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Agosto 2018

EL ÍCONO DEL VÉRTIGO. Omar González

I

Tal vez yo soy ese que espera al final del túnel.

Hablo con los ojos cerrados.

Alguien

ha plantado en mis párpados

un bosque de agujas magnéticas,

alguien

guía la hilera de estas palabras.

La página

se ha vuelto un hormiguero.

Octavio Paz, Nocturno de San Ildefonso.

 

Recordó bien esos días de vértigo y tristeza. Los mismos días en los que había regresado a la casa de paredes blancas y estancias a desnivel en San Andrés Totoltepec, uno de los pueblos que sitian a la Ciudad de México, que forman parte de ella y se extienden con su propia geografía desde los viejos ramales carreteros.

Ese era el caso de San Andrés, surgido a ambos lados de la carretera vieja a Cuernavaca como quien enrumba a Tres Marías. Una ciudad dentro de otra. Sucesivas matrioshkas urbanas, interminables; con sus festejos y su santo patrono, su ritmo propio y su expansión irrefrenable. Calles empinadas y cuestas de piedra y lodo; pueblo de iglesias y litigios permanentes contra el ubicuo ente llamado Ciudad de México.

Muchos meses después, tantos que no podía aunque quisiera recordar cuántos habían transcurrido ya, había estado también ahí para escuchar, leer y comprender; para recordar como ahora, la voz imposible y sonora, dura como piedra resbalando por la vereda caliza, siempre viva en sus oídos, de Amada Sauré.

“Esa madrugada, finalmente, ella logró lo que acaso quería. Dejar de cantar en la oscuridad o desde la oscuridad, no lo sé… Por esa misma oscuridad por la que se había desplazado a todo vértigo”. Inhaló sucesivamente y hacia sus pulmones del aire apenas frío de la noche junto con una larga fumada a su cigarro y un trago bebido de un golpe y hasta el fondo de una buena vez antes de agregar, luego que cesó el temblor de su cuerpo tras del golpe de la ginebra en su garganta:

“¿A partir de qué momento había iniciado esa carrera loca y frenética hacia la oscuridad?”, se preguntó Amada Sauré a sí misma, subida ya en el primer escalón de su propia danza por el desfiladero de su incipiente ebriedad sin dejar de ejercer el ritmo atemporal e incontrolable de su monólogo:

“¿Cuándo? ¿Cuándo su papá se fue de casa antes de que cumpliera diez años? ¿Cuándo la castigaron duramente por cantar todo el tiempo en clase dislocando el aula y la paciencia de sus profesores?, ¿Cuándo?”, se preguntó de nuevo anclada a esa copa extrema y semifinalista que nunca ve su final.

“¿En qué momento su voz de contralto y sus ojos aceitunados cedieron su virtud hacia el alcoholismo y los estupefacientes?, ¿dónde estábamos entonces y haciendo qué cosas que nadie pudo decirle nada? ¡Dónde?”.

“Fue en uno de esos días que no pudo más y se deslizó veloz, irrefrenable y loca, hacia ese cielo infernal que llamamos el club de los 27. ¿Por qué el ángel de su voz tuvo que abandonarnos? ¿Por qué?”.

Habían estado oyendo jazz desde las primeras horas de esa noche sentados en los equipales de mimbre de la terraza, con la luna recostada sobre el césped iluminando un espejo de agua hundida en el fondo azul de la piscina mientras John Coltrane seducía la noche con Soul Eyes y la cadencia acariciante de su sax, a ratos suave, a ratos liberado, pretendiendo embridar al potro de la seducción.

Miraban hacia la alberca, sentados cada uno en su equipal, apurando cada quien el prólogo de la lucha contra sus propios demonios, esa copa sin número y sin fin; esa copa de consonancias tanáticas que lo mismo resulta pendenciera o melancólica, rebelde o acaso concluyente. La imposible copa final.

Desde esos mismos equipales observaron como el cielo se fue punteando de estrellas. Hacia el sur, los espasmos del volcán son coronados por el magma rojizo que reverbera incandescente para superar la densa oscuridad que cubre la montaña, una cascada de lava escapando de las fisuras del domo.

Del par de bocinas Bose empotradas en la pared por encima de la barra caoba que hay en la terraza, emerge la voz de Ella Fitzgerald ejerciendo con soberbia su carácter de aristócrata del jazz en una melodía plena de pena. Suena Ella más devastada que nunca en esa versión de Sentimental Mood cuando proclama: “In a sentimental mood/I can see the/stars come through my room/While your loving attitude/Is like a flame that lights the gloom/On the wings of every kiss/Drifts a melody so strange and sweet/In this sentimental bliss/You make my paradise complete”.

II

Though I’m rather blind

Love is a fate resigned

Memories mar my mind

Love is a fate resigned.

Over futile odds

And laughed at by the gods

And now the final frame

Love is a losing game.

Amy Winehouse/Love is a losing game.

 

Habían regresado a la casa en San Andrés antes que el sol se ocultara y un enjambre de motociclistas bajara de Tres Marías inundando de ruido la curva, una L invertida que debían sortear para internarse en la imperfecta pendiente de tierra seca y empedrado desigual que terminaba frente al portón de lámina negra que separaba la casa del último tramo de piedra caliza y dura por la que se llegaba.

Venían de escapar de los postres de una comida tumultuaria e inútil por lo que festejaba. Un aniversario estúpido y prescindible como todo aniversario pero finalmente inevitable; vana aritmética humana que festeja incordios y deslealtades bajo el oropel siempre falso de las imposibles lealtades familiares, las de pareja, las personales.

Han decidido regresar antes de que el evento se eternice y para que Amada Sauré pueda encender el reproductor de discos compactos a todo volumen; para someterse a la intemperie del aire que baja de la montaña y se transforma en el rocío anticipatorio de una nueva madrugada fría; para que pueda ella o ambos, convocar a sus demonios interiores a horcajadas de la música de Charlie Parker, John Coltrane, Chet Baker, o Gary Burton; de la síncopa de Miles Davis; de las voces de Nina Simone, Etta Jones, Ella Fitzgerald o Amy Winehouse… Pero sobretodo de esa voz…la voz de Amy Winehouse.

Esa noche crees que Amada habla contigo  pero en realidad le habla al vaso con ginebra y agua quina y a ese espacio vacío que la nada ocupa en el equipal de mimbre que ella tiene frente a sí.

El cuarteto de peces translucidos se mueve al suave compás de la mano derecha de Amada como rehenes de su pecera tubular; inexorablemente dispuestos a ser engullidos por ella o a diluirse en la mezcla de gin y agua quina liberados ya de la solidez que los limita, vueltos el libre líquido que fueron antes de ser un cuarteto de pececillos translúcidos.

Al empezar a hablar, Amada levanta los ojos para fijarlos en la voluta de su cigarro. Te dice, o crees que te dice: “esto nunca lo he platicado con nadie…ni lo he escrito; apenas unas notas doloridas en su momento y había evitado a toda costa recordarlo…hasta ahora. Yo estaba en Londres el día que Amy Winehouse amaneció muerta y rodeada de tres botellas vacías. Ese día llovía…como siempre, o casi. Un sol raro se asomó a veces en los días previos a la hora de un improbable Ángelus londinense. Ese día no fue la excepción. Qué extraño que entonces, pese a todo, lo viera y lo pensara así”.

Al tiempo que la escuchas lees sus notas. Las tarjetas de media carta donde ha consignado datos. Las libretas de pasta dura y hojas cuadriculadas y amarillas donde ha trazado los párrafos que dan cuenta de una vida, de su vértigo y su final, de su conversión en ícono.

“Yo estaba ahí, te dice, porque luego de varias cancelaciones ella había accedido a una entrevista convenida para el lunes siguiente. Murió el fin de semana previo. Era el fin de semana del 23 de julio. Sábado”.

Lees, pero a ratos lo que escuchas es la voz de Amada leyendo esas mismas notas mientras desde las bocinas Amy Winehouse pregunta abrumadoramente “¿Will you still love me tomorrow?”. Lo hace con una suavidad que a veces pareciera evocar otro siglo y otras voces…La última voz del jazz, piensas.

Escuchas o… ¿escuchan? No lo sabes realmente, pero Amy no deja de crucificar en las bocinas su voz de madera sangrante: “Tonight you ‘re mine completely/ You give your love so sweetly/ Tonight the light of love is in your eyes/Will you love me tomorrow?/ Is this a lasting treasure/ Or just a moment’s pleasure?/Can I believe the magic of your sighs?/ Will you still love me tomorrow?”.

“Papá se fue de casa cuando yo tenía nueve años”. Lo lees en las notas escritas por Amada. O escuchas que las lee con su voz inconfundible, aunque nublada ya por el alcohol.

Sigues leyendo. O escuchando, o ambas cosas. ¿Quién puede saberlo ya?: “Me dejó con mamá y con Alex y las canciones de Frank Sinatra que él cantaba lo mismo en casa que mientras manejaba su taxi. Esas fueron también las canciones que me llevaron a mi primera expulsión escolar. Estar y no estar. Dentro y fuera. Siempre buscando. En la oscuridad y en la luz”.

“¿Por qué se fue papá cuando yo tenía nueve años?” Y tararea la letra de esa canción que en su voz es lamento: “¿Will you still love me tomorrow?”. “¿Por qué se fue papá?” vuelves a leer la pregunta de Amy en las notas escritas por Amada y acaso a escucharlas en la voz de ella misma, que no es más que es la voz de Amy ahora.

 

 

III

Y así seguimos adelante,

botes contra la corriente,

empujados sin descanso hacia el pasado.

Francis Scott Fitzgerald. El gran Gatsby.

 

Les a saltos las páginas de una de las libretas. Vuelves a leer y a escuchar la voz de Amada mezclada con el contralto y el soul de Amy: “a los trece tuve mi primera guitarra. Y a los dieciséis mi primer contrato. A los 20, la disquera sacó a la venta Frank. Ése fue mi primer éxito. ¿Por qué no tuve siempre 20 años? ¿Por qué? ¿Por qué tuve que crecer? ¡Si hubiera tenido siempre veinte años…!”

Mentalmente agregas un párrafo y lo lees en tu mente antes que escribirlo y leerlo en la página que ya no está en blanco: “Ese fue mi primer éxito”. Y lo entrecomillas para luego, punto y seguido, leer, ya entrecomillado: “Y el inicio del vértigo, el voraz incendio letal de alcohol y drogas duras en que su vida se convertiría. El exceso y el escándalo como referencias. Y la voz de ese cuerpo buscando salir siempre de su oscuridad; peleando siempre contra el alcohol, su verdugo, su enemigo; guadaña líquida enseñoreada día a día contra su sangre. Sí. ¿Por qué no tuvo siempre veinte años?”.

Ovillada en el equipal de mimbre; enredada en una chalina de seda negra en la que se retratan suaves hilos de oro, es Amada Sauré quien cuenta sin consultar sus notas y narra todo lo que sabe o cree saber.

Se lo cuenta a la noche, al vaso colmado de ginebra y agua quina. Al cenicero repleto de cigarrillos aplastados contra el fondo de vidrio…al equipal vacío que tiene enfrente.

Parado atrás de la barra preparas nuevos tragos. Prendes un cigarrillo y con tu exhalación crees tapar la del volcán que desde el horizonte vigila la noche. Crees que la brasa de tu Newport mentolado es el magma del volcán escapando de su domo entre las volutas del humo del cigarrillo, liminares de las fumarolas que allá, muy lejos, anidan.

Piensas que todo es humo. Una vida, un sueño, un fracaso; un viaje inacabable al pasado, un túnel sin luz ni final. Una caída en el precipicio. Un deambular entre acantilados, buscando equivocarse y caer. Como crees ver caer a Amada y a ti mismo. Pero no, no lo sabes; no lo piensas. No lo entiendes. No todavía.

“Estaba llamada al éxito”, te dice. “Y el éxito se transformó en excesos, clínicas, alcohol; la catarata líquida en que se hundió irremediablemente la noche de ese día”.

“Estabas tú también llamada al éxito” le dices a Amada pero ella no te escucha. No te ha escuchado nunca, crees. Y no has sabido de ella desde hace mucho tiempo. Como tampoco sabes de ti. Todo vertido de la misma manera entre los vasos, el gin y el agua quina, el océano de esa noche en que dejaron de saber de sí.

Regresaste a San Andrés meses después a retirar tres o cuatro cosas de la casa. El jardinero que podaba la maleza y cuidaba las buganvilias te dijo que “la señora” se había ido sin avisar. Que él seguía podando el jardín y deshierbando las plantas porque su pago le era cubierto semanariamente; que la persona que lo buscó también le había dado una carta “escrita con la letra de la señora, ¿quiere verla?”, donde le daba instrucciones precisas. Dijiste que no. Que no era necesario.

Pensaste entonces en Amada y en cómo había vuelto complicada su vida sin necesidad de hacerlo. Ella, que lo tuvo todo, piensas.

Recordaste todo esto semanas después. La misma tarde en que casi veintitantos meses después de aquellos días regresaste al condominio en que vives luego de un viaje; el mismo condominio desde el que has podido ver amanecer luego de cada una de tus noches de insomnio, ése que sólo doma el alcohol.

Si en lugar de ver el horizonte como ahora que has regresado pudieras ver sin obstáculos hacia tu lado derecho, podrías ver como el río se pierde y se mezcla con el mar. Pero no, no puedes verlo salvo cuando tomas por el puente viejo y casi nunca puedes poner atención a ese detalle pero sabes que está ahí y que visto el horizonte desde el piso 29 de esa torre de condóminos, cinco pisos por debajo del pent-house, aquella visión primera es ya un detalle menor.

Una vez más revisas las notas de Amada Sauré. Sabes que ahí hay un texto. Escribes. Rehaces. Reescribes la historia. ¿Cuál historia? ¿La de Amada? ¿La de Amy? ¿La historia que hubo –o la que no— si es que alguna hubo realmente una alguna vez?

Te pierdes otra vez en el sonido de la voz de ese ícono temprano que fue Amy Winehouse. Una brisa cada vez menos suave se anida en la terraza del piso 29. Frente al breve balcón de acero; observas el mar. Subes el pie derecho en la primera hilera irregular de celosías, más ornato que defensa, piensas. Una parvada de aves de costa parece estar al alcance de tus manos si te estiras un poco, solamente un poco…

Subes el otro pie en la segunda hilera de celosías sin apoyarte en el barandal. En tu mano izquierda las cuartillas de esa otra historia que no has escrito emprenden su vuelo germinal.

De tu mano derecha resbala un vaso con ginebra sin mezclar y azota contra el piso de la acera vacía, 29 pisos más abajo…mientras el vaso cae y las hojas vuelan, vuelves a mirar el horizonte, como si en efecto todo hubiera dejado de importar y la gravedad no existiera.

Podrías volar –piensas, o acaso crees que piensas— como vuelan las cuartillas que se lleva el viento; podrías jugar a ser también un ícono… vivir el vértigo… o seguir pensando. El viento hace aletear el  cuello de tu camisa, miras el horizonte y persigues ¿con la vista?, ¿sólo con la vista?, las cuartillas que siguen volando, desafiando la gravedad, huyendo de todo, como tú mismo, arrojado al vacío en que estas mismas cuartillas se precipitan.

© All rights reserved Omar González García

Omar González García Nació en Veracruz, México, en 1962. Publica desde hace cuatro años la columna Anaquel en diversos medios de Oaxaca y en La Jornada-Veracruz reseñas sobre libros.

twitter: @Pagina23Anaquel

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