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Febrero 2019

REVISITANDO A RIBEYRO. A noventa años de su nacimiento. Gunter Silva Passuni

Hace ya varios años, en una revista literaria, me preguntaron a qué escritor resucitaría para tomarme un café y poder charlar una hora. Mi respuesta fue inmediata: Julio Ramón Ribeyro, dije sin dudarlo. Me imaginé sentado en un sofá, frente al mar de Barranco, con un buen long play dando vueltas en el tocadiscos, mientras que el maestro seguía reclinado en su silla, bebiendo el mejor vino tinto del mundo y consumiendo un cigarrillo tras otro, observando el humo flotar hacia el techo en pequeños espirales. Mientras repasaba su biblioteca, su máquina de escribir, su tablero de ajedrez, y sobre las cosas que conversaríamos; de pronto, la queja del entrevistador me devolvió de cara a la realidad. “A Ribeyro no te lo permito”, objetó. “Todo al que entrevisto lo quiere resucitar”.

Es que Julio Ramón Ribeyro es un autor muy querido: por una legión de escritores y lectores jóvenes, por la vieja guardia, por sus familiares, por sus amigos, y hasta por sus enemigos. Por un lado representa a lo mejor que ha dado la literatura peruana contemporánea. Y, por otro lado, solo se representa a sí mismo, y eso es lo mejor: el escritor talentoso, sensible y sencillo que era; el hombre que analizaba las cosas con una profundidad de filósofo (en sus cuentos, en sus diarios, en sus dichos, y en las pocas entrevistas que concedió), el viajero que se había ido de Lima para leerse todas las páginas del mundo, pero sobre todo, el hombre que ha escrito algunos de los cuentos más bellos de la literatura latinoamericana.

Mi breve encuentro con el flaco lo he contado mil veces, en 1993 Julio Ramón Ribeyro presentó en Lima el segundo tomo de sus diarios, titulado La tentación del fracaso, en La Estación de Barranco. En la mesa lo acompañaban el poeta Antonio Cisneros, el escritor Fernando Ampuero y su editor Jaime Campodónico. Hablaron de la apología al fracaso en la obra de Ribeyro, todos sus personajes naufragan estrepitosamente. Pensé en lo que le decía Alejandra a Martín, de Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sabato: “¿Será que el éxito tiene algo de repugnante?”. “¿Será por eso que preferimos a los fracasados?”. Eso dice Alejandra para argumentar, indirectamente, de que hay mayor autenticidad en eso de tocar fondo y estrellar el aeroplano como un kamikaze.

La Estación de Barranco era un ambiente reducido, pero los hinchas de Ribeyro la habían llenado a tope. Más de ciento veinte personas estaban contenidas en el espacio. Y afuera había más jóvenes esperando entrar. Cuando acabó la presentación se formó una cola enorme y Ribeyro empezó a autografiar los libros, a veces, entablaba pequeños diálogos, intercambios fugaces de palabras con sus lectores, algunos lograron sacarse una foto con él. Yo estaba en la fila, casi el último, resistiendo el aburrimiento, heroicamente. Después de un largo tiempo estoy frente al maestro, se ve flaco y pálido y majestuoso. “Te parece si lo dejamos para la próxima, estoy algo cansado, hijo”, me dice afectuosísimo y cortés. Le obedecí pensando que habría una segunda vez. Lamentablemente no la hubo y falleció al año siguiente; lo que me convierte automáticamente en uno de sus personajes, ante tamaño fracaso monumental por conseguir su firma.

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Por otro lado, ¿Cómo entender mejor la obra de Ribeyro? Pienso que toda literatura no se puede leer como elementos biográficos de su autor, incluso si éste se coloca, con nombre y apellido, como personaje dentro de uno de sus textos de ficción. Sin embargo, parece que Ribeyro contradice esa regla, que para entender sus obsesiones y su literatura hay que penetrar en su propia historia. En una entrevista para la revista Caretas en 1993, Ribeyro nos dice: “Todos mis cuentos escritos en primera persona, en los cuales yo soy el protagonista, son reales. A veces hay una pequeña nota de fantasía, pero si se pudiera distinguir matemáticamente entre lo real y lo ficticio de mis cuentos, diría que los que llamo autobiográficos son 95 por ciento reales”.

Uno de los cuentos que más me atrae, se titula “El primer paso”, por esa atmósfera sórdida, lumpen; por el manejo de la tensión y la prosa salpicada de partes poéticas. Todo sucede en un bar. Danilo espera la llegada de Panchito. Él está sorbiendo una copa de pisco y no tiene plata para pagar, no sabe cuál es su misión, ha involucrado a su novia Estrella en el asunto, aunque su banda no lo sabe porque le puede costar el pescuezo. Luego Panchito entra al lugar con un impermeable a pesar de que no llovía, sus movimientos eran rápidos y seguros, una sortija de oro le brillaba en el anular a lo Pedro Navaja, sus ojos negros brillaban bajo el ala de su sombrero. Hay nerviosismo, angustia e incertidumbre en toda la escena. En un momento de la historia, Panchito muy disimuladamente, se quita el impermeable y lo deja sobre la silla, los bolsillos están repletos de dinero. Danilo tiene que esperar un rato, luego ponerse la prenda y salir con el botín para campeonar. Pero el cuento acaba cuando una vez en la calle, Danilo voltea la cara y divisa a dos hombres que venían caminando a sus espaldas, pero la neblina le impide advertir que eran los mismos tipos, que habían estado ingiriendo licor en el bar, en la mesa contigua.

En conversaciones en Paris 1961, Carlos Meneses cuenta que Ribeyro le había hablado de un tal Panchito, lo intrigante era el currículo de este individuo en Francia. El número de veces que había tenido que visitar las cárceles ya era difícil de recordar. Y sus fechorías oscilaban entre robo de carteras y pequeños asaltos a domicilios de familias burguesas. Lo más importante residía en el espíritu robinjunesco de este hombre que solía obsequiar billetes a sus compatriotas peruanos necesitados. De igual manera, en una carta del 9 de abril de 1957, Julio Ramón le escribe a su hermano Juan Antonio acerca de un oscuro mecenas, trigueño, bajo y gordito, llamado Panchito, donde dice: “Es generoso, pródigo, útil, no tolera que ningún amigo suyo sufra de privación”. Una tarde en un café en Londres, Jorge Coaguila, estudioso, biógrafo y crítico de la obra de Ribeyro, me contaba que Juan Antonio sabía decirle exactamente que anécdota había inspirado tal o cual cuento. O qué persona de la vida real había sido utilizado para retratar a tal o cual personaje. Lo que me lleva a suponer que su ficción está salpicada de su biografía.

En determinado momento, Ribeyro pensó escribir una novela sobre el cacique Atusparia, quien lideró una rebelión en el departamento de Áncash en 1885. No llegó a completar el proyecto puesto que Ribeyro tuvo muchas dificultades intentando describir esa época y tratando de ponerse en el zapato de esos personajes. En una entrevista a César Lévano, Ribeyro nos explica sus razones: “Los documentos sobre esta revuelta indígena son escasos. Luego está el hecho de que todos estos acontecimientos sean exteriores a mí, es decir, ajenos a mi propia experiencia”, lo que resulta muy opuesto a su novela de iniciación Los geniecillos dominicales. En la cual se narra la vida de Ludo, alter ego del autor. Un joven limeño que estudia derecho, aficionado a la literatura, que vive en la casa de su familia y decide renunciar a su trabajo en la gran firma para dedicarse a una vida de correrías y bohemia. El mejor amigo de Ludo es Pirulo, un estudiante de letras de la Universidad Católica, de una familia de abolengo venida a menos. Y otro de los personajes es Segismundo un contrabandista que trabaja en la marina mercante; la crítica ha detectado que ambos están basados en amigos del autor, Pedro ‘Perucho” Buckingham y Alfredo Castellano respectivamente. Otros creen reconocer entre los muchachos a los escritores Luis Loayza y Carlos Eduardo Zavaleta. Obviamente son retratos exagerados, con un tono bromista y sarcástico de sus amigos, pero como dije antes, para entender de manera más amplia los textos de Ribeyro, es necesario zambullirse dentro de la biografía del propio autor.

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El tema del fracaso es una constante en su obra, es casi su marca registrada. Ribeyro suele comenzar muchos de sus cuentos con una promesa de felicidad y victoria, por ejemplo, en el cuento La Juventud en la otra ribera. Vemos al doctor Plácido Huamán, un tipo cincuentón haciendo escala en Paris para comprar souvenirs para su familia y visitar algunos museos en la ciudad luz. De pronto conoce a una joven francesa, rubia y bonita, una especie de femme fatale que lo acompaña por la metrópoli, lo aloja es esa romántica buhardilla que todos soñamos: hay promesa de sexo, de un romance de verano, un choque y fuga, pero a medida que el cuento avanza nos vamos encontrando cosas extrañas, situaciones que no cuadran. Al final descubrimos que Solange, la estudiante guapa y pobre es en realidad parte de una banda de pillos que terminan matando al doctor Huamán por quinientos dólares y unos cheques de viajero. Esa realidad que vemos al inicio del relato, que parece establecerse como promesa de una nueva vida, capaz de transformar la cotidianidad en fantasía, es llevada inevitablemente al fracaso total. Como si el autor nos montara en una motocicleta Lambretta, roja radiante, con asientos acolchados y forrados en cuero negro y luego nos paseara por la campiña inglesa o un viñedo en la Toscana, para, poco a poco, ir apretando el acelerador, hasta llegar a velocidad de vértigo y estrellarnos a doscientos por hora contra la gran muralla China.

Algo parecido a una sensación de levedad y precariedad, invade al lector que se adentra al mundo de Ribeyro, estos fracasos, estos chascos como solía llamarlos el autor, nos hacen pensar que no estamos seguros en nuestras vidas mecánicas, que algo terrible puede pasar a la vuelta de la esquina, pero sólo en esas circunstancias de verdadera tragedia y chascos, según Louis Ferdinand Céline, se ven las cosas de inmediato, pasado, presente y futuro juntos. Sólo en esos momentos vemos la fragilidad humana desnuda frente al mundo, frente a la suerte y el destino.

Bajo la clara superficie de sus historias, de corte clásico y prosa fina, anida un mundo interesante y complejo en la literatura Ribeyriana, consolidado en la frustración de los sueños, en la desgracia de la existencia y en el escepticismo ante el futuro. En una de las entradas de su diario, Ribeyro nos dice: “Si uno lee los cuentos para niños, llega al fin de las peripecias y a una especie de desenlace lapidario: se casaron y fueron felices. Ya no se puede añadir algo más, porque donde irrumpe la felicidad empieza el silencio.”

Finalmente, a mucha insistencia del entrevistador, tuve que revivir a Byron en vez de Ribeyro para aquella entrevista, pero para verdaderamente revivir a nuestro autor, sólo nos queda leerlo y recomendar con entusiasmo su lectura a otros lectores amigos; esa es también la mejor manera de homenajear a Ribeyro. Entrando en su mundo inquietante, que son muchos mundos: la del mudo, la del fumador, la del escritor errante, marginal, pero sobretodo, la del autor que nos demuestra que la literatura y la filosofía, son dos caras de la misma moneda.

 

© All rights reserved Gunter Silva Passuni

Gunter Silva Passuni, escritor peruano. Obtuvo una maestría en Literatura y Creatividad Literaria en la Universidad de Westminster, Reino Unido. Es autor de la colección de relatos “Crónicas de Londres” (2012) y la novela Pasos Pesados (2016). Twitter @guntersilva9

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