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Octubre 2016

MORÁBITO, LA CIGALA Y LA LUZ NEGRA. Fedosy Santaella

            Considero a Fabio Morábito uno de los más grandes cuentistas latinoamericanos vivos. Es poeta y es cuentista. Un cuentista que, con arte de poeta, cuenta entre silencios, se mete en el mundo y le da una nueva mirada llena de surrealismo, de absurdo, de humor, de fantasía, de simple y profunda maravilla.

Los verdaderos cuentistas pasan al otro lado, descubren un secreto y después, cuando nos lo revelan, no saben muy bien qué es lo que han hecho. Los cuentistas no son los señores de las seguridades, los verdaderos cuentistas jamás se sienten los amos del oficio. Desconfíe de un escritor que diga que dejó el cuento porque ya dominó su arte. Uno deja el cuento porque de alguna manera se siente derrotado, porque rechazas al cuento y te fastidia o le temes de tanto intentarlo sin éxito. El éxito, como el poema nunca tiene cima. Por eso los cuentistas escriben con el silencio, porque el cuento tiene algo de poema, un silencio donde está el descubrimiento, la luz que nunca se termina de decir.

Recordemos a San Agustín hablando del tiempo. Cuando no se lo preguntaban, decía el sabio de Hipona sobre el tiempo, sabía lo que era; pero cuando tenía que explicarlo, no lo sabía.

«La cigala», ese magnífico cuento de Morábito, no deja al lector indiferente.

La anécdota nos cuenta la historia de un hombre que consigue en una novela una palabra que lo descoloca. La palabra es «cigala».

¿Qué quiere decir cigala?, se pregunta el lector de esta novela.

No puede determinarlo, el contexto no se lo dice; así que va al diccionario, busca la definición, y allí se encuentra con un conjunto de palabras «aclaratorias» de cigala tan oscuras como la palabra misma.

Anclotes, piola, rezones, arganeos…

Nuestro narrador-lector comienza entonces a buscar los significados de estas otras palabras que conforman la definición de cigala, y se encuentra con otras también oscuras. Se da cuenta de que no va hacia ninguna parte y llama a un erudito que detesta, pero quien puede, piensa el narrador-lector, darle una respuesta.

R., el erudito, le suelta al teléfono la exacta definición que el narrador-lector encontró en el diccionario: «Ah, sí, es un forro, generalmente de piola, que se pone al arganeo de anclotes y rezones».

  1. cuelga porque está atendiendo unas visitas, el narrador-lector desespera, sale de la casa y se encamina apresurado —y enfurecido— a la de R… De acá en adelante, siga usted, que no es mi pretensión contar mal la historia que ya Morábito contó con tanto arte.

Yo, que por supuesto soy lector, he repasado este cuento una y otra vez, y siempre le encuentro algo nuevo, y mi lectura va creciendo, como ocurre con todo gran cuento. Morábito, en alguna parte de ese espléndido cuento, dice que el lector (el del cuento, y quizás usted y yo) ha caído en un agujero del lenguaje. Ese agujero del lenguaje se inició con esa opacidad que es la palabra cigala.

Pienso en ese agujero y me voy hacia Ferdinand de Saussure, para quien el lenguaje era una nebulosa donde los signos especifican sus significados en la unión del sintagma, es decir, en la oración, en la frase, que no es más que la combinación de los signos.

La palabra «perro», por sí sola, no significa gran cosa. Yo puedo decir, «mi novio es un perro», y nadie, a menos que se sepa que esto lo dice la novia de Pluto, imagina que la chica que dice que su novio es un perro está diciendo que su novio es en realidad un can, un bicho de cuatro patas que ladra. No, nadie piensa que la muchacha gusta de la zoofilia.

Los signos giran en la nebulosa, y sólo se aclaran por solidaridad e interdependencia, nos dirá Saussure. Este cuento de Morábito, sin embargo, contradice esa idea que funda a la semiología.

En este cuento, el contexto, es decir, el signo /cigala/ en unión con otros signos, nada dice. Absolutamente nada. Y allí comienza el agujero del lenguaje, la nebulosa del lenguaje. Cigala, dentro de la novela, es una palabra envuelta de ambigüedad, y no lleva al narrador-lector para ningún lado. O sí, sí lo lleva, lo lleva a la desesperación.

También, cada vez que intentamos expresar una sensación, un sentimiento profundo y no lo logramos, nos encontramos con una cigala a la inversa. ¿Qué palabra puede definir exactamente lo que quiero decir? En todo caso, ¿sé exactamente lo que quiero decir? Cuando hablamos de aquello que sobrepasa las palabras, también hablamos de aquello que sobrepasa lo apenas sentimos en la rueda de la fijación funcional que es el día a día. El poeta Arturo Gutiérrez Plaza lo dice mejor en Cuidado intensivos: «Para expresar una idea no basta hallar las palabras adecuadas a ella. Hay que hallar en las palabras la idea que deseamos expresar».[1] Montejo también lo dijo en «Los árboles»:

Hoy, por ejemplo, al escuchar el grito

de un tordo negro, ya en camino a casa,

grito final de quien no aguarda otro verano,

comprendí que en su voz hablaba un árbol,

uno de tantos,

pero no sé qué hacer con ese grito,

no sé cómo anotarlo.

Allí, en esas imposibilidades que tan bien conocen los poetas, están los agujeros del lenguaje. Las palabras son convenciones. Se dice que dejaron de ser palabras venidas de Dios (por acá acudimos un poco a Benjamin) cuando fuimos expulsados del paraíso. Alguna vez, cree nuestra alma —o sabe nuestra alma— las palabras y el mundo se correspondieron de manera exacta. Hoy ya no. El lenguaje es limitado y nos limita. De allí la batalla titánica de los poetas, de los cuentistas, de los escritores que realmente son artistas. Cuando un poeta se enfrenta a la palabra, cada palabra es una cigala, así sea esa palabra una tan familiar como «papá» o «mamá». Guillermo Sucre dirá en La máscara, la transparencia que el lenguaje «es al mismo tiempo un enemigo y un aliado.»

            El cuento de Morábito, por supuesto, no cae en estas complicaciones argumentales que he trabajado. Morábito simplemente narra, nos muestra un cuento fascinante, una anécdota fuera de lo común que nos mantiene allí hasta el final. Porque Morábito sabe mantener la intriga, la tensión. Escribe de mil maravillas, narra dentro de los silencios, hace poesía con ellos y cuenta una intriga fascinante donde una cigala, una palabra mal puesta que oscurece un texto —lo que podría ser un error del escritor de una novela, como es el caso—, se convierte acá en el tema principal de un cuento que es toda una obra maestra. Es decir, Morábito ha usado una opacidad contextual para regalarnos una historia luminosa, un cuento, que como todo cuento fascinante, emana una magnífica luz negra.

 

[1] Arturo Gutiérrez Plaza. Cuidados intensivos. Lugar Común (Caracas, 2014), p. 106.

 © All rights reserved Fedosy Santaella

Fedosy Santaella (1970). Es autor de libros de relatos y novelas, entre ellos los libros de relatos Piedras lunares, Ciudades que ya no existen, Instrucciones para leer este libro y Terceras personas, y de las novelas Rocanegras, Las peripecias inéditas de Teofilus Jones, En sueños matarás, Los escafandristas y El dedo de David Lynch, esta última con la editorial Pre-Textos en España. En 2006 ganó la bienal internacional José Rafael Pocaterra en narrativa. En 2009 fue elegido para participar en el Programa Internacional de Escritura de la Universidad de Iowa. En 2010 quedó entre los diez finalistas del Premio Cosecha Eñe de España. En 2013 ganó el concurso de cuentos de El Nacional. Ese mismo año estuvo entre los nueve finalistas del premio de novela Herralde. En 2015, quedó finalista del Premio de la crítica a la novela con Los escafandristas. Algunos de sus cuentos han sido traducidos al inglés, al chino, al esloveno, al turco y al japonés.

 

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