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Agosto 2025

Pasos sin huellas, de Fernando Bermúdez de Castro

Fernando Bermúdez de Castro

Pasos sin huellas

Planeta, Barcelona 1973

ISBN: 978-84-32-02148-0

308 páginas

 

 

Javier Úbeda Ibáñez y Jorge Cervera Rebullida

 

 

 

 

En esta ocasión, hemos elegido para compartir nuestras impresiones con ustedes una obra que no es reciente ni está de plena actualidad. Se trata de Pasos sin huellas, de Fernando Bermúdez de Castro, que resultó ganadora del Premio Planeta de Novela en 1958, tiempos pretéritos en los que ser galardonado llevaba aparejada la garantía de calidad, no como en la actualidad, por desgracia.

El premio estaba dotado con 100.000 pesetas y se entregaba en el Hotel Palace de Madrid, donde se daba cita a la flor y nata del mundo social y cultural. El jurado estuvo compuesto por hombres de la talla de Wenceslao Fernández Flórez, Alejandro Núñez Alonso, José María Gironella, Álvaro de Laiglesia, Pedro de Lorenzo, Santiago Lorén y José Manuel Lara Hernández, todos ellos con indiscutible mérito para ejercer de jurado, (de nuevo), no como en la actualidad, por desgracia.

Su autor, nacido en La Coruña (España) y cuya narración tiene algo de autobiográfico, no quiso, por deseo propio, publicar más libros. Crítica y lectores coincidieron en los halagos, pero la familia siempre ha respetado el deseo del autor, que escribió algunos textos más que nunca podremos leer. Una lástima.

Su valor es la simplicidad. Nos deslizamos, igual que hace el protagonista en la inolvidable pista de hielo, por una hermosa y contenida historia de amor, de viajes, de aprendizajes, de amistad y de juventud, de conocimiento de uno mismo, narrada con destreza, con personalísima cadencia. Es muy difícil no pensar en Azorín, en tanto en cuanto el alicantino abogó por redactar con sencillez y sin afectación, aunque Bermúdez de Castro incluye, en esa aparente facilidad, la retranca gallega, que hace posible el humor en los lugares y momentos más inesperados y que arranca más de una carcajada a sus lectores.

La situación geográfica bascula entre Londres y París, dos grandes capitales europeas, aunque, sobre todo en el caso de Londres, se percibe un manifiesto gusto por mostrar sus parques, alguno de sus pueblos cercanos e, incluso, una granja de trabajo, lo que nos aleja, en cierto modo, de escenarios exclusivamente urbanitas. De esta manera, se nos presenta un crisol de personajes, nacionalidades y culturas que han ido a parar a la capital del Támesis por diferentes motivos, principalmente, relacionados con el aprendizaje del idioma y otros más bohemios e informales. La novela está cuajada de energía, risas, bromas y despreocupación, que es lo propio de la juventud, hasta que algunos sucesos van haciendo mella en los antaño alegres corazones.

En lo relativo a los personajes, presentaremos primero a Martín Canel, el protagonista, un estudiante de Económicas gallego, de buen porte y estatura, rubio de ojos azules, es decir, lo opuesto a lo que podríamos suponer de un español de la época. Martín es de buen carácter, risueño, despistado, alguien fiable, de arraigada fe católica. Es el único hombre en una casa de mujeres, pues es huérfano de padre y lo rodean su madre, un poco extravagante, sus hermanas y su tía francesa, de importancia en la trama, dado que ella le enseñó su idioma y eso resultará crucial en la trama. Al tratarse del único varón, lo malcriaron con mimos y cuidados exagerados.

Este hijo de la pequeña burguesía gallega acude a la London School of Economics junto a su amigo Antonio Ordovás, quien es completamente opuesto a Martín, tanto físicamente como en su modo de ser. Una relación así, una vez están ambos fuera de su entorno de provincias, está destinada a que ambos se alejen, lo cual sucederá, principalmente, porque ambos se encaprichan de la misma fémina, una chica noruega muy moderna y divertida, miembro de esa tribu multicultural que se ha reunido en Londres. Atraviesan la historia individuos encantadores y memorables (¡ay, las «dueñas» de Martín, qué mujeres adorables! ¡Ay, el profesor de inglés, Mr. Blyth! ¡Ay, el coronel Novoveski y su sobrino!).

En esta legión de personajes destacan dos: Sebastián Armijo y mademoiselle Huguette de Guenard. A Sebastián («mi discreto y cabal amigo del golfo de Panamá», también apodado «padre de los pobres» o «viejo pirata del istmo»), que arrastra una historia personal dolorosa, lo conocemos al principio, cuando toma a Martín bajo su protección, al verlo perezoso, desmadejado, falto de dirección, francamente irresponsable. Los modales exquisitos y de otra época del panameño, su delicadeza en la exposición de asuntos que considera que hay que tratar y sus decididas exigencias para que Martín sea un hombre de provecho hacen que cualquiera desee que alguien con esa «calidad humana» aparezca en la vida de sus hijos cuando ya deban volar solos.

Intrigado el lector tras haber visto a Martín superar un primer y tontorrón amor que no tenía visos de llegar a buen puerto, ve aparecer a mademoiselle De Guenard, que irrumpe como el epítome de todo lo francés: altiva, supercivilizada, de buena familia, con estudios, con un perfecto dominio de toda situación, con modales intachables, de indudable gusto con la ropa y el perfume… Cualquier lector varón piensa que es una lástima que un personaje de tantas capacidades y tanta perfección no pueda materializarse. Porque enamora. Huguette enamora.

La relación entre Martín y Huguette está llena de momentos de todo tipo: fascinantes, humorísticos, tiernos, de enfado, de peleas, de reconciliaciones, de encuentros y desencuentros, hasta que ambos aceptan que lo suyo es un amor hecho para trascender. Martín la define al principio como «una chica estupenda, letrada en demasía y algo romántica. Y un poco decadente, quizá». En pleno éxtasis amoroso, será para él alguien a quien reprochar «haber despertado en mí encandilamiento tan cochino y dominante». Es inevitable que le confiese «lo enorme de mi simpatía, de mi afecto y camaradería, de mi ternura, de mi pasión y mi amor…». No podemos relatar aquí el final, pero sí podemos decir que es un final que queda grabado a fuego.

Será, en un giro muy tierno, la literatura la que los una. Martín está escribiendo una novela y se lo revela a Huguette. «¿Y qué resultó mi entusiasmo comparado con el de aquella estudiante de Letras, fanáticamente chiflada por todo lo literario? Agua de borrajas […]. No sé cómo diablos sucedió, pero cuando reparé en ello Huguette ya tomaba tanta parte en la novela como su autor».

Respecto a su estilo, lo más remarcable para nosotros son sus memorables diálogos, en particular aquellos en los que hablan Martín y Sebastián o Martín y Huguette. Debido tanto a la acidez, en ciertos momentos, o a la retranca gallega, en otros, se nos presentan aceradas e hirientes respuestas («—Marimacho. —Cretino en celo». «—Imbécil. —Sargentona»), pero también las más bellas declaraciones de amor.

¿Cuáles son los temas? El hallazgo y la pérdida son los que ejercen de muros de carga, sin duda, ya que de ambos se alimenta el aprendizaje de Martín y ambos son los que marcarán su vida. Pese a ello, y apoyado en su fe cristiana, la fe y la esperanza sostendrán también las consecuencias de los quebrantos que sufre. Por supuesto, no podemos obviar que es un viaje de descubrimiento y que se tratan asuntos universales como la amistad y el amor.

La estructura es bimembre (Londres-París). Da comienzo en la ciudad británica, donde contemplaremos la parte más desinhibida, con sucesos inesperados y un ritmo trepidante. La localización parisiense se centra en la gloria del amor correspondido, en esos días en los que todo nos embriaga al poderlo compartir con el ser querido, y parecería que no hay nada más ahí afuera… En la Ciudad de la Luz podemos asistir a la transformación de Huguette («La oruga fría, doctoral y ecuánime de meses atrás se convertía en una crisálida con sensibilidad de sismógrafo»).

La descripción de los escenarios es siempre acertada, y no sólo de estos, sino de los ropajes, los olores y sabores, los sentimientos, etc. Vemos, olemos, tocamos y sentimos lo que el autor desea, así que nos tiene en sus manos y nos introduce con dulzura en cada escena. Particularmente pintorescas son las explicaciones gastronómicas de la comida de las islas que no nos resistimos a reproducir, al menos, mínimamente («Tomamos rosbif sanguinolento con puré de patatas y tostadas de Welsh rabbit, un cocimiento de queso fuerte y sabroso. De postre nos dieron unos flanes, regados con custard, que parecían goma de mascar»).

Pasos sin huellas está escrita con extremo equilibrio para, a pesar de abundar en el dolor, compensarlo con alegría, con humanidad, con compasión y con coraje. Todos los personajes se van quedando para siempre en el fondo del corazón.

Este libro es para nosotros lo que es el hijo más querido de todos para una madre: si tuviera fallos de carácter, se los perdonaríamos; si careciera de talentos, más lo querríamos. Nos ha parecido siempre tan entrañable, tan piadosa y tan cálida que hemos llegado a no recomendarla, ¡porque hemos pensado que la otra persona no merecía leerla! Tan irracional, ya ven, como una madre con su hijo predilecto.

Ahora que ustedes van a hacerse con un ejemplar, sean dignos de la historia del «pasmo de los Canel», Martín. Si nos ven dentro de la novela, por favor, no se lo digan a nadie, guárdennos el secreto.

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