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enero 2018

LA VIGENCIA DE VICENTE HUIDOBRO. Luis Benítez

Múltiples homenajes en América y Europa recuerdan en estos meses a uno de los mayores poetas sudamericanos: Vicente Huidobro. A su obra originalísima se une el reconocimiento que le debemos como el gestor del primer movimiento poético estrictamente latinoamericano que proyectó una marcada influencia de alcance internacional. El creacionismo revolucionó hace más de un siglo no solo el modo de entender el género, sino también la manera de comprender la vida. Esta última fue una premisa general de las vanguardias literarias del siglo XX y aun de la etapa anterior, a partir del Romanticismo, el gran padre de las vanguardias estéticas occidentales.

Si bien es cierto que el desengaño característico de la posmodernidad torna muy complejo comprender el espíritu que las animaba, en sus sucesivas y diferentes expresiones, resulta imprescindible para acceder a esa comprensión superar la incredulidad inicial y el juicio inmediato, para los más recalcitrantes, acerca de que esas vanguardias se proponían el “fin imposible de cambiar la vida y la letra” desde lo literario.

No deja de ser admirable la coherencia que la mayoría de los vanguardistas de la centuria pasada -y señaladamente, Vicente Huidobro entre ellos- mantenían respecto de sus convicciones y sus propias existencias, coherencia que en conocidos casos los llevó a arriesgar y aún perder relaciones personales, familia, bienes, posición y hasta la vida misma, en el afán de cambiar al mismo tiempo la letra y el mundo. Y no deja de ser admirable, a pesar de nuestro escepticismo, de nuestro extremo pragmatismo, porque ello nos remite, así no lo confesemos jamás en público, a una figura heroica, precisamente, a la de un héroe o una heroína cultural, según el caso, inimaginable en nuestra época.

En este sentido y en otros, la figura de Huidobro se alza como un genuino modelo del genio batallador contra sus circunstancias y su tiempo, dispuesto a cambiarlos a costa de lo que sea necesario. Hay numerosos ejemplos en cada etapa de su vida, pero vamos a remitirnos a un período, el de su juventud, ya en la etapa previa a su manifestación de los preceptos creacionistas.

Vicente García Huidobro Fernández, tal su nombre completo, nació en Chile en 1893 y falleció en 1948, tempranamente, pero eso no fue obstáculo para que nos dejara una obra perdurable; de hecho, a los 23 años ya era un autor con todas las letras y bien conocido a escala nacional. Había fundado y dirigido la revista “Musa Joven” y con otro gran poeta de su país, Pablo de Rokha,  la revista “Azul”; publicado su poemario “Ecos del alma” en 1911 y dos años después “La gruta del silencio” y “Canciones en la noche”, además de su volumen “Pasando y Pasando. Crónicas y Comentarios”, donde, siendo egresado del Colegio San Ignacio, de Santiago de Chile y perteneciente a la Compañía de Jesús, criticaba ácidamente a la orden fundada por San Ignacio de Loyola. Esto último no dejó de provocar un gran escándalo y de llevarlo a enfrentarse con su adinerada familia, de las más rancia tradición local. El primer conflicto de proporciones, pero destacadamente no el último en su agitada y batalladora existencia.

Había contraído enlace matrimonial en 1913 con Manuela Portales Bello y ya era padre de dos hijos cuando, en 1916, su atrevimiento lo llevó a jugarse entero por una bella joven, antigua amiga de la infancia y perteneciente a su mismo círculo social, caída en la mayor desgracia  desde meses atrás. Ella se llamaba María Teresa de las Mercedes Wilms Montt, había nacido en Viña del Mar, Chile, en 1893, y como su gran amigo Huidobro estaba destinada a tener una existencia breve, apasionada y de perfil novelesco. Con apenas 17 años se había casado con Gustavo Balmaceda Valdés, quien tempranamente lo sometió a toda clase de vejámenes, indignado ante sus pretensiones literarias, algo considerado infamante para una dama de sociedad en aquellos tiempos. La joven mujer, que ya tenía dos hijas con su despótico esposo, se refugió en la más estrecha amistad con un primo  de su marido, Vicente Balmaceda Zañartu, dando con ello pie a las peores sospechas de su consorte y su misma familia. El resultado fue que recluyeran a la pobre muchacha en el Convento de la Preciosa Sangre, de Santiago de Chile, bajo un régimen poco menos que carcelario y lejos de sus libros, los ambientes bohemios que amaba frecuentar y lo peor de todo para Teresa, sin permitirle ver a sus pequeñas hijas, mientras los chismes y el escándalo que la tenían por protagonista no hacían otra cosa que incrementarse para su mayor escarnio. Desesperada, Teresa intentó quitarse la vida en su celda conventual, pero al fallar en su propósito no hizo más que agravar todavía más su situación.

Ocho meses llevaba Teresa Wilms Montt en tan desoladora situación, cuando enterado de ello su amigo de la infancia, Vicente Huidobro, este se las ingenió para concretar su fuga una helada noche de junio de 1916. Nos imaginamos apenas cómo fue recibido esto por la conservadora clase alta chilena a la que pertenecían ambos fugitivos, que sin medir siquiera las consecuencias, abordaron el vagón de primera clase del ferrocarril trasandino, dispuestos a sobrellevar las casi cuarenta horas de viaje que demoraba en llegar a Buenos Aires, a la libertad… y a un escándalo todavía mayor, que ya era la comidilla favorita de un lado y del otro de la Cordillera de los Andes. Pero ambos eran jóvenes, desprejuiciados y atentos exclusivamente al futuro, sin importarles cuál fuera el precio.

La Buenos Aires de entonces, liberal y cosmopolita, les ofrecía a ambos un ambiente mucho más propicio que los límites vigentes en la más conservadora Santiago de Chile y estaban Teresa y Vicente muy decididos a aprovechar la oportunidad hasta el límite.

Holgado de recursos él, liberada de su prisión ella, fueron muy bien acogidos en la capital argentina, donde se les abrieron de par en par las puertas de cada cenáculo literario, cada tertulia y reunión artística. Todos querían conocer a esa famosa pareja, de la que, por supuesto, se decía que eran más que amigos, aunque en público, fiel el ambiente cultural porteño a la imagen que quería dar de sí mismo, se mostraba desprejuiciado y dotado de lo que se mencionaba entonces como “una mentalidad europea”. Un ambiente que se creía vanguardista pero donde, sin embargo, seguía predominando como tendencia el modernismo más decadente, sin que los ecos de otras  propuestas alcanzaran a mellar los prestigios de su ocaso estético, ya muerto aquel mismo año el gran Rubén Darío.

En ese contexto, el temperamental poeta chileno fue invitado por sus amigos intelectuales porteños a dar una conferencia en el prestigioso Ateneo Hispano-Argentino, inaugurado cuatro años antes y foco destacado de la revalorización de la herencia ibérica en la Argentina.

El genio de Vicente Huidobro estaba destinado a revolucionar aquel apacible ambiente literario y artístico de la gran ciudad y, aunque incomprendido su aporte en aquel momento rupturista, su proyección posterior al mundo sería reconocida en todo su amplio alcance. Sería Buenos Aires el escenario para manifestar, por primera vez, qué cosa era el creacionismo, lo compredieran o no los que estaban presentes entonces en el Ateneo Hispano-Argentino.

El primero de julio de 1916, tras leer parte de su obra ante una atenta audiencia, principió Huidobro a hablar de lo que posteriormente se denominaría creacionismo, brindando una nueva mirada sobre la poesía y, todavía más hondamente, sobre lo humano en sí mismo. Encendidamente, el joven poeta chileno no dudaría en pronunciar la famosa frase: “La primera condición del poeta es crear; la segunda, crear, y la tercera, crear“. Y luego continuó desglosando las características de su propuesta, para el mayor asombro de unos, la pasmada sorpresa de otros, la incomprensión mayúscula de algunos.

Inclusive al mismo colega porteño que lo había invitado, José Ingenieros, se permitió poner marcadamente en duda la posibilidad de concretar los postulados del apasionado Huidobro, acerca de establecer una poesía que fuese toda ella invención.

Pero el gran paso estaba dado y el tiempo de permanecer Vicente en Buenos Aires se estaba terminando. En los días que siguieron, el periodismo local incluso se burló de los recientes dichos del encendido autor chileno, sin saber que al motejarlo de “creacionista”, lo que estaba haciendo era darle nombre a un movimiento -estético y vital en su propuesta, no lo olvidemos- destinado a perdurar y a ser reconocido en el mundo entero, renovando la estética de su tiempo y marcando un jalón de primerísima importancia; uno cuyo ecos han llegado hasta nuestros desengañados días para hablarnos de cuánto era esperable y cuánto era considerado todavía posible en aquellos, los primeros años del siglo XX.

 

© All rights reserved Luis Benítez

 

Luis Benítez nació en Buenos Aires el 10 de noviembre de 1956. Es miembro de la Academia Iberoamericana de Poesía, Capítulo de New York, (EE.UU.) con sede en la Columbia University, de la World Poetry Society (EE.UU.); de World Poets (Grecia) y del Advisory Board de Poetry Press (La India). Ha recibido numerosos reconocimientos tanto locales como internacionales, entre ellos, el Primer Premio Internacional de Poesía La Porte des Poètes (París, 1991); el Segundo Premio Bienal de la Poesía Argentina (Buenos Aires, 1992); Primer Premio Joven Literatura (Poesía) de la Fundación Amalia Lacroze de Fortabat (Buenos Aires, 1996); Primer Premio del Concurso Internacional de Ficción (Montevideo, 1996); Primo Premio Tuscolorum Di Poesia (Sicilia, Italia, 1996); Primer Premio de Novela Letras de Oro (Buenos Aires, 2003); Accesit 10éme. Concours International de Poésie (París, 2003) y el Premio Internacional para Obra Publicada “Macedonio Palomino” (México, 2008). Ha recibido el título de Compagnon de la Poèsie de la Association La Porte des Poètes, con sede en la Université de La Sorbonne, París, Francia. Miembro de la Sociedad de Escritoras y Escritores de la República Argentina. Sus 36 libros de poesía, ensayo, narrativa y teatro fueron publicados en Argentina, Chile, España, EE.UU., Italia, México, Suecia, Venezuela y Uruguay

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