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Abril 2015

TRAMA UNDERDOG. José Armando García

We tell ourselves stories in order to live

Joan Didion “The white Album”

                El niño se descubre diferente(≠). Se siente rechazado por lo que antes le era familiar (∕). Hasta ese momento su vida era plácida e íntegra, se regocijaba en sus propias esferas (○). Ahora se inicia en la incómoda tarea de desear pertenecer a algo que le restaure su completitud (→○). Para ello, se convierte en algo que no es él, algo ajeno pero que asume con ortopedia (⌂). Comienza así a rechazar para no ser él rechazado (∕∕). Claro está, siempre a costa de dejar de ser él. En sus logros descubre el sinsentido, y es así como en el rechazo de cada cual comienza a compartir la miseria de todos (Ω).

                Esta historia, emociones aparte, se escribiría así:

○ ≠ ∕ →○ ⌂ ∕∕ Ω

                Si con ella no nos podemos identificar, es porque requiere que la dejemos en remojo en el líquido de los contenidos para que, una vez rehidratada, florezca como anécdota a la vida. Ni la historia ni la condensación de la historia en algoritmos serán nuevas. La historia nos pertenece a muchos, quizás a un universo de muchos. Y la condensación ya fue exhaustivamente itinerada por los formalistas rusos: aquellos que coagularon en la fábula, la novela y el cuento la lámina de su estructura algorítmica. Los personajes cambian, las vicisitudes varían, los lugares mutan, los temas siempre alegan ser únicos, pero las funciones y secuencias perseveran.

                Fue tal perseverancia la que llevo a Vladimir Propp -prominente teórico formalista ruso- a ir más allá del mero inventario de  los cuentos folklóricos para transparentar una estructura que aplique a toda narrativa: la forma y no el contenido. Para ello había que darse a la tarea de ubicar la “unidad indescomponible de la narración”. Ella la encontró, primero en los motivos -término más bien tomado de otro formalista, Veselovski-, y luego en las funciones -encarnadas decididamente en una serie permutable de personajes, a los efectos, meros agentes de una trama que se desencadena inexorable.

                El principio era implacable: si la acción es sustituible, esto querrá decir que no es indivisible, y por tanto no le pertenece a la forma-estructura. Habría que identificar la función que se traduce en múltiples acciones, a esta Propp la aislaba con un algoritmo inmutable. De tal manera que: “Por función, entendemos la acción de un personaje definida desde el punto de vista de su significación en el desarrollo de la intriga”. En la relevancia que la función tiene en la trama, los motivos son estructurales y los temas circunstanciales. Esto se traduciría en hacer énfasis en la experiencia más que en el sufrimiento de tal experiencia, en el discurso más que en el contenido. Esto es de ayuda a la hora de escuchar lo que se dice en lo que ya estaría dicho.

                En un nivel más bien antropológico, esas funciones devienen mitemas: “una porción irreductible de un mito que se experimenta como verdad al ser vivida cada vez”. Todo aquel que recupera el saber sobre la fechoría que le dio origen, repite la vergüenza de Adán y Eva expulsados del paraíso. Los mitos son didácticos en normalizar las miserias inmanentes en la vida de cada cual, los mitemas son funcionales en hacer de la miseria la norma de todos. Los mitos le otorgan a la contingencia del estar-aquí, el mínimo sentido como para que la vida sea imprescindible, el mitema hace del non-plus-ultra del sentido un imposible. En el testimonio que cada quien da de sí mismo, la secuencia cobra perfecto sentido, el origen permanece, incluso después de la historia contada, como arbitrario. Esa arbitrariedad es precisamente el mitema.

                Los complejos freudianos son otro ejemplo de un mitema: funcionan allí donde la especie humana es precaria, o no puede dar más testimonio. Tienen origen en un trauma que pudo o no ocurrir antes o después de experiencia más traumáticas (o no). Pudo incluso no ocurrir y sin embargo dar origen. Lo importante es que en el testimonio que demos de lo vivido, la historia tenga sentido.

                En el epígrafe de Joan Didion se nos dice que: nos contamos historias a fin de vivir, es decir, primero viene el cuento y luego la vida. Esta vida que vivimos deviene vida en tanto que es susceptible de ser contada, en tanto podemos de algún modo contarla a los otros. Por ella misma, puede que no sea más que un soplo en la plétora de las cosas que pueden o no ocurrir.

                Para Didion, por ejemplo, la romantizada y liberadora década de los sesentas, ni fue tan romántica ni tan liberadora, acoso ni siquiera acabó en 1969 -no al menos en la crónica que ella hace de esta. Porque a fin de cuentas, se trata del cuento que uno se eche de una época, una década, una era, acaso una generación, cortes arbitrarios en aquello que ocurre: “images with no ‘meaning’ beyond their temporary arrangement, not a movie but a cutting-room experience. In what would probably be the middle of my life I wanted still to believe in the narrative and in the narrative’s intelligibility, but to know that one could change the sense with every cut was to begin to perceive the experience as rather more electrical than ethical”. Ese corrientazo del momento que ocurre nomás y que pasa aún sin dar cuento, esa electricidad es muda de palabra aún cuando rápido aprenda hablar la lengua del sentido. De nuevo en palabras de Didion: “We live entirely, especially if we are writers, by the imposition of a narrative line upon disparate images, by the ‘ideas’ with which we have learned to freeze the shifting phantasmagoria which is our actual experience”.

                Si abstemios de narrativas nos animáramos aún a hablar, ¿podríamos decir o hacer al menos algo?

 

Testimonios:

                Todo el mundo dice que vive
sufriendo como nadie más.
Cuéntame una historia original.

Los Prisioneros

 

                Escuchar testimonios se ha convertido en algo habitual en nuestros lugares de trabajo. En mi experiencia, he escuchado múltiples testimonios, pero no hablo precisamente de aquellas historias que uno escucha en sesión -estas son más improvisaciones que devienen apenas en alguna forma de relato, siempre precario, siempre acortado. Me refiero a testimonios del descontento humano que uno escucha en entrenamientos, seminarios, congresos, etc. Son piezas previamente elaboradas que testifican por lo que alguien ha pasado.

                Como suele suceder con cualquier género, hay piezas de piezas. Yo en lo particular, encuentro aquellas muy inspiradas y dramáticas dignas de una observación mucho más detallada, suspiro y  lágrima aparte.

                En los EEUU, la práctica de dar testimonio es muy difundida en iglesias carismáticas, pero se ha esparcido al mundo de los motivational speakers e incluso al mundo clínico profesional: empleadores de toda índole consideran que exponer a sus empleados a estos testimonios les da una perspectiva más empática del dolor humano -y en buena medida, es lo justo.

                En uno de los entrenamientos que tuve la oportunidad de asistir, un joven gay relataba la sucesión de su miseria de prefacio a colofón. Su historia era realmente estremecedora, pero lo que yo encontraba más estremecedor aún era el hecho de que su miseria no distaba mucho de otras que ya yo había escuchado: la joven inmigrante de 16 años, rechazada por sus pares, a la que no le quedo otro destino que convertirse en una máscara tiesa como el yeso ante el dolor que la rodeaba; o aquella otra del joven afroamericano que crecía sin figura paterna y se entregaba a la única forma de familia que conocía en un vecindario dominado por bandas callejeras violentas; o el chico latino cuyo sobrepeso lo hacía diana de insultos en la escuela, paro luego pagar su mala hora devorándose todo el refrigerador en casa. Ya por lo común a todos, estas historias preservan su anonimato.

                Claro que los entrenamientos -más en el contexto de las agencias de salud mental- tienen por fin prevenir estas miserias. Sin embargo, algo siempre falla como para que la ayuda llegue tarde cada vez, cuando la historia es ya historia contada. Pero sucede que no solo se cuenta para inefablemente creérsela, sino que se cuenta mil y una veces por tantas Scheherezades como victimarios haya -y hay millones, como para que la historia sea no ya de mil y una, sino la de nunca acabar. Lo que las estadísticas preventivas no cuentan es que el dolor siempre es dolor infligido, por un perpetrador escurridizo que reparte una miseria inmemorial: el bravucón de la escuela es víctima a su vez de un padre abusivo que proviene de una larga familia de padres abusivos que pasaron por miserias bíblicas  y arrastran su dolor hasta para-siempre-jamás -ya desalienta el pronunciar esta frase.

                De ser rechazado a rechazar la historia no es particularmente especial, aun cuando se cuente con las ansias de quien ha descubierto el agua tibia. Es en los modos que nuestra miseria cobra singularidad, en el tono que olvidamos agregarle a una frase, en el motivo que no deliberó. En lo que falla y no corresponde yace entonces una historia que, aún no escrita, se pronuncia. Los testimonios, para este fin, siempre tienen la coherencia de la inspiración que inflige el coach al boxeador en la esquina, no es sino hasta el izquierdazo imprevisto que se ven estrellitas aleatorias en los que parecía una perfecta constelación.

Underdog eat underdog:

 

                En ser el lobo de otro hombre, a un hombre se le puede ir una vida de perros. Nada hace correr más la bola de la violencia que la inercia de víctimas contra otras víctimas, esclavos contra otros esclavos, al punto que nada es tan amo como esa inercia sin principio ni fin. La pregunta será: ¿cómo en un mundo de todos víctimas, alguien puede perpetrar algo? En todo caso, en un mundo de todos víctimas por el hecho de no haber perpetrador, eso haría a todos más cómplices que inmolados.

                Un año atrás, un reportaje australiano captó mi atención, no tanto por su tema como por su desenlace. Como tantos otros reportajes en una era de desmanes, este se ocupaba del complicado asunto del bullying en las escuelas. Si bien todos nos la hemos visto con algún bravucón en el pasado, menos son los que se animan a recordarse bravucones ellos mismos.

                Lo peculiar de este reportaje es que comienza con el video de un “sometido” tomando acciones en sus propias manos, y usando la fuerza del bravucón en un acto contundente de bravura. Hasta aquí la historia tiene toda la descarga pertinente de la justicia revanchista, es decir, la realización de una sentencia primitiva que paga ojos con ojos sin que un tercero se tome el tiempo de observar (más bien, se tiene en video para bálsamo de las masas). Cuando ya el mundo declara que se ha hecho finalmente justicia -de nuevo, la justicia de la espada, no la de la balanza-, un reportaje de seguimiento revela que la víctima era también el victimario, y viceversa. El victimario resume con estas palabras un desplazamiento de la violencia que serpentea más de lo que apunta: “It’s kind of crazy that you hate feeling that way so much, and then you do it to someone else” -se refiere a sentirse sometido por otro, a hacer a otro sentir un sufrimiento que, solo infligido, encuentra lenitivo.

                La historia se repite por tantas víctimas como alivios haya. El dolor que infligimos en otros es nuestro aliciente. El problema está en que la historia comienza en el dolor pero no acaba en ningún sufrimiento. Por el contrario, nuestro encarnado sufrimiento nos encuentra tan únicos que el de los demás parecen meras generalidades.

                Tan fascinados como podamos estar con ser ese underdog que franquea sus adversidades, esas adversidades, más frecuentemente que no, tienen nombres en los otros. A tal cumbre de victoria, puede que nos lleve una escalinata de cabezas pisoteadas.

                Nuestra tan profesa fascinación por el underdog, nos hace omitir que el Rocky ganador de las segundas partes haya perdido tanto antes de ser Rocky.

 

Los varaderos de la resignación:

 

                Resignación no es una palabra que se pronuncie fácil en nuestra era de rupturas y voluntad. A lo sumo escuchamos sus eufemismos, con frecuentes connotaciones peyorativas: aceptación, pasividad, conformismo, aguante, indolencia, rendición. A los ojos de la modernidad, somos dueños de nuestra historia y nuestro destino. De hecho, los manuales de autoayuda con frecuencia aplanan estas instancias: lo que has sufrido es lo que puedes dejar de sufrir -poniendo sustantivo acento en el verbo “poder”. Con esto contribuyeron ampliamente nuestras vanguardias -las políticas y las artísticas- reforzando un ideal en el que la voluntad humana -y científica- expropia lo que se le ha robado al hombre bajo la égida de la religión, régimen político, sistema desfavorable de clases económicas, ideología dominante o simplemente esa entelequia de las culpas impuestas: la sociedad. Para las vanguardias el principio de la historia era la ruptura, y el destino: el triunfo de la voluntad (muy apropósito de aquel título del documental Nazi). “Estar a la vanguardia” es sinónimo de ser dueño de nuestras propias acciones y expropiarle el futuro a los medios de producción del presente.

                Pero la historia de ese futuro ha sido distinta: hemos hipotecado nuestro porvenir en favor de un presente que nunca llega. Para cuando saldemos nuestras cuentas, no nos quedará porvenir.

                Confieso que al elegir el título de esta sección, enfrenté una dura diatriba: la palabra “resignación” solo se elige si resignado. Esta cargada de ese tufo religioso que la modernidad secular ha desodorizado tanto y tan extensivamente que ya hemos deshabilitado todo olfato. Pero retorna e insiste, con la presencia de ese sudor nervioso que, lejos de amilanarse, los perfumes acentúan. De ahí su varadero.

                La cuestión es, si en los libretos de nuestra cultura -y no aquellos a los que advenimos en la Historia escrita- esta sellado ya nuestros destinos, ¿para qué ponerse en guardia?, ¿contra quién?, ¿contra qué? Aquí es oportuno recordar que “re-signación” dice literalmente: volver a señalar o significar algo -en general, adverso. Algo que venía tan lleno de significado cede, la secuencia de la historia se disuelve en el caos del porvenir. Lo que llevaba un orden, se desvanece y tienen que volver a ser escrito, quizás nunca más pueda ser contado si nos ocupamos de andadas en la ocurrencia. La resignación ciertamente es esa tole rancia que tanto menoscaba nuestro afán de acto, pero para alguien como Simone Weil, por ejemplo, esa pasividad es solo la antesala de una obediencia impenitente al vacío. Lo que enerva de la resignación es su desidia frente a lo que ya es. Weil reclama para sí: si lo que es está y permanece vacío, ¿por qué ser apático a ello? ¿Por qué no acogerlo con brazos abiertos? En tal sentido, Simone Weil dio testimonio más de la historia de lo que le pasará y no ya de lo que le pasó. Porque lo que pasará siempre insistirá aún cuando nuestros empeños sean los adversos. Incluso si lo que pasara fuese la muerte, esta será porque insiste. A este respecto, es decir, respecto a lo que nos depara, la historia siempre ha sido la misma: desaire más desaire menos, lo real siempre paga mal. Pero paga mal precisamente cuando intentamos contarlo, porque lo que es lo habrá y lo hubo, sin más ni más. En realidad, nuestras propias adversidades son aquellas corrientes a la que oponemos salmónicamente fuerzas, decididos a perder la cabeza por todo lo contrario: lo que está a nuestros pies y habrá que caminar sin camino.

                Lo que crispa de la resignación es también que percibe en frente más la adversidad que el designio, aun cuando la designación esté más cerca que el obstáculo. Si tan solo cediéramos en nuestro afán de hacer historia de nuestro futuro, ese vacío se presentaría iletrado y vasto: luego podríamos escribir algo distinto a nuestras anécdotas y testimonios.

                Hay dos escrituras entonces: antes del resignio esta la escritura de la historia -toda plena de sentido y secuencia-, después: la escritura del designio, que es aquel saber que se acepta en la ocurrencia, y que se escribe a caballo entre el presente y el porvenir. Es, por tanto, una escritura llena de ilaciones al ser ejecutada siempre sobre hiatos. De tal manera que, de cara al pasado habrá hilaciones, y de cara a la ocurrencia hay ilación -en un saber siempre comprometido por lo incierto.

                Dice la canción de la banda Girls: “Who wants something real/we could have nothing/why not just give up/who wants to try/let go of the wheel/turn your ass over/come on take it/it’s a simple ride”. Antes de precipitarnos en desesperanzas, antes incluso de apresurarnos en la retahíla de protocolos a ser activados ante el prospecto de alguien que represente un peligro inminente para sí mismo, es menester plantearnos algo más consistente con toda ley termodinámica: en gran escala, el universo ya nos encarrila a algo que no está en nuestros planes -sean estos los de quitarnos la vida o permanecer vivos. El punto que se precisa aquí es que para decir esto, hay que escribirlo, pero no es la escritura de una epopeya, es la escritura lírica de una canción que se nos pega incluso antes incluso de ser entendida.

Firma vs. nombre:

                Una firma es aquel trazo arbitrario que alguien más podría autentificar pero que solo el autor puede leer. Mientras los nombres en letra de imprenta cualquiera lee, una firma se reserva el gesto en la mano. Hay poco que leer en una firma. El nombre te lo dan, te lo han dado, te lo dieron; la firma se forja a puño y con una letra que podrán leer.

                Suponiendo que el universo es todo lo que hay -lo que lo hace más diverso que unívoco- y nuestra existencia poco más que un trazo sobre la arena -de aquí, la firma y no el nombre-, esto importa tanto como un número frente al conjunto infinito de sus pares -importa nada y todo a un tiempo, al menos es ese el lugar que Pascal otorga al hombre, pendiendo entre lo que es por siempre y lo que nunca fue: “¿Qué es el hombre? No es más que una nada respecto al infinito, un todo respecto a la nada, un punto medio entre la nada y el todo, infinitamente alejado de poder comprender los extremos. El fin de las cosas y sus principios le están invenciblemente escondidos en un impenetrable secreto, igualmente incapaz de ver la nada de la que es sacado y el infinito por el que es engullido”. Es respecto a la nada y el infinito que el hombre es: lo mismo que en el número más ahíto residen todas las serie de los números que le preceden y faltan todos los porvenir.  El infinito es todos los unos que en él hay. Es por ello que este firma el conjunto en el colofón de sus iguales. Claro que se arroja pronto la cuestión del valor, pero respecto a los extremos velados esto poco importa, lo que importan es quién firma. Un testamento incluye el inventario del patrimonio de alguien, pero es la firma de ese alguien que lo hace valedero y le otorga valor a sus bienes en tanto transferibles. Esta es toda la dignidad que podemos reclamarle a las inclemencias de la muerte igualitaria, esa que cobra aún sin haber adeudado, aún cuando cerremos una vida en superávit.

                Pero de ser un número el hombre, es un número al fin -y desde el principio. Aún si fuese cero, tiene un valor, aún nada tiene un peso. La dignidad de la existencia reside en ese peso frente a lo infinitamente ingrávido. Hay gravedad porque todo cae, pero el que algo caiga no le resta peso.

© All rights reserved José Armando García

Jose Armando GarciaJosé Armando García  (Abril, 1976) Originario de Venezuela. Vive en Miami, Florida desde el 2004. Sociólogo de profesión y psicoanalista de oficio, con un posgrado de Trabajo Social Clínico. Asociado activo en la Nueva Escuela Lacaniana. Más interesado en el barroco de Baltasar Gracián que en cualquier tendencia contemporánea. También las épocas son injustas con aquellos que nacen a destiempo.

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