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Noviembre 2013

WALT WHITMAN: EL PROFETA DE OTRA DEMOCRACIA. Luis Benítez

Todos tenemos impresas imágenes de poetas en nuestros cerebros. Son las que quedaron definitivamente instaladas como las representaciones más cabales de ellos, aquellas con las que los identificamos inmediatamente, las que aparecen al instante en nuestras mentes cuando leemos sus nombres o alguien los menciona. Así, Charles Baudelaire será siempre un hombre serio que mira de frente, eternamente abrigado por un raído gabán, el rictus permanente de un desdén francés; Edgar Allan Poe, un hombrecito de frente anchísima, bajo la que se abren dos ojos negros y enormes, el bigote fino cubriendo como una sombra los labios delgados y apretados. Walt Whitman se parecerá, en cambio, a una especie de Santa Claus vestido de cowboy o de leñador, iluminado el rostro por una compasiva sonrisa, el cabello largo y blanco acariciándole los hombros, la barba espesa cubriéndole el pecho, en una toma fotográfica realizada en sus años postreros, cuando ya estaba paralítico. Ningún otro poeta norteamericano influyó más en las generaciones posteriores, de su país y del extranjero, y casi ningún otro fue tan negado y hasta vituperado en vida como Whitman. Veamos por qué.

 

Aquel que modificaría para siempre la manera de escribir poesía en los Estados Unidos y luego en el resto del mundo, nació el 31 de mayo de 1819 en Huntington, cerca de Nueva York.

Su padre fue un modesto carpintero, que apenas podía abastecer las necesidades de sus diez hijos.

El medio en el que nació y vivió Walt durante su primera infancia fue francamente rural: la todavía bastante salvaje Long Island de comienzos del siglo XIX, cubierta de bosques y atravesada por malos caminos, ofrecía sin embargo muy poco trabajo para los requerimientos de una familia numerosa.

Cuando el trabajo escaseó aun más, el animoso carpintero y los suyos se trasladaron a la ciudad, buscando nuevos horizontes en Brooklyn. De Brooklyn –unas décadas después de la llegada de los Whitman- saldría también otro norteamericano destinado a ser muy famoso, aunque por razones bien distintas: el mundo lo conocería como Billy The Kid.

En 1823, ese suburbio de Manhattan estaba habitado por inmigrantes alemanes, suecos, y sobre todo irlandeses, que venían a buscar en América lo que Europa no podía darles. También formaban parte de la población inmigrantes del interior del país, a los que América tampoco les había dado nada. Eran tiempos duros para todos: a los 10 años de edad Walt, como sus hermanos mayores ya lo habían hecho, tuvo que dejar la muy elemental escuela publica para conseguir un trabajo. Lo obtuvo como aprendiz de imprentero, pero ni sus doce horas de trabajo diario de lunes a sábado ni el esfuerzo del resto de la familia alcanzaban para evitar que las deudas acosaran a los Whitman. La imprenta fue el primero de los tantos trabajos que tendría el joven Walt; sucesivamente fue un empleadito de oficina, como el inmortal Bartleby de su compatriota Herman Melville; repartidor de periódicos, aprendiz de tipógrafo en una nueva imprenta; leñador,  pescador y granjero, otra vez en Long Island, adonde la familia tuvo que volver tras su poca fortuna en Brooklyn… Finalmente, Walt decidió que trabajar como maestro era más conveniente para él que cortar leña o plantar papas, como sus hermanos lo hacían. En 1830, cuando comenzaba la fiebre del oro en la lejana California, un joven y esperanzado Whitman recorría pueblos y aldeas montando escuelas improvisadas al aire libre, cobrando magros salarios –cuando lograba cobrarlos- pero atento a que la lectura se iba volviendo una necesidad de su espíritu tan imperiosa como la de su estómago.

En este deambular de pueblo en pueblo, el joven maestro se preocupaba más por leer todo lo que se ponía a su alcance que por preparar sus clases. Paulatinamente, mientras su entusiasmo por las letras iba creciendo hasta convertirse poco a poco en el centro mismo de su vida, de igual manera iba disminuyendo su interés por la enseñanza, visto y considerando el magro resultado económico que había obtenido. Con un corto apoyo económico que pronto desapareció, el emprendedor Walt decidió en 1838 fundar un periódico, convencido de que las suscripciones al mismo le permitirían llevar una vida más desahogada. Así surgió el Long Islander, en la misma Huntington que lo viera nacer: una simple hoja impresa de ambos lados, que contenía notas del periodista Walt Whitman, corregidas por el editor Walt Whitman y voceadas por Walt Whitman, pero ningún aviso publicitario o auspicio comercial de ningún tipo. Whitman volvía a fracasar.

 

De nuevo en Nueva York

Convencido de que Huntington no era la clase de lugar adecuado para ejercer sus talentos, nuevamente Walt cruzó el Río del Este y se dirigió a Brooklyn, donde ejerció el periodismo con alguna mayor fortuna: inclusive, con el apoyo del partido demócrata, llegó a ser editor del semanario Brooklyn Eagle. Sólo que su apoyo posterior a otra facción política se llevaría su empleo dos años después, obligándolo a emigrar nuevamente, esta vez a New Orleans: de esta época nómade datan sus primeros poemas publicados, que seguían bajo la órbita de la escuela más tradicional. Los Estados Unidos de aquel entonces eran culturalmente provincianos y muy poco seguros de sí mismos; el estilo en poesía seguía puntillosamente la escuela inglesa y campeaba por sus fueros el romanticismo “a la norteamericana” de Edgar Allan Poe, a quien Whitman particularmente detestaba.

Whitman presentía que existía una correspondencia misteriosa entre el despertar de su gran país y la necesidad de expresar en poesía una nueva manera de tratar las tópicas del género. Correspondiente a un impulso democrático y una vitalidad que estaban destinadas a modificar el mismo perfil de todo occidente un siglo después, la poesía norteamericana debía liberarse de las ataduras heredadas, las pesadas métricas, los medidos pasos de una tradición que se imponía en la época de Whitman como el único modelo a seguir. Adelantado a su tiempo y a las posibilidades que tenía su tiempo de comprenderlo, Walt Whitman volvió otra vez a Nueva York, dispuesto no sólo a vivir de su escritura, sino también a transformarla definitivamente.

En 1941 Edgar Allan Poe llevaba un año de muerto aunque sus seguidores vivían y escribían muy activamente. La poesía de Whitman fue bastante mal juzgada por los émulos del creador del género policial (que murió sin saber nada de su paternidad). Aunque Walt escribía muy esforzadamente, convencido de que había encontrado una veta nueva y original para expresar poéticamente el nuevo mundo, y con no menos insistencia enviaba sus obras a periódicos y revistas literarias, la repulsa por sus trabajos era generalizada. No le perdonaban el verso blanco, pero sobre todo, la ruptura violenta con los cánones más sagrados (y mineralizados) que regían la estética de entonces. Sucesivamente, Whitman fue catalogado como “ramplón”, “desmañado prosista metido a poeta”, “improvisado charlatán”, “granjero torpe ajeno al género” y otras lindezas por el estilo. Desde luego, esto amargó mucho al poeta, pero no fue suficiente para que abandonara el camino que se había trazado. Antes bien, lo que hizo Whitman en ese trance fue concentrar sus poderes poéticos en lo que había descubierto, ahondar todavía más en un vitalismo que roza casi el panteísmo, proclamar un liberalismo y un sentido democrático de la vida para los cuales –al menos en poesía- los Estados Unidos no estaban preparados. El hecho de que, políticamente, Whitman fuera coherente con sus ideas poéticas, tampoco ayudaba a granjearle muchas simpatías entre editores y periodistas. Pensemos que, por aquel entonces, toda la economía del sur del país se sostenía en base a la mano de obra esclava y que en el norte, tempranamente industrialista, la infamia de la esclavitud era mal vista pero no repudiada frontalmente… Whitman había nacido con mucha anticipación, se había adelantado muchas décadas a su época y ello siempre se paga caro.

En 1855, cuando publicó su primer libro de poesía –titulado “Hojas de hierba”- era apenas un poco más que un desocupado y tuvo que pagar la modesta edición de su bolsillo: ningún editor había aceptado aquel volumen, el más importante libro de poesía publicado en los Estados Unidos durante el siglo XIX y uno de los más relevantes de la literatura occidental.

 

“América ha encontrado por fin a su poeta”

La aparición de “Hojas de hierba” fue todo un escándalo: demasiada celebración del cuerpo y los sentidos, exceso de vitalidad y sensualidad desatada, y hasta un cierto tufillo de homosexualidad que hizo que diversos libreros rechazaran exhibir o siquiera ofrecer esa edición a su delicada clientela. Otros prefirieron directamente ignorar la aparición del libro fundacional de la poesía moderna en el Nuevo Mundo.

Sólo un reducido grupo de intelectuales comprendería, en aquel comienzo, que algo distinto y original había surgido de entre tantas rimas archimanidas, de entre tantas fórmulas ya inefectivas. El más importante de estos visionarios fue Ralph Waldo Emerson, primera figura de las letras estadounidenses, quien se apresuró a escribirle a Whitman una elogiosa carta. En ella, le vaticinaba una extraordinaria carrera literaria y le expresaba el deseo de conocerlo.

Sin embargo, el apoyo de Emerson no alcanzó para colocar a Whitman en el sitio que genuinamente le correspondía; ni siquiera logró impulsar las ventas del libro, ignorado en el rincón más oscuro de las librerías.

Sin reparar en estos inconvenientes más de lo necesario, Whitman no sólo publicó al año siguiente una segunda edición de “Hojas de hierba”, sino que además siguió trabajando en un nuevo libro, “Cálamo”. Emerson leyó los originales de “Cálamo” antes de que se entregaran a la imprenta y se ruborizó, recomendando a su amigo que no los editara: se trata de una colección de poemas que cantan abiertamente el gozo del amor entre hombres, para la pacatería de aquel momento, y unas de las más interesantes piezas salidas de la prolífica pluma whitmaniana, para lo contemporáneo.

En 1881, cuando el poeta había pasado ya las seis décadas de vida y un fulminante ataque cardíaco lo había dejado paralizado del lado izquierdo, se publicó la séptima edición de “Hojas de hierba”, siempre aumentado el texto original por nuevos poemas. Whitman vivía –o mejor dicho, malvivía- en las afueras de Filadelfia, en la casa de uno de sus hermanos. Hasta allí lo persiguió la saña del fiscal del distrito, que lo acusó de obscenidad y procuró que el libro fuera secuestrado de las librerías. Para entonces nuestro autor ya gozaba de cierta fama en Inglaterra y, aunque apenas podía moverse por medios propios, continuó Whitman publicando las sucesivas ediciones de sus “Hojas de hierba” hasta el fin de sus días.

El 26 de marzo de 1892, a los 73 años de edad, en Camden, Nueva Jersey, murió a consecuencia de la tuberculosis, en la más extrema pobreza y sin ser plenamente reconocido como el padre de la nueva poesía norteamericana.

Sin Walt Whitman no habrían existido, muy probablemente, William Carlos Williams, Wallace Stevens, los poetas de la generación beat estadounidense, desde Allen Ginsberg hasta Gregory Corso, ni el mejor Neruda, entre muchos otros… Nosotros mismos, los poetas latinoamericanos de fines del siglo XX, no seríamos los que somos, ni nuestros continuadores, las nuevas promociones que comienzan a publicar sus libros en esta todavía flamante vigésima primera centuria.

Tan fundamental es Whitman que ya es una parte nuestra, ineludible: sin sus “Hojas de hierba” la poesía occidental sería diferente y no me animo a imaginar en qué forma.

Luis BenítezLuis Benítez nació en Buenos Aires el 10 de noviembre de 1956. Es miembro de la Academia Iberoamericana de Poesía, Capítulo de New York, (EE.UU.) con sede en la Columbia University, de la World Poetry Society (EE.UU.); de World Poets (Grecia) y del Advisory Board de Poetry Press (La India). Ha recibido numerosos reconocimientos tanto locales como internacionales, entre ellos, el Primer Premio Internacional de Poesía La Porte des Poètes (París, 1991); el Segundo Premio Bienal de la Poesía Argentina (Buenos Aires, 1992); Primer Premio Joven Literatura (Poesía) de la Fundación Amalia Lacroze de Fortabat (Buenos Aires, 1996); Primer Premio del Concurso Internacional de Ficción (Montevideo, 1996); Primo Premio Tuscolorum Di Poesia (Sicilia, Italia, 1996); Primer Premio de Novela Letras de Oro (Buenos Aires, 2003); Accesit 10éme. Concours International de Poésie (París, 2003) y el Premio Internacional para Obra Publicada “Macedonio Palomino” (México, 2008). Ha recibido el título de Compagnon de la Poèsie de la Association La Porte des Poètes, con sede en la Université de La Sorbonne, París, Francia. Miembro de la Sociedad de Escritoras y Escritores de la República Argentina. Sus 36 libros de poesía, ensayo, narrativa y teatro fueron publicados en Argentina, Chile, España, EE.UU., Italia, México, Suecia, Venezuela y Uruguay.

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