya era posible encontrar publicaciones en el pueblo. El radio hacia mucho había llegado. Luego la televisión. La lectura se convirtió más en un placer privado, en un momento de deleitación personal después de hacer los deberes escolares y el quehacer. En tanto, la televisión comenzaba a tomar por asalto las conversaciones. La lectura, siempre sospechosa de peligro, orlada de historias amenazantes de niños vueltos locos por leer demasiado, ya no era el peligro de antaño para la moral y las buenas costumbres. Simplemente, la imagen del hombre alunizando no podía competir – si bien se complementaba- con las imágenes y la crónica del proyecto Apolo en la revista Life.

En realidad, la palabra escrita iba perdiendo sus vasos comunicantes con los no lectores. Cada vez era más difícil compartir lecturas con un público convertido en espectador. El libro cansa, el libro aburre, se repetía una y otra vez en las casas de los no habituados a la lectura. Sin embargo, no dejaron de existir casas con libros y lectores pocos pero asiduos a las bibliotecas.

Es aquí donde quiero terminar mi texto, no contar una historia aún en curso – mis sobrinos leen en su Tablet casi tanto como juegan- sino emitir una tímida inquietud: ¿y si twitter y los blogs recuperan ese circuito interrumpido entre los no lectores y sus voraces y minoritarias contrapartes? No necesariamente los nuevos medios son enemigos del libro, más bien la brecha entre la cultura oral preponderante en América Latina y sus minorías letradas son resultado de historia un poco más antigua. Y nunca antes tantas personas se han visto obligadas a leer, invitadas por tantos textos y tantas citas. Placer minoritario desde siempre, quizá las nuevas tecnologías le regresen al libro lo que le quitaron a principios del siglo XX: canales para dialogar sobre el libro y sus avatares con quien sólo ve un misterio en el hombre leyendo.

Marco A. CerdioMarco Antonio Cerdio Roussell. Escritor y profesor universitario. Radica en Puebla, México. marco.viajero@gmail.com

twitter: @Marco_Cerdio

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