saltar al contenido
  • Miami
  • Barcelona
  • Caracas
  • Habana
  • Buenos Aires
  • Mexico

Septiembre 2025

EL ARTE DE DESAPARECER: La Postal, de Mariela Dabbah. Elidio La Torre Lagares

No sabría decir con certeza si la novela La postal, de Mariela Dabbah, empieza en un domingo cualquiera o en un tiempo sin tiempo. Un domingo en apariencia trivial —la taza de café, la rutina matrimonial, el periódico desplegado— y, sin embargo, en medio de ese orden previsible, rutinario, la irrupción de una frase anónima en una página de internet trastoca el orden de la memoria dormida, la memoria involuntaria de la que hablaba Proust, y que despierta al leer un mensaje en PostSecret.com, un mensaje que resquebraja la certeza de una muerte, la de Lara, la hermana gemela que todos habían dado por perdida el 11 de septiembre de 2001.

En La postal, la memoria revive ese día con un hallazgo que enuncia con el tono de un secreto compartido con el vacío: «Todos los que me conocían antes del 11 de septiembre creen que estoy muerta».

Y de pronto, lo que se había vivido como duelo se convierte en sospecha, en posibilidad remota de una desaparición elegida, en el fantasma de una vida paralela. Es ahí donde la narración se despliega como un largo soliloquio: la voz de April, la hermana que quedó, que sobrevive con la pesada carga de una mitad amputada. Y en ese tono, íntimo y dubitativo de la pérdida, bordea las afirmaciones con suposiciones, con condicionales que se desdoblan en preguntas: «¿y si…?, ¿y si en realidad…?».

La novela está atravesada por ese ritmo de conjeturas, por la textura misma de la incertidumbre. Sin embargo, no se trata solo de un enigma narrativo, de un posible giro detectivesco en torno a la supervivencia de Lara. La novela, más bien, está atravesada por la pregunta de qué significa vivir bajo la sombra de un secreto, bajo la sospecha de que la verdad conocida tal vez no lo sea.

Ese secreto es como la propia «postal»: una imagen granulada, de las torres en llamas, y encima, una frase breve que no afirma ni desmiente nada, apenas insinúa. Lo que importa no es la certeza sino la perturbación que produce.

La postal anónima reanima una memoria que parecía clausurada, y April recuerda aquellas conversaciones de adolescencia con su hermana, donde un día le dijo: «Ojalá pudiera desaparecer».

La frase que, en su momento, parecería típica de jovencitas, mero juego verbal, pero que a la luz de la tragedia adquiere un peso insoportable.

La postal es la ausencia de la hermana, no como un vacío sino como presencia inquietante, un hueco que define todo lo que queda. April no vive tanto en compañía de los vivos como en la compañía espectral de Lara, que la acompaña en los recuerdos, en las fotos, en los pactos infantiles de simetría y duplicación.

Y así, la novela se convierte en la historia de alguien que intenta ser uno cuando ha sido siempre dos, alguien que trata de sostenerse con la mitad de sí misma desaparecida.

Persiste, también, e inevitablemente, el trasfondo del 11 de septiembre de 2001.

Esos días en que el tiempo se detuvo, en que la televisión repetía las imágenes como si quisiera tatuarlas en la retina colectiva. Quienes estuvimos vivos aquel día, aunque no hubiésemos perdido a nadie, lo llevamos inscrito como una marca difícil de borrar. Recordamos con precisión impropia de la memoria corriente dónde nos hallábamos, en qué estábamos ocupados, incluso qué pensamiento irrumpió primero en medio de la incredulidad. El golpe, sí, y después el pavor. Yo pensé en mi hija, como si de pronto todo lo demás quedara suspendido, como si sólo cupiera ese temor instantáneo.

Fue Néstor Barreto, el poeta, quien me telefoneó para dar la alarma, con un mandato insólito y casi irreal: «Busca CNN». Apenas me acomodaba en mi oficina de la editorial universitaria en Río Piedras, cuando frente a la pantalla, todavía torpe con el desorden de mis papeles, vi la imagen de la primera torre ardiendo, sin imaginarme que aquel instante no iba a concluir jamás.

La novela nos recuerda que lo histórico no se vive en abstracto sino en la carne de lo que perdimos, que puede ser un ser querido igual que puede ser la inocencia.

No se trata solo de ruinas arquitectónicas, sino de los cuerpos que no se encontraron, de los padres devastados que dejaron de hablar y se comunicaban apenas con gestos. Como confiesa April: «Fue una devastación en múltiples niveles —no solo por la pérdida de su hija, sino porque yo había perdido a mi gemela… Lo desamarrada que me había quedado, cómo todo había dejado de tener sentido de un minuto al otro».

En La postal, Dabbah consigue algo difícil: no narra el 11-S como acontecimiento global, sino como catástrofe íntima que marca el origen de un matrimonio, la disolución de una identidad, la sospecha de una huida.

El tiempo es tramposo: lo que creemos pasado vuelve una y otra vez, y nada se archiva del todo. Aquí el pasado no es algo concluido, sino una corriente subterránea que vuelve al menor contacto.

La novela también ofrece, en contrapunto, un retrato descarnado de la vida matrimonial. April y Mark, unidos por la herida, sostienen una convivencia que ha perdido la chispa erótica y que se reduce, en gran parte, a la complicidad silenciosa de quienes saben cuidarse mutuamente. No hay melodrama en esa relación, sino la constatación sobria de lo difícil que es mantener vivo un matrimonio cuando se lo funda en el duelo. April lo dice con crudeza: «Mantener vivo un matrimonio después de 15 años debe ser una de las cosas más difíciles de la vida… ¿Quizás nos habíamos aburrido?».

Y sin embargo, entre ambos se teje una forma de ternura, de refugio contra el vacío.

En un pasaje memorable, April compara su vida después de Lara con un juego de Legos incompleto: «Resulta que cuando has vivido como parte de un par toda tu vida y una mitad desaparece, es imposible volver a presentarte como una persona entera. Me sentía una impostora posando como alguien completo, incapaz de reconstruirme».

Esa metáfora resume la dimensión psicológica y existencial de la novela. La vida de April no es solo la de una mujer marcada por una tragedia, sino la de alguien que encarna la pregunta de si puede existir un yo sin el otro que lo constituía. La gemelidad es aquí metáfora de la identidad escindida, pero también del carácter relacional de todo sujeto: ninguno de nosotros es sin el otro, ninguno se basta en soledad.

La prosa de Dabbah se detiene en detalles concretos —las rutinas, los objetos, los silencios— para mostrar cómo la ausencia se cuela en lo cotidiano, en la manera que lo mínimo, lo aparentemente banal, se carga de significación. Una taza de café, una foto olvidada, una palabra leída en la pantalla: todo se convierte en un signo del vacío, en un recordatorio de lo que falta.

A medida que avanza la novela, April oscila entre la obsesión y la resignación, entre la idea de que su hermana desapareció a propósito y la certeza de que todo es apenas un espejismo. Esa oscilación es el motor mismo del libro. Y la narradora lo sabe: «Habían pasado casi 20 años desde aquel día fatídico, y era difícil imaginar que ella me hubiera dejado seguir creyendo durante tanto tiempo que estaba muerta si en realidad no lo estaba».

El lector no llega a una resolución tajante, y quizá ahí resida la fuerza de la obra: en aceptar que la verdad, como la postal, es fragmentaria, incompleta, siempre en suspenso.

En última instancia, La postal es un libro sobre la memoria como ficción y sobre la ficción como memoria. No importa tanto si Lara está viva o no, sino cómo April reconstruye su vida a partir de ese vacío. La novela muestra que recordar es inventar, que la memoria se compone de escenas reelaboradas, de pactos infantiles reinterpretados, de palabras que regresan con otro sentido. La memoria no es un archivo fiel, sino un relato que nos contamos para sobrevivir.

Quizás esa sea la lección más íntima que la novela deja: vivir es habitar las dudas, aprender a caminar con la certeza de lo incierto. Al cerrar la novela, hay un eco, una voz que se enreda y se demora, que nunca da por definitiva ninguna conclusión, porque sabe que la verdad es, en el mejor de los casos, una conjetura sostenida.

 

 

 

© All rights reserved Elidio La Torre Lagares

 

 

Elidio La Torre Lagares es poeta, ensayista y narrador. Ha publicado un libro de cuentos, Septiembre (Editorial Cultural, 2000), premiada por el Pen Club de Puerto Rico como uno de los mejores libros de ese año, y dos novelas también premiadas por la misma organización: Historia de un dios pequeño (Plaza Mayor, 2001) y Gracia (Oveja Negra, 2004). Además, ha publicado los siguientes poemarios: Embudo: poemas de fin de siglo (1994), Cuerpos sin sombras (Isla Negra Editores, 1998), Cáliz (2004). El éxito de su poesía se consolida con la publicación de Vicios de construcción (2008), libro que ha gozado del favor crítico y comercial.

En el 2007 recibió el galardón Gran Premio Nuevas Letras, otorgado por la Feria Internacional del Libro de Puerto Rico, y en marzo de 2008 recibió el Primer Premio de Poesía Julia de Burgos, auspiciado por la Fundación Nilita Vientós Gastón, por el libro Ensayo del vuelo.

En la actualidad es profesor de Literatura y Creación Literaria en la Facultad de Humanidades de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras. Ha colaborado con el periódico El Nuevo Día, La Jornada de México y es columnista de la revista de cultura hispanoamericana Otro Lunes.

Deja una respuesta

Su dirección de correo electrónico no será publicada.