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Septiembre 2021

DE SUEÑOS Y MUERTES. Mercedes Pascual Zavala

Hay un poema de Xavier Villaurrutia, Nocturno en que nada se oye,  cuyos últimos versos son: “muda telegrafía a la que nadie responde/ porque el sueño y la muerte nada tienen ya que decirse”. Y la primera pregunta que uno habría de hacerse —al menos yo lo hago— es, ¿por qué habrían de decirse algo? Y en caso de decirse, ¿qué es lo que se dicen? Un buen punto de partida son el sueño tranquilo y la muerte en la mitología grecorromana: hijos de la noche (Nix), Thanatos e Hypnos (Mors y Somnus en latín) son la muerte y el sueño respectivamente.

Por un lado es fácil pensar en una similitud entre muerte y sueño en términos corporales: cuántas veces hemos escuchado decir que alguien murió como durmiendo, o que un durmiente está sumido en un sueño tan profundo que parece muerto. Eso tiene que ver con la apariencia, la posición corporal; con los miembros sueltos y la expresión relajada. Al cadáver, además, solemos tratar de darle una expresión parecida a la del durmiente, pues al fin y al cabo, la metáfora por excelencia para referirse a la muerte es la del sueño eterno.

Algo menos obvio pero también más sugerente es la inversión del símil, es decir, el uso de la muerte para referirse al sueño, que quedaría entonces entendido como muerte temporal. Esto es sugerente primero porque vinculamos al sueño con la idea de noche y a la muerte con la oscuridad. La noche es la contraposición de la claridad diurna, del sol y lo que normalmente asociamos con la vida, es la oscuridad más notoria e inmediata. Lo interesante del símil y de que ambos conceptos se presten para explicarse mutuamente, es que en primera instancia sugiere una relación con la paradoja de la existencia humana, y con esto me refiero a esta idea, que ocupa gran parte de la historia del pensamiento occidental, del hombre como una contradicción encarnada en la que se enfrenta un fragmento de eternidad al que pertenece el alma, tanto racional como espiritual, con la dimensión corporal, que es lo perecedero, lo que le ata a las pasiones y apetitos y lo que le impide unirse con lo Uno o lo divino.

Por otra parte, y aquí es donde cobra particular relevancia que la noche sea madre tanto del sueño como de la muerte, la oscuridad nocturna puede ser también el terreno de la actividad intelectual o espiritual. Por ejemplo, el filósofo Marsilio Ficino o el médico Robert Burton recomiendan durante el Renacimiento a los melancólicos estudiar en la madrugada para evitar el sol más intenso, que embota los sentidos. El sueño como muerte temporal es la idea del sueño como posibilidad de una liberación espiritual aunque sea de duración limitada.

Por eso desde tiempos muy tempranos se utiliza el sueño filosófico para dar autoridad a ciertos argumentos. Un ejemplo clásico es el texto de Cicerón, Sueño de Escipión, comentado por Macrobio, quien señala justamente la función del Sueño como condición de posibilidad para el viaje del alma. Es en este sentido que se encamina el Primero Sueño de Sor Juana Inés de la Cruz, que no quiere decir que Sor Juana haya soñado ese viaje, pero tiene el mismo principio. El inicio del poema sitúa una atmósfera nocturna en que la oscuridad y la quietud se asientan: “Piramidal, funesta de la tierra/ nacida sobra, al cielo encaminaba/ de vanos obeliscos punta altiva/ escalar pretendiendo las estrellas”. Los pájaros han dejado de cantar y los murciélagos surcan el cielo, cuando el alma asciende entre el silencio, se eleva a las alturas y se enfrenta a la inmensidad espiritual.

Entonces, por un lado se encuentran esta noche, esta muerte, este sueño, que posibilitan el crecimiento espiritual, mientras que por otro nos encontramos con fenómenos terribles, como la noche del alma. Sucede sobre todo entre los místicos de los Siglos de Oro, como San Juan de la Cruz, cuyo poema Noche oscura del alma es de hecho el que le da nombre a este fenómeno. Esta expresión alude a la oscuridad de la noche cerrada, una oscuridad vacía que tiene que ver con el sentimiento de abandono provocado por el momento en que no se encuentra a Dios. Siempre me ha parecido que esto queda muy bien reflejado en el Salmo 102, que se llama “Oración de un afligido” y reza:

Paso mis noches gimiendo

como ave solitaria en el tejado1

Es un gemido que se estrella en el vacío, gemido desesperado porque implora la respuesta de un dios que no aparece.

Tenemos también la muerte del alma, un fenómeno medieval. Esto es interesante porque está ligado de manera mucho más estrecha a la melancolía, pues es un mal provocado por una de las formas que toma aproximadamente a partir del siglo V, la acidia. Uno de los catalizadores de la acidia es el demonio meridiano, que curiosamente ataca durante el mediodía —la hora precisa en que el sol llega a su cenit y sus rayos abrazan con más fuerza—, provocando que se adormezcan los sentidos e invada la somnolencia, de manera que no se puede pensar ni meditar. La acidia se transforma en un mal que poco a poco aniquila la vida espiritual del individuo, es un mal que alarga el tiempo de manera insoportable, lo vuelve pesado, obliga a la mente a desearse siempre en otro lado, hasta que termina provocando que la existencia carezca de cualquier sentido. Es de los males más temidos entre los claustros, pues la muerte del alma, dada su naturaleza eterna y divina, es mucho más terrible que la corporal.

En el otro extremo tenemos el asunto del duelo y la manera en que nos enfrentamos a la muerte como pérdida. Melancolía y muerte tienen en este sentido una relación muy estrecha, no solo desde el planteamiento explícito de la melancolía como una especie de duelo desarrollado por el psicoanálisis, sino incluso desde la teoría humoral hipocrática. La bilis negra, causa de la melancolía, tiene como efectos característicos la tristeza sin motivo que muchas veces al originarse en una pérdida  deriva en locura, por supuesto esto entre una amplia variedad de síntomas.

Así pues, muerte y sueño se encuentran de nuevo para servirse de puente. Una de las melancolías más comunes es la amorosa, aquella provocada por la pérdida del amado que suscita en el individuo el asedio del fantasma, entendido como esa fabricación mental que adquiere casi existencia independiente de la voluntad del sujeto, pues se hace presente cuando quiere. Podríamos llamarle, con otras palabras, obsesión. Aquí, la muerte tampoco es necesariamente literal aunque la pérdida sí que lo es, y el sueño sirve, en muchas ocasiones, como medio de comunicación y reunión con aquello que se ha perdido. Un ejemplo muy conocido e interesante es un texto de finales del siglo XV atribuido a Francesco Colonna titulado el Sueño de Polífilo, que relata la travesía en sueños de un hombre —Polífilo— en busca de su amada Polia. A pesar de estar muerta en la vida real, en la vida y sueños de Polífilo cobra la forma de un fantasma.

Entonces, lo que tenemos es un marco desde el cual se puede pensar la muerte en distintos términos, y justo creo que una de las primeras preguntas que nos tenemos que hacer es: ¿qué es la muerte y qué entendemos por ella? ¿Es ausencia? ¿Inexistencia? ¿Simplemente aquello significado por un electrocardiograma plano? Es decir, ¿el fin de la vida biológica, algo como un chasquido que apagó la máquina y se acabó?, o es un paso a otro tipo de vida, o más bien una Nada, una Nada que se apropia de uno sin implicar necesariamente el cese de la actividad cardiaca y cerebral, que justo es aquello que en el siglo XIX se convierte en tedio, spleen o ennui: el vacío.

Lo que hago es pensar en distintas formas de morir y soñar, de manera que el morir no se agote en la vida que ha caído, la muerte biológica, sino que se abra la posibilidad tanto del muerto en vida como del que vive aún estando muerto. Otra vez, separando los términos de sus acepciones clínicas y biológicas, para pensarlos en términos más bien de formas de existencia. Porque el preciso instante en que muerte y sueño se funden y enmudecen, es aquel en que podemos hacerlos hablar”.

1) Original en latín: “Vigalvi, et factus sum sicut passer solitarius im tecto”.

© All rights reserved Mercedes Pascual Zavala

Mercedes Pascual Zavala (Aix en Provence, 1997). Egresada de la licenciatura en Filosofía por la UNAM, ha colaborado con distintos proyectos sociales y es miembro, desde 2018, del grupo de investigación transdiciplinario Arte + Ciencia.

No pude evitar pensar en "¿Y para qué poetas? de Heidegger con tu texto, Mer. ¡Me encantó!

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