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Octubre 2023

AURA AYAR* (FRAGMENTO). Lilia Ávalos

 

VII

Deseo cumplido

 

Todos mis amigos llevaban lonche a la escuela y yo tenía $1.50 con lo que compraba un taquito de canasta o una dona de chocolate. Decía mi abuela que lo que yo sentía era envidia de la buena, pero no podía contener mi saliva ante los hotcakes en forma de cabeza de Micky Mouse, las uvas verdes lavadas y separadas del racimo, los sándwiches de tres pisos, la fruta con yogurt y granola, los hotdogs con tocino, las tortas de jamón y aguacate…

Un día le dije a mi madre que no entendía por qué mis amigos sí llevaban lonche y yo no. Me dijo que eso ocurría porque yo desayunaba en casa. Al día siguiente, llegué al salón con la consigna de preguntar a mis compañeros si además del lonche que llevaban a la escuela, también desayunaban en su casa. Me dijeron que sí y a madre no le quedó más que prometer que al día siguiente yo tendría el mío.

Mi estómago ya gruñía cuando sonó el timbre del recreo, ¿qué me habría preparado mamá? ¿Una minihamburguesa, quesadillas en tortilla de harina, perlas de melón?

—Voy por mi lonche y las alcanzo —les dije a mis amigas para que vieran que ya era parte su cofradía.

Nada extraordinario, una torta mal envuelta en una servilleta dentro de una bolsita transparente de reúso. Tenía mi lonche y sonreía feliz. Quité la servilleta y la bolsa hasta la mitad de la torta, como había aprendido que se hacía en los años de ver hacerlo a los demás. Mordí la torta sabiéndome cuidada y querida por mi mamá como el resto de los niños de la escuela.

Sentirme parte de esta comunidad duró muy poco, las lágrimas comenzaron a brotar de mis ojos; era asco, uno terrible que me hizo devolver la torta mordida a la bolsa. Mi madre me había preparado de lonche una torta de huevo revuelto con cebolla picada. No sé de dónde venía mi repulsión, pero cada vez que mordía cebolla, aunque fuera un pedacito, mis ojos se ponían rojos y comenzaban a producir lágrimas de asco. La primera vez que me pasó todavía iba en el jardín de niños, madre me obligó a tragar el bocado y terminé vomitando.

Después, cada que esa textura y sabor aborrecidos se las ingeniaban para llegar a mi comida, debía ir al bote de basura a vaciar mi boca.

—Tal vez esto tenga arreglo —me dije tratando de no dar por arruinado el momento. Pero no, no lo tenía. Aun cuando intenté quitar los pedacitos de cebolla, eran tan pequeños y transparentes que cuando creí que ya los había quitado todos, di otra mordida para darme cuenta que no, que ahí seguían, que estarían presentes para siempre.

La segunda mordida volvió a llenar de lágrimas contenidas a mis ojos, pero esta vez se debían a la certeza de que en este recreo estaba todavía más sola que antes, cuando sólo tenía $1.50. Me levanté del círculo en el suelo donde estaba sentada con mis amigas, antes de que se percataran de que lloraba. Fui a mi mochila y puse aquello hasta el fondo de mis libros. Mi estómago seguía rugiendo.

Durante días no supe qué hacer. Divagaba entre tirar la torta a la basura o comerla, pero no podía hacer ninguna de estas dos cosas, como tampoco pude decirle nada a mi madre más que agradecerle:

—Muchas gracias, mami, estuvo muy rico, pero siempre tuviste razón, como yo desayuno en casa, lo mejor es que ya no me prepares lonche… Nunca.

La torta seguía detrás de Historia de México, bajo mis colores Mapita, al lado de citatorios y tablas de multiplicar olvidadas, sin tocar el libro de Lecturas. Todos los días arreglaba con muchísimo cuidado los libros en mi mochila, vigilando que la torta no se saliera ni fuera vista. Cada que sacaba o metía una libreta, la veía como recordatorio de mi asco y mi vergüenza. Cada timbre para salir al recreo estuve dispuesta a comerla, pero el solo recuerdo del asco me hacía desistir.

No sé cuántos días pasaron, pero esta vez la decisión no cesó. Sonó el timbre, saqué la torta de la mochila, suspiré y la abrí para comerla. El bolillo estaba lleno de manchas redondas que oscilaban entre el verde, el azul y el blanco. Ningún asco previo se comparó a lo que viví en ese momento. El terror que sentí me hizo inspeccionar los hongos detenidamente.

Cuando pude reaccionar, me acerqué a un bote de basura y tiré mi lonche para siempre. Después todo, después de tanto, esa torta terminó en la basura. Después de mi angustia, de mi asco, de lo difícil que fue tomar una decisión. Después de todo lo que quise evitar desperdiciarla. Pero sobre todo, lo que queda en mi memoria es la manera en que terminó uno de mis más queridos y profundos deseos de infancia. Uno que al menos se hizo realidad.

 

* Editorial Fondo Blanco, 2021. Novela ganadora del Premio Dolores Castro 2020 en narrativa.

 

 

© All rights reserved Lilia Ávalos

 

Lilia Ávalos (San Luis Potosí, México, 1989) es narradora, ensayista e investigadora literaria. Premio de Literatura Dolores Castro 2020 con la novela Aura Ayar. Ganadora del Certamen Nacional de Ensayo Humanismo y Sociedad 2022 con La sirena cibernética. Oralidad y escritura en la era del mainstream. Seleccionada en el Tercer Programa de Tutoría en Novela convocado por Literatura UNAM en 2023. Becaria del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (FONCA) para ensayo creativo en la categoría jóvenes creadores (2020-2021). Mención honorífica en el Tercer Concurso de Literatura para Niños Menores de Cinco Años (2022) con Manos parlantes publicado en la colección Terra Monstra de la Secretaría de Cultura del Gobierno Federal de México. Participa con el cuento “Prioridad de muerte” en la antología Materna (editorial Fondo Blanco), reconocida por la Cámara Nacional de la Industria Editorial de México como mejor libro del año 2022. Es Doctora en Literatura Hispánica por El Colegio de San Luis y especialista en literatura de tradición oral. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores (SNI) desde 2022.

 

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