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Junio 2025

EL SILENCIO DESPUÉS. Orlando J. Addison

El padre Antonio Bennett se pasó la mano por la mandíbula; la loción para después de afeitar flotaba en el aire cálido como un recuerdo. A la luz tenue del baño, su reflejo le devolvía la mirada, ojos con ojeras, las canas entrelazadas en el negro del cabello, enredadas tal hiedra que se aferra a la piedra. Familiar. Desvaneciéndose.

Abrochó la camisa. Colocó el alzacuello blanco, que presionaba suavemente su garganta, símbolo de vocación, y a veces, de restricción. Se puso la chaqueta negra, más pesada que ayer.

Exhaló, con las palmas apoyadas en el lavabo de mármol.

Otro funeral. Otro regreso al polvo. Había estado frente a la tumba de jóvenes y ancianos. Había hablado por los fieles y los caídos. Pero hoy, algo lo apretaba. No era pena. Ni temor. Era algo más callado. Algo inconcluso.

Sacudió el pensamiento, tomó el Libro de Oración Común y salió a la mañana.

Al otro lado de la calle, la iglesia San Martín de Porres se alzaba en silencio bajo la luz del amanecer. El cielo estaba teñido de coral y dorado quemado, pintando las aceras agrietadas y las enredaderas que trepaban por los muros de la iglesia. El aire traía el zumbido de los campos más allá de la ciudad, tomates madurando, espaldas dobladas en trabajo, sudor brillando con el resplandor aceitoso que deja el sol sobre la piel.

Dentro del santuario, lirios frescos en el altar, aún perlados de rocío. Las velas esperaban sin encender. El aire vomitado por el acondicionador arrastraba consigo el aliento del santuario, impregnado de algo sin nombre, frío y persistente, que no solo ahuyentaba el calor, sino que dejaba una inquietud suspendida en el ambiente.

Entonces llegó el ataúd.

Entraron los acólitos. Luego los portadores, que lo levantaron y lo cubrieron con una tela blanca, último gesto de gracia de quienes nunca conocieron su risa.

El padre Antonio dio un paso al frente.

―Con fe en Jesucristo, recibimos el cuerpo de nuestra hermana Jahlani para su entierro…

Su voz llenó el espacio, firme y solemne. El coro siguió. Luego el ataúd.

Pero su mente vagaba, no hacia el altar, sino al cuarto de hospital. A un susurro. Una mano. Una pregunta sin respuesta.

Tengo que decirle algo. Es muy importante.

***

Estaba viva la última vez que la vio.

Su tía, Sharon Simmons, lo había detenido después del servicio del domingo.

—Mi sobrina… no le queda mucho tiempo.

―La visitaré mañana.

Y lo hizo. Bajo el sol cruel de Florida, manejó hasta el hospital, donde el aire acondicionado zumbaba como respiración lejana y todo olía a químicos y espera. Tomó el ascensor solo. Cada piso pasaba al ritmo implacable de una cuenta regresiva.

El cuarto 523 tenía la quietud de lo sagrado y lo arruinado. El antiséptico peleaba con el olor de flores marchitas. El suero goteaba, marcando el tiempo con la paciencia cruel de un reloj olvidado.

Ella yacía pequeña bajo las sábanas blancas, delgada hasta los huesos, el cuero cabelludo con parches, la piel tensa. Las manos temblaban incluso en reposo. Fuera, las palmas se mecían contra un cielo demasiado azul, demasiado cruel.

El televisor seguía encendido, sin sonido. Noticias. Clima. Tonterías alegres que no significaban nada ante la muerte.

Él se quedó en la puerta. Luego tocó.

—Pase ―, dijo ella, con voz débil pero decidida, como si cada palabra le costara, pero no pensara ceder. Entró.

—Hola, Jahlani. Soy el padre Antonio. Tu tía me pidió que viniera. ¿Cómo estás?

―Bien —, mintió. Él sonrió con suavidad.

― ¿En qué piensas?

Ella lo miró. De verdad lo miró.

—Me alegra que viniera ―, dijo. —Tengo que decirle algo. Es muy importante.

Él se inclinó. Sintió el peso de sus palabras formándose, con la fuerza contenida de una ola a punto de romper. Pero entonces se abrió la puerta. Entró su padre, Benton Smith. Su rostro estaba endurecido por el cansancio, pero sus ojos brillaban con algo roto.

―Soy el padre Antonio —, dijo él.

―Mucho gusto —. Se estrecharon la mano.

Antonio dudó. Pudo haberle pedido que continuara. Pudo haber dicho: ¿Qué querías decirme? Pero ganó la rutina. Ganó el protocolo. Así que se hizo a un lado, dio espacio, y la vio retirarse al silencio.

Benton se sentó a su lado.

―Te traje empanadas—. Sus dedos se movieron. Él le sostuvo la mano.

―Volveré mañana —. Murmuró el padre Antonio. Ella asintió.

 ―Le voy a llamar—, dijo Jahlani.

Pidió su número. Él se lo dio. Ella llamó, y su celular vibró: Número desconocido.

―Soy yo —, susurró. ―Para que sepa cuando lo llame.

El padre Antonio guardó su nombre.

Afuera, el sol ardía con indiferencia.

***

De regreso en la rectoría, miró la llamada perdida. Sin mensaje. Sin número. Solo la vibración de algo inconcluso.
Tocó “Llamar”. Sonó dos veces, luego silencio.
Había escuchado esas palabras antes, de gente al borde. Tengo que decirle algo. Pero esta vez, se le quedó clavada.

Esa noche, soñó con lirios convirtiéndose en ceniza en sus manos. El altar parpadeando, sombras cruzando detrás de él mientras predicaba. Viento frío en un cuarto cerrado.
Despertó sin aliento.

Al día siguiente, preparó la iglesia, hizo café, esperó. El teléfono inmóvil.
Se dijo que aún había tiempo.

Entonces sonó.
—¿Aló?
Una pausa. Al otro lado, la voz de Sharon. El pecho se le hundió.
—Lo siento mucho ―, susurró.
—Ella estaba lista ―, dijo ella, aunque la voz se le quebró. —Aunque nosotros no.
―No estuvo sola. Sabía que era amada.

Silencio. Luego.
—Quiso decirme algo ―, dijo él. —Creo que confiaba en mí. Y la fallé.

Temía saber ya la verdad. Un secreto. Una confesión. Algo que su familia no creería. Algo que la rompía por dentro.

***

Esa tarde, la funeraria olía a rosas y silencio. Las velas titilaban. El ataúd brillaba.
Dentro, Jahlani vestía de blanco, serena, irreal. Una cruz dorada en el cuello. El celular entre sus manos cruzadas.

Abrió el Libro de Oración Común.
―Vengan a mí, todos los que están cansados…
Una tos rompió el silencio. Luego sollozos. Luego los himnos.

El padre Antonio dio la bendición final, con voz baja y medida. Después, se quedó. Manos entrelazadas. Mirada al suelo. El duelo asentándose como polvo en las esquinas. Ofreció palabras suaves a los de mirada vacía, tocó hombros temblorosos, asintió a los que no sabían qué necesitaban y no lo dirían.
Habló con Benton, cuyo silencio parecía tallado en piedra, y con otros cuya fe se aferraba al rito como el aliento al vidrio.

Entonces Sharon lo detuvo antes de que pudiera desaparecer en la noche.
—Ella cargaba algo ―, dijo, con voz baja y áspera. —Algo que nunca le permitieron decir. Su padre, no le creyó. No sé qué era. Pero vivía en ella. Pesado. Por mucho tiempo. Y creo… que quería soltarlo antes de irse.

El aliento del padre Antonio se cortó. El alzacuello se apretó, el lazo invisible que hasta ahora no había notado.
―Lo intentó —, susurró. ―Y no la dejé.

***

En el cementerio, el calor subía con la densidad del dolor. Las familias se dividieron, la de su madre a un lado, la de Benton al otro. Años de heridas flotaban en el aire, difusas, arrastrándose con la levedad del humo.

El padre Antonio leyó:
—Con la esperanza segura y cierta de la resurrección…

― ¡Esperen! —gritó su madre. ― ¡Quiero verla otra vez!
—No ―, cortó Benton. —Debe descansar.
― ¡Tú no decides eso!

El duelo estalló, las palabras se hicieron puños. Lirios aplastados bajo los zapatos. Una peluca voló. La rabia se mezcló con el luto.
—¡Basta! ―gritó el padre Antonio, su voz perdida entre el ruido.

Finalmente, volvió el silencio. El ataúd bajó. Luego la tierra. Luego pétalos. Se quedó cuando todos se fueron.

Ella había querido hablar.
Ahora, nunca lo haría.

***

Más tarde, en la carroza fúnebre, el aire se cerraba.
El conductor lo miró.

—Los funerales sacan cosas. La gente se pierde.
El padre Antonio asintió. Pero por dentro, algo temblaba. Había llevado el alzacuello por años. Consolado a los dolientes. Enterrado a los perdidos. Pero esto, esto era distinto. Un silencio que él permitió. Una verdad que no supo cargar.

Entonces… vibró su celular.
Jahlani.
Se quedó mirando, los ojos desorbitados, parpadeando apenas, la respiración suspendida. Por un instante, el tiempo pareció detenerse.
No contestó.

Minutos más tarde, escuchó. Un mensaje de voz. Estática.
Luego: Padre Antonio.

Lo reprodujo otra vez. Un susurro, a medio formar. Casi una palabra.

No había terminado de escuchar cuando volvió a vibrar.
Sin número. Solo: Tengo que decirle algo.

Afuera, la ciudad seguía, tráfico, sol, vidas sin saber. Dentro del auto, el padre Antonio no se movía.

Ella lo había buscado desde el umbral de la muerte.
Y él no respondió.

Pero lo haría.
Tenía que hacerlo.

© All rights reserved Orlando J. Addison

Orlando J. Addison es sacerdote episcopal, escritor aclamado y un defensor incansable de la identidad y el legado afrolatino. Nacido en la ciudad portuaria de Tela, Honduras, y hoy ciudadano estadounidense, ha dedicado su vida a entrelazar la fe, la palabra escrita y la justicia social en una misión transformadora que trasciende fronteras.

Fundador de la Cumbre de Excelencia del Patrimonio Afrolatino y del movimiento Diversidad Racial Importa, Addison ha sido una voz clave en la visibilidad de las contribuciones afrolatinas en Estados Unidos y América Latina. Su compromiso le ha valido reconocimientos prestigiosos, entre ellos el International Latino Book Award, un homenaje honorífico por parte de la Universidad Pedagógica Nacional de San Pedro Sula por su impacto literario, y el Lifetime Achievement Award de la Casa Blanca, otorgado por el presidente Joe Biden.

Autor prolífico y comprometido, debutó con la novela Happy Land, Tierra de Infierno en 1995. En 2015 publicó Night Was Afraid to Fall / La Noche Tuvo Miedo, una colección bilingüe de poesía dedicada a la ambientalista Jeanette Kawas. Su novela Ernesto Gamboa (2014) fue reconocida por su profundidad social.

En los últimos años, Addison ha consolidado su narrativa con una trilogía contemporánea de realismo mágico y suspenso espiritual: El Actor y la Sombra (Editorial Caligrama, España, 2021), El Actor y Daniela Anderson(EE. UU., 2023) y El Actor y el Príncipe de las Sombras (2024), una saga que explora temas de legado, poder ancestral y confrontación entre el bien y el mal.

Ha colaborado con medios como El Nuevo Herald, participado en proyectos teatrales como La Mascarilla(Teatro Trail, 2023) y continúa inspirando a nuevas generaciones desde la palabra y el púlpito. Graduado de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras, posee una maestría en teología del Seminario Teológico de Virginia.

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