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Febrero 2014

LAS MÁSCARAS DE LA AUSENCIA EN LOS “CUATRO MONÓLOGOS MONSTRUOSOS” DE ANDRÉS NEUMAN. Elsa J. Varela

La verdadera piel del hombre es su lengua” 

Eugenio Montejo

            En uno de sus decálogos sobre el arte de narrar, Andrés Neuman confiesa que contar un cuento es saber guardar un secreto. La fuerza de esta sentencia y más concretamente la del vocablo “secreto”, impone escudriñar en la obra de este singular escritor, hijo de músicos y nacido en Buenos Aires en 1977. Llama poderosamente la atención comprobar que a estas alturas, la resonancia narrativa de su trabajo haya sido comparada ya por los críticos como de la estirpe de Borges, Kafka, Cortázar, Chejov, Poe, Quiroga y Dieste. Que a sus escasos 22 años la obra de Neuman hubiera conquistado ya el prestigio de la revelación poética con su novela Bariloche (1999), obliga a reflexionar sobre todo lo que puede caber en dos decenios.

            La etapa de saneamiento que se inició con la demolición de las falsas certidumbres ideológicas y que apenas hoy comienza a mostrar señales, encontró a Neuman en plena pre-adolescencia y en Granada. Allí realizó sus estudios secundarios, obtuvo la licenciatura en Filología Hispánica y en 1998 publicó su primer cuaderno de poemas que lleva por nombre Simulacros. Desde entonces su trabajo ha sido arduo, incesante y altamente reconocido. Por la vía de su cuentística se llega a Cuatro monólogos monstruosos (2008) y se advierte que no estaba nada lejos de la verdad Roberto Bolaño cuando dijera en Entre paréntesis, que ningún buen lector dejaría de percibir en las páginas de Neuman algo que solo es dable encontrar en la alta literatura; que la del siglo XXI le pertenecería al argentino y que todo esto sería posible, simplemente, porque Andrés está tocado por la gracia.

            El presente trabajo es un intento de aproximación a lo que guarda Andrés en ese “secreto” del que habla; un modo de llegar al corazón de los monstruos de sus Cuatro monólogos monstruosos, y de mostrar cómo estos no son otra cosa que las distintas máscaras con que el autor se viste para esconder la ausencia. Cabría preguntar entonces si es posible ocultar algo que no puede palparse. Veamos. La ausencia que subyace en los monólogos de Andrés no parece ser esa que puede sofocarse con una presencia y tampoco la del vacío que inmoviliza. No. Esta es una ausencia centrípeta y centrífuga. Una ausencia que a fuerza de hacernos livianos, nos impele, nos lanza; no solo a la aventura del encuentro con nuestros fantasmas, sino la ausencia-despojo que nos impulsa a un movimiento de ascenso hacia la trascendencia.

Como lo adelanta su título, el cuento está dividido en cuatro sesiones monstruosas. El primer monstruo es el Monólogo del basurero. Se trata pues, de una reflexión sobre nuestras verdades ocultas. Una introspección en la que la capacidad de observación de Andrés y su inclinación hacia las paradojas del existir, nos ponen de cara a verdades nunca reparadas. Sus palabras están allí no solo porque son más necesarias que otras para hacernos sentir, sino para que pensemos, para que reflexionemos.

En el Monólogo del basurero —con un lenguaje absolutamente cinematográfico— el autor se coloca la primera máscara que oculta su secreto: la máscara del mago. Entonces, sombrero en mano, como quien nos reta a descubrir qué hay en cada giro, no ya de su mano, sino de sus vocablos, Andrés inicia su relato con la sentencia: “Yo soy el ocultador”. Partiendo de su premisa podríamos preguntarnos ¿acaso no es oficio de un ocultador desaparecer un “algo”, hacerlo nada, volverlo ausencia? El ocultador, nada menos que “el basurero”, es la brutal paradoja en la que anidan nuestras verdades más íntimas. Dos ejes visiblemente separables y diferenciables en el sintagma nominal. Porque el basurero bien puede ser el sitio, pero también el hombre (o el nombre), el recogedor de eso que no queremos ver ni oler: nuestras verdades. Neuman apunta que la basura dice más “…que cualquier foto familiar o carta de amor” (Cuatro monólogos 223). Y es aquí precisamente donde atisba el asombro, el absurdo, lo poético. Porque, ¿quién osaría arriesgarse a refutarlo? Bien sabemos que en la foto familiar no está todo, que allí faltan tantos detalles como los que suprimimos en la carta de amor. Más adelante afirma: “Todos piensan que la basura huele mal… creo que mal no es la palabra. La basura, simplemente, huele a verdad” (224); y esto lo hace Andrés, después de advertirnos que nada nos pertenece más que nuestros papeles mojados, que nuestros tampones arrugados, que nuestros condones con nudo, etc. Vaya manera de introducir lo insólito en lo cotidiano y, mediante este mecanismo, hacernos llegar a la crucial esencia de su planteamiento. Porque ¿qué nos queda después de tirar lo desechable, cuando nos deshacemos de nuestros secretos, de nuestra basura-verdad, sino la nada, la ausencia?

Mas, como buen “ocultador”, Andrés no deja fuera la vergüenza, el miedo, los temores. ¿Y a qué le tememos? Pues, a que se descubra la verdad que nos abochorna. He aquí su manera de decírnoslo: El hombre infiel le pide al ocultador-basurero destruir cuanto antes un mechón de cabellos de mujer. Es como si en otras palabras le estuviera diciendo: “por favor, no permitas que eso me delate. Tengo miedo”. Los niños le suplican complicidad (miente por mí), para recuperar juguetes tirados por sus padres. Los ancianos le ruegan silencio y discreción, para que no descubra que ellos han botado sus medicamentos. Vale decir, que oculte el objeto de sus vergüenzas y hartazgos.

           Oponiéndose al postulado de Guy Dabord en Society of the Spectacle, respecto al espectáculo como el monopolio de la apariencia, este texto no se agota en la simple propuesta de la ausencia. Adquiere fuerza vital cuando nos muestra que no es para nada intrascendente, inofensivo y mucho menos aparente en cuanto al compromiso social. Se diría que, en este sentido, la metáfora del basurero le sirve a Neuman como tribuna para su denuncia. Apunta que no hay nada más útil para el sistema que un basurero. Entonces nos muestra al hombre, a la pieza que encaja en el engranaje laboral. Para decírnoslo, la voz narrativa se eleva diáfana y transparente, reclamando lo que bien merece y le es negado a este trabajador: el respeto y el pago digno. Todo esto nos lo señala Andrés, no sin antes destacar con clara mordacidad que no le interesa la política. Sin embargo, irónicamente y con un brillante juego de palabras, nos aclara de inmediato que los basureros “botan pero no votan”. En otras palabras, paradójicamente restriega públicamente el modo en que este trabajador es considerado pieza nula en el escenario social. Nada más lejano al espectáculo y, a propósito, igualmente distante del monopolio de la apariencia. Y ya casi al final de esta parte del cuento ―como corroborando que su ausencia no es vacío ni mera representación―, en un tono que a ratos se percibe como deliberadamente pasivo y conformista, el basurero intenta un nuevo ejercicio de ocultamiento, como un caracol que inicia el viaje inverso hacia su concha: “…cuando sea más viejo, me gustaría hacer otra cosa, no sé, ser carpintero, catador de vinos o llevar un barco. Ver mucho, mucho sol. Oler distinto. La verdad cansa” (245). Dicho de otro modo, salir de la concha, pero con una nueva máscara.

Para aproximarnos a un relato con un fin distinto al entretenimiento, como en el caso que ahora concierne, requerimos ―si no un cierto grado de frialdad― una dosis de atención que permita apuntar hacia lo que está agazapado en la línea textual de un discurso. A juzgar por las repeticiones de ciertos vocablos, la coherencia textual que subyace en el campo semántico del Monólogo del basurero, nos la va creando Andrés con la elección de sus palabras. Para reafirmar la ausencia, él usa reiteradamente vocablos que nos remiten a la identificación de ese “algo” que pertenece al terreno del desasimiento. (20 apariciones de la palabra no, 6 de ni, 5 de nada, 5 de nadie). Y no solo esto, sino que valiéndose de los vocablos recién mencionados y de la recurrencia de otros sustantivos, verbos y adjetivos claves, como lo son: indiferencia, envolver, ocultar, guardar, debajo, íntimo, etc., Neuman amarra proposiciones de sentido del lenguaje común, para configurar un universo pleno de significaciones. Con ello, aparte de darnos testimonio de esa ya mencionada ausencia, mantiene y sostiene su declaración a todo lo largo de su monólogo: “Yo soy el ocultador”.

            El segundo monstruo del cuento es el Monólogo del ahogado. En este, Neuman nos habla desde otra perspectiva de la ausencia: la muerte. Aquí nos confiesa que eso que llamamos “muerte” no es otra cosa que un segundo sueño en el que —como en el primero— solo perdemos dos facultades: la de hablar y la del movimiento. Como podemos constatar, vestida con esta nueva máscara de la ausencia, la voz narrativa se desliza, y como un péndulo comienza a moverse entre dos perspectivas: la del el primero y del segundo sueño. Así, nos confiesa que durante ambos aún pensamos y sentimos; que no perdemos lo sensorial sino el modo de expresar o manifestar su existencia. Y nos da la certeza de que el ahogado puede sentir, no solo porque experimenta el sentido del olfato y de la visión, sino también el del tacto, porque le teme al dolor “…mis articulaciones no soportarían la humillación de las mutilaciones” (247). ¿Nos es esta acaso la reconfirmación y reiteración de que su ausencia no es vacío?

En este monólogo los personajes no se presentan: actúan. En oposición a lo que el ahogado puede hacer, los desalmados se mueven: lo esconden, lo trasladan, gritan. Por su lado, el ahogado, tal como se señala en el monólogo anterior, experimenta la levedad; mas —esta vez— la que nos impulsa hacia adentro, como en un batiscafo hacia nosotros mismos, al encuentro “…yo me sentía insólitamente ingrávido. El agua había entrado en mis pulmones vaciando todo el resto, volviéndolo transparente y delicado” (246). Alcanzar la inconsciencia, la quietud, ese estado propicio al nirvana que apunta a la trascendencia, pareciera decirnos Neuman cuando señala: “Todavía no pierdo la esperanza de poder hundirme pronto y para siempre en ese segundo sueño” (247). Al ahogado solo le interesa que no lo humillen con mutilaciones y con otras torturas, porque es pura piel. ¿Será esta la liberación de la asfixia social que vive el hombre contemporáneo? ¿La muerte, la nada? Probablemente todas las anteriores, pero también otra máscara de la ausencia.

En el tercero, el Monólogo del monstruo, hay una argumentación, un alegato sobre otra clase de ausencia: la ausencia de moral. El relato es una descripción o mejor dicho, una disertación sobre la casi nula intervención que tenemos en ciertas decisiones, de cara a nuestras capacidades y a nuestro albedrío. Se inicia el relato con una sentencia hasta cierto punto morbosa: “Uno no decide matar a un niño”. Es como si de pronto Andrés quisiera que despertásemos con un golpe en la conciencia, pero un golpe que nos asestáramos nosotros mismos. La base de su planteamiento aquí radica en la destrucción como un objetivo profundamente solitario, en el que la posibilidad misma de un acto lleva la fuerza de la persuasión. “Uno piensa que es capaz de algo y lo hace” (247).

Esta sección del cuento es un texto incómodo, un discurso que zahiere porque escarba en lo más íntimo de nuestro ser, en eso que solo nos atrevemos a abordar en absoluta y peligrosa conciencia de nuestra soledad. Y como bien nos apunta la voz narrativa: es un impulso de inexplicabilidad porque “…no tiene qué ni quién” (247); en otras palabras, las decisiones que tomamos no requieren ni de motivación ni de participación. ¿No son estas carencias otra suerte de ausencia? Esto se parece mucho a las conductas que asumimos cuando optamos por fumar, lanzarnos por un precipicio, abandonar un vicio o simplemente callar. Cabría preguntarse aquí quién elige, quién evalúa el propósito y quién sus consecuencias. La realidad, nos dice Neuman, nos presenta —injusta y simultáneamente— varios hechos bajo el aspecto de uno solo.

Y empapado aún de esa ausencia anterior, Neuman nos presenta el último de sus monólogos en la cuarta parte del cuento: el Monólogo del risueño. De nueva cuenta el narrador nos muestra la muerte, esta vez vistiendo la máscara de la risa, para abordar —paradójicamente— tal vez uno de los planteamientos más serios de todo su cuento: el cuestionamiento del albedrío, el de la libertad como proyecto divino; es decir, de un azar que está siempre al acecho. Esta última sección puede resumirse de la siguiente manera: Alguien quiere suicidarse, pero la risa no lo deja. Aquí, con indudable plasticidad y moderado sarcasmo, una voz potente y original cuestiona las nociones judeocristianas de culpa y voluntad. Por un lado, si Dios ha dotado al hombre de libertad, ¿por qué esta no ha de incluir el cometimiento del pecado también? Si el hombre está dotado de voluntad libre, ¿por qué es injusto entonces el castigo y justo el premio? Y por otro lado, ¿es el creer anterior al entendimiento? ¿Qué es eso que nos impide apretar el gatillo, aun cuando tenemos la absoluta certeza de que el mundo “…sería más espacioso sin nuestra inoportuna presencia” (249)? Estas y otras tantas parecen ser las preguntas con las que el autor nos prepara para su reflexión desde el Monólogo del monstruo. En él Andrés le reclama al “destino” no preguntarnos si queremos realizar este o aquél movimiento, como si ese destino fuera un ente totalmente ajeno a nosotros, y que desde fuera nos eximiera de toda responsabilidad.

Evidentemente, hay otras posibles lecturas en estos dos últimos monólogos de Neuman. Una de ellas, la desacralización de la muerte. Por supuesto, esto puede ser visto también como la violencia convertida en paisaje y en consecuencia, lejos de aparecer como un cuestionamiento, la muerte pueda verse como una celebración. Difícil y brutal lectura sería esta, pues nos conduciría de inmediato a justificar matanzas escolares y toda suerte de actos de terrorismo y violencia en los últimos tiempos. Trivializar o hacer cada vez más cotidiana la muerte ―sea esta por causas bélicas o civiles― sería dotarla de proporciones espeluznantes. Muy a nuestro pesar, estos escenarios intimidan, no a causa del horror y la brutalidad que imponen sino por la cotidianidad y la familiaridad a que nos exponen.

También puede verse en estos dos últimos textos una especie de rito maquiavélico asumido por el autor, para restarle solemnidad a la parca. En un ataque de optimismo en el que se contemplan de principio a fin la audacia y el valor, Andrés se burla de la muerte. Sin duda alguna la desmitifica al admitir que se avergüenza porque — impidiéndole el suicidio— él le permite a la risa alimentarse de su fracaso. Tal como dijera Ernesto Sábato en su ensayo El escritor y sus fantasmas: “…la literatura no es un pasatiempo ni una evasión, sino una forma —quizás la más completa y profunda —de examinar la condición humana” (11). Por eso, ante su virtual derrota, Neuman opta por aferrarse al tiempo, a la prórroga. Es decir, elige la espera en la que ha de acumular fuerzas mientras —aun con su máscara puesta— todavía se divierte. Inquietantemente original este texto. No en balde la última novela de Andrés, El viajero del siglo (2009), obtuvo, entre otros, el Premio Alfaguara y el Premio de la Crítica, y su traducción al inglés la ha dado a conocer como uno de los mejores libros del año. Definitivamente, hay que leer a este hombre.

© All rights reserved Elsa J. Varela

Bibliografía

Bolaño, Roberto. Entre parénteseis. Barcelona. Anagramas. Colección Argumentos, 2004.

Cobo-Borda, Juan Gustavo. Letras de Nuestra América. Bogotá. Colección

Popular de la Universidad Nacional de Colombia. 1986.

Dabord, Guy. Society of the Spectacle. 1967.

Montejo, Eugenio. El Cuaderno de Blas Coll y Dos Colígrafos de Puerto Malo.

Valencia, España. Pre-Textos. Colección Textos y Pretextos. 2007.

Neuman, Andrés. Cuatro monólogos Monstruosos. Madrid: Del Centro de Editores.

Colección Interlunio N 1. 2008.

            —Hacerse el muerto. Páginas de Espuma, 2011.

            —Bariloche. Anagrama.1999.

            —Alumbramiento. Páginas de Espuma, Madrid, 2006. 166 páginas.

Sábato, Ernesto. El escritor y sus fantasmas. Editorial Seix Barral, S.A. 2004.

San Agustín. Del libre Albedrío. Biblioteca de autores Cristianos.

Traducción de P. Evaristo Seijas.1992.

ELSA J VARELAElsa J. Varela nació en Guamal, Magdalena, Colombia. Con amplia trayectoria en el campo de la educación, la escritura y la traducción, es ahora editora de subtitulos para NBCUniversal en Miami Algunos de sus artículos, cuentos y poemas han sido publicados y reconocidos. Mención de honor en el III  LIART International Literary Narrative Contest por el cuento “Brígida”. Mención de Honor de la Revista Bilingue “Literary Translation Contest” de Tarzana, CA, en la  categoría Traducción Poética  (Spanish-English) por el poemario “Bolero a Media Luz” de Lydda  Franco Farias, en el 2011 su poema“Magdalena” fue incluido en la Antología del Latin Heritage Foundation:“Una Isla en la Isla”, en el 2012, su “Brecha de Agua” fue seleccionado entre los 5 manuscritos finales del Paz Prize for Poetry. Email: elsajvarela@yahoo.com.

 

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