Hay un momento en la vida de una mujer que no tiene nombre en el calendario ni ceremonia en la cultura.
No hay altar, ni rito, ni voz colectiva que la nombre.
Solo hay pausas prolongadas en la conversación,
consultas médicas que no explican del todo,
y una sensación interna de estar cambiando,
como si el alma se retirara un poco para observar desde otro lugar.
Ese momento no llega con aviso,
pero se instala en el cuerpo como un lenguaje nuevo.
Un lenguaje que arde.
Que desvela.
Que exige quietud y reinvención.
Le llaman menopausia.
Como si fuera una interrupción.
Pero no es pausa.
Es umbral.
Es tránsito.
Es el crujir de algo profundo que empieza a ceder para que otra versión de nosotras mismas tenga espacio.
Al principio, nadie lo nota.
Ni siquiera tú.
Pero algo empieza a cambiar.
Las rutinas ya no te alcanzan.
La piel pide aire.
El sueño se fragmenta.
La memoria se vuelve esquiva.
Y hay un fuego interior que no siempre tiene explicación médica.
Entonces comienzas a darte cuenta de que el mundo ha dejado de buscarte con los ojos.
Los escaparates ya no te nombran.
Las palabras suaves desaparecen.
Y de pronto, es como si tu cuerpo ya no existiera en el imaginario colectivo.
Nadie te lo dice, pero lo intuyes:
que ya no estás en el centro del relato,
que ahora te toca observar desde la orilla,
como si tu tiempo de protagonismo hubiera pasado.
Y sin embargo, algo despierta justo ahí.
No en el bullicio, sino en la pausa.
No en el deseo ajeno, sino en la mirada propia.
Lo que florece en esa orilla tiene otro tipo de belleza:
una que no suplica,
una que no compite,
una que no se disculpa.
Una no deja de ver la luna para marchitarse.
Una deja de verla en su cuerpo para reencontrarla en su centro.
Para regresar al silencio interno,
a la voz que había estado postergada,
a la sabiduría que no se grita: se encarna.
No hay pérdida, hay transición.
No hay vacío, hay espacio nuevo.
El cuerpo comienza a escribir de otra manera,
y esa escritura interna —íntima, indócil—
no necesita permiso para florecer.
Y aunque ya no nos visite cada mes,
la luna sigue ahí,
en el ritmo profundo de los huesos,
en el mar de la intuición,
en la mirada que ya no busca agradar,
sino comprender.
Hay mujeres que florecen en la infancia,
otras en la juventud.
Y hay mujeres que florecen cuando todos creen que ya pasaron.
Cuando ya no son nombradas.
Cuando el mundo ya no pregunta por ellas.
Y ese florecer es más fuerte, más libre, más verdadero.
Porque nace desde el hueso,
desde la historia vivida,
desde el cuerpo que no se rinde,
desde el alma que por fin se nombra a sí misma.
Tu cuerpo lo sabe:
has cruzado el umbral.
Y de este lado, hay fuego y hay libertad.
© All rights reserved Erendira Paz López

Erendira Paz López. Psicóloga clínica egresada de la Universidad Autónoma de Sinaloa (2006–2011), con especialización en salud mental, psicoterapia humanista, género y adicciones.
Ha trabajado en instituciones como el Hospital Pediátrico de Sinaloa, clínicas de rehabilitación y programas de formación con CEPAVIF y SEMUJERES.
Colaboradora en medios como TV Azteca Culiacán, TVP, Grupo ACIR y la revista Gente Sinaloa.
Cuenta con certificaciones otorgadas por CONOCER, CONADIC y la CNDH en violencia, derechos humanos y atención psicosocial.
Entre 2019 y 2022 coordinó en Culiacán las acciones de la Ley Sabina, enfocadas en la defensa de los derechos económicos y judiciales de madres e infancias.
Actualmente reside en Canadá, donde ejerce como terapeuta, acompañando a mujeres migrantes en sus procesos de empoderamiento, reconstrucción emocional y fortalecimiento identitario.