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enero 2019

UN “FUEYE” DE PLATA. Omar González

I

El inmenso DC-10 de Aerolíneas Argentinas, albo y celeste, comandado por el capitán Postiglione despegó puntual de Ezeiza a las 17 horas de Buenos Aires, las 14, hora de México, la tarde, acaso fría de ese austral sábado de julio.

A 20,000 metros de altura y velocidad estable los entretenimientos pueden ser diversos. Ver una película, escuchar música; doblar sin prisa las páginas de El Gráfico de esa semana comprado la tarde anterior o abrir las de El Clarín o La Nación, los célebres rotativos bonaerenses cuyas instalaciones –prensa, talleres, redacción— había visitado la mañana anterior antes de abandonar Buenos Aires luego de más de un recorrido por barecito acogedores, por El Tortoni e innumerables milongas. Tras recorrer el Palacio de Justicia, la Casa Rosada, El Obelisco y la cosmopolita Nueve de Julio que nunca se cansaría de recordar.

Había hecho esos recorridos y otros como quien recorre un cuerpo femenino: con la avidez del novato y la parsimonia propia del don Juan cuarentón en que lentamente se convertía.

De la misma forma, ávida y parsimoniosa, atemperada –pensó entonces— con que antes, durante y después de aquel viaje iniciático, habría de recorrer la piel joven, firme, consistente, de Laura Quinzano que, inmolada bajo el sol de Isla Margarita en las costas venezolanas habría de perderse después en el tráfago intenso de los años por venir.

Miró a la derecha y sus ojos pudieron distinguir el banco de nubes que el DC-10 iba rompiendo en su vuelo. Recordó que tres noches atrás había asistido a disfrutar el espectáculo majestuoso de la mítica cantante que ya era Adriana Varela y cenado después en Avellaneda mientras un bandoneón iba engarzando con la noche cayendo sobre el conurbano la honda magia de su sonido vital, tan vital como un cuerpo, como un cuerpo que respira, que tiene vida propia.

Ávido sí, volvió a pensar, pero pensó también, atemperado. Como había empezado a serlo en esas vacaciones vividas junto a Laura Quinzano y como habría de reafirmar unas noches después en el Policlínico al que en una suerte de milagro inesperado y un sonido vital lo llevaron.

El timbre que prolongaba los anuncios del capitán de la nave lo sacó de sus cavilaciones:

–Señores pasajeros, les habla el capitán Postiglione…

Recibió el golpe de silencio que siguió al anuncio del capitán del DC-10 como un mal augurio que se le clavó en la boca del estómago.

—De Ezeiza me acaban de informar, dijo el piloto, que hace 30 minutos falleció nuestro compatriota, el maestro Astor Piazzolla, en el Policlínico de Nuestra Señora de Luján. Descanse en paz.

Un silencio más hondo al que antecedió el anuncio del capitán se hizo en la cabina de pasajeros de la nave que alba y celeste se confundía con el cielo, “que era azulejo entonces”.

Cerró los ojos y vio en su memoria el recuerdo que tenía de Astor Piazzolla. Un Astor vital, rotundo, astral y mágico como su música, apoyando su pierna derecha sobre el banquillo y haciendo salir de su fueye las notas más prodigiosas que jamás hubiera escuchado. Intacto en su memoria estaba aquel año futbolero y lejano de 1978 en que la televisión había puesto de moda, en buena hora, algo más que el fútbol.

Y de entre lo que aquel año trajo estaba esa imagen, la de Astor Piazzolla; la misma imagen que justo hoy, ante el anuncio de su muerte, a 20,000 metros de altura, venía a él: Astor Piazzolla, en vivo, en el Olympia de París haciendo sonar su bandoneón  para interpretar La suite troileana, Adiós Nonino, Zita, Libertango, Violentango y recordó también, porque jamás podría olvidarlas, las palabras del músico a lo largo de la entrevista que como parte de aquel programa grabado por la televisión francesa corrían aparejadas a la música.

–Tenía seis años, recordó que había dicho Piazzolla— y mi padre me regaló un bandoneón. Pudo ser un sax y habría hecho jazz…pero fue un bandoneón…e hice tango…En ese entonces vivíamos en Nueva York y el regalo que esperaba eran unos patines. Sólo tenía seis años…

Se recordó entonces así mismo hablando con su abuelo la mañana siguiente: Anoche escuché a un músico argentino, le dijo, y agregó: Es un prodigio, una música vital como nunca antes había escuchado. Algo fuera de este mundo…

Su abuelo lo escuchó con la calma y la paciencia que le habían dado los años. Lo miro y le acarició con dulzura el cráneo rapado y reluciente tras su ingreso formal  la Facultad de Medicina para decirle:

–Anoche, entonces, conociste la zapada…

–¿Qué?

–Que anoche conociste la zapada, la ejecución intensa y prolongada de un tango… Yo también vi la televisión. Y eso, lo que escuchaste, es tango…Tango de vanguardia, tango nuevo, nuevo tango; la experiencia musical y acaso de vida, de la ciudad de Buenos Aires o como le quieras o le quieran llamar. Pero ahora –y al decirlo su abuelo sonrió— dado que de la zapada no te podrás sustraer nunca pues ya te ha atrapado, vamos a escuchar a Gardel.

De la gaveta del ropero sin luna en que guardaba sus todos sus recuerdos, el abuelo extrajo su colección de discos de Carlos Gardel para decirle:

–Ahora vas a conocer el tango tradicional, el de mis tiempos, de esos tiempos en que, canturreó bajito: Eran otros hombres más hombres los nuestros./No se conocían cocó ni morfina,/los muchachos de antes no usaban gomina./ Te acordás, hermano? ¡Qué tiempos aquéllos!/¡Veinticinco abriles que no volverán!/Veinticinco abriles, volver a tenerlos,/si cuando me acuerdo me pongo a llorar.

Caminó entonces el abuelo lentamente hacia el viejo fonógrafo y lo encendió. Escuchó entonces y pudo escuchar de nuevo, pero ahora entre el cielo y las nubes, la voz inolvidable y prístina, inconfundible, de Carlos Gardel, fluyendo libérrima, acaso triste o solamente melancólica, trabajada por los invencibles duendecillos del polvo que en el surco de un viejo disco de 78 revoluciones por minuto, podían caber: Me persigue implacable/su boca que reía,/acecha mis insomnios/ese recuerdo cruel,/mis propios ojos vieron/cómo ella le ofrecía/el beso de sus labios/rojos como un clavel./Un viento de locura/atravesó mi mente,/deshecho de amargura/yo me quise vengar,/mis manos se crisparon,/mi pecho las contuvo,/su boca que reía/yo no pude matar…

La imagen siguiente se perdió en la pregunta inesperada pero solícita de la aeromoza:

–¿Café?

Asintió con un movimiento indubitable de cabeza y procedió a bajar la mesilla empotrada en el asiento que tenía frente a sí. Clavó los ojos en el líquido que la aeromoza vertía en la taza y vio reflejada ahí también, porque la borra del café y el recuerdo de su abuelo eran indisolubles, la imagen de quien había llenado sus días infantiles con relatos plagados de fantasía y realidad diestramente mezcladas como cuando en el muy fuerte seísmo de 1969 y mientras lo abrazaba apoyándose en el marco de la puerta, le decía que los elefantes del circo que apenas ayer habían visto llegar a la ciudad habían estornudado y que brincaban ellos, los elefantes, para festejar su estornudo hasta llegar a la mañana azul de aquel 1978 ahora tan lejano.

Lo vio sentarse en la vieja mecedora y cerrar sus ojos, cansados ya de tanta vida vista y semiocultos por los anteojos de armazón color carey y cristales verde botella para escuchar decirle:

–Nunca pensé, de entre todos los libros que te he regalado, que llegaría la hora en que todavía estando vivo, habría de regalarte este tomo de La historia del tango, del Che Sarelli.

Lo vio jalar para sí un ejemplar forrado con papel de regalo navideño y buscar, con la escasa celeridad que un Parkinson recién estrenado le permitía, una birome de tinta azul. Mientras, fuera del avión y dentro de sus recuerdos Gardel seguía inundando el reducido espacio de la recámara de paredes azul cielo y ventanales recubiertos por los negros visillos que impedían el paso del sol.

Lo vio abrir la portada y buscar una página con el espacio suficiente para plantar ahí, desafiando a todos los años por venir, el trazo tembloroso de la letra script que, orgulloso, su abuelo utilizaba. Le entregó el libro y se pudo recordar leyendo entonces la dedicatoria:

Conserva este regalo sencillo de lo que fue un pasado ya lejano, que alegró a los jóvenes de los años veinte, que son una nostalgia de lo que ya no volverá. Luego, la fecha, junio de 1978 y el trazo decidido de su firma, la misma firma que cada catorce días debía estampar en el recibo de la magra pensión que los Ferrocarriles Nacionales le entregaban en las oficinas de la vieja terminal de Buenavista.

 

II

 

Cerca de la medianoche mexicana, todavía en horas de ese sábado, llegó a la Ciudad de México. La inmensa mole de acero se posó suavemente sobre la pista 23-A izquierda del Aeropuerto Benito Juárez. Al recibir el último sello en su pasaporte ponía fin al periplo iniciado casi 20 días antes en ese mismo aeropuerto, disfrutando de las costas venezolanas y el sinuoso cuerpo de Laura Quinzano y concluido en Buenos Aires asistiendo a ese congreso internacional de neurología.

Beneficiario de su posición en el sistema hospitalario federal había podido empalmar sus vacaciones anuales, las que debió tomar en mayo y que recorrió para efectos del congreso. Y no, para nada estaba arrepentido de haberlo hecho.

Si lo días de sol y pasión en Isla Margarita al lado del cuerpo joven, firme, dispuesto, de Laura Quinzano, su compañera de viaje que recién estrenaba su especialidad en cardiología habían alcanzado noches apoteóticas. Las jornadas congresionales en Buenos Aires a donde llegó luego de siete días de sol, luna y pasión al lado de la Quinzano, habrían de resultar, en término profesionales, sumamente provechosas.

Los ponentes del congreso eran de lo más calificado y varios de ellos habían presentado avances novedosos para el tratamiento de diversas enfermedades neurológicas.

Empero, si algo lo impresionó hondamente fue la conferencia de uno de sus pares mexicanos que radicado en Estados Unidos había presentado con los tecnicismos estrictamente necesarios, una tesis acaso sobresaliente aunque no por ello novedosa en sentido estricto.

–En resumen, dijo el ponente; –si nosotros tenemos un paciente en coma es muy probable, perdonarán la obviedad, que ese paciente muera. Pero inclusive en ese estado de coma, se trata de un ser humano, de un ser humano que conserva, me gustaría decir que intactas, sus emociones más íntimas; sus recuerdos más hondos, pese al daño cerebral que padece y casi sin importar la magnitud de éste. Para de alguna manera comprobarlo, en el hospital de la Universidad de Cornell, con la autorización de los familiares de uno de nuestros pacientes hemos trabajado en lo siguiente…

Frente a la audiencia de neurólogos de varias partes del continente se develó el telón que protegía la pantalla en que se proyectaban las imágenes, ya videos, ya transparencias, que el expositor utilizaba.

En primer plano, en una toma abierta aparecía la sala de un hospital, aséptica hasta el último de sus confines. Era la sala de terapia intensiva del Hospital de la Universidad de Cornell. En ella, un hombre no mayor a los 50 años yacía en una cama rodeada de tanques de oxígeno, sueros, sondas, catéteres. Los testigos de un sueño que efímero o eterno, los escuderos mecánicos y científicos de una muerte que, como bien saben todos los médicos –ángeles de anestesia y escalpelo— es siempre estéril, prueba de finitud siempre prematura.

El médico explicaba lo que las diversas imágenes mostraban: Como podrán observar, dijo, nuestro paciente está en coma. Llevaba, cuando nuestra teoría pasó a una fase digamos práctica, tres meses en ese estado luego de un accidente de tránsito en una vía rápida en que participaron más de una decena de vehículos. Nuestro paciente se impactó con la parte trasera de un carguero y el que venía detrás lo terminó de compactar pues ninguno de los tres pudo, a causa de la lluvia y la neblina frenar a tiempo o esquivar al auto o a los autos que llevaban delante.

Ahora, continuó, vemos cómo se le colocan al paciente dos audífonos que están conectados a un mini reproductor de discos compactos, ése, el que ven a la derecha de la pantalla. La idea, como acaso pueda entenderse sin necesidad de grandes explicaciones, es estimular con música al paciente o en su defecto con ciertos sonidos o algún ruido. Reaccionó, por ejemplo, negativamente al sonido de la lluvia contra el pavimento haciendo una mueca de dolor pero…y acaso esto sea lo importante –anunció— reaccionó positivamente al escuchar la música de Vivaldi que, curiosamente, concluyó, la familia ignoraba que fuera de su gusto, pues sabido era en su círculo familiar y de amistades que era un reconocido fanático de la música de Glenn Miller y en general un conocedor profundo de la música de las grandes bandas e invitado mensual a un programa de radio.

La exposición derivó hacia preguntas primero específicas y luego más generales sobre el tema abordado por el neurólogo de Cornell. A dos bancas de la suya, Víctor Sisniega alcanzó a ver a la mujer, también doctora, que frenéticamente tomaba nota de las preguntas hechas al especialista y las respuestas que éste proporcionaba. El cabello negro, largo y reluciente tapaba la mitad izquierda de su rostro; en el puente de la nariz, descansaban unos lentes de varillas negras que acentuaban la hondura de sus ojos, negros también. Sus miradas se encontraron en el preciso momento en que el ponente daba por concluida su intervención y también la sesión vespertina de la jornada inicial del congreso.

Ponerse de pie y estirar la mano derecha para decir –Mucho gusto, soy Víctor Sisniega— fue un solo acto al que la mujer respondió con un –Mucho gusto, yo soy Montserrat Barreiro, para luego preguntarle… ¿Y usted…de dónde viene?

–De México, respondió Sisniega sin dejar de mirarle a los ojos para al mismo tiempo preguntarle: ¿Y usted?

–Soy española, pero bueno, tengo doble nacionalidad, así que también soy argentina.

Caminaron hacia la salida intercambiando saludos con otros congresistas. Fuera del Centro Nacional de Convenciones esperaban los espaciosos autobuses que trasladaban a los asistentes a los diversos hoteles en que se hospedaban.

–Supongo que irá a su casa, dijo Sisniega.

–No, debo ir al Policlínico de Nuestra Señora de Luján, ahí ejerzo, luego iré a casa.

–Espero verla mañana.

–Igualmente, dijo ella.

 

III

 

Montserrat Barreiro caminó hacia su auto aparcado en el estacionamiento del Centro Nacional de Convenciones, camino del barrio de Boedo. Metió la llave en el encendido y se puso en marcha al Policlínico.

Recordó que desde hacía seis meses, acaso siete, había ahí, en el Policlínico un paciente especial sobre quien la dirección del sanatorio ejercía una férrea vigilancia. Finalmente, gracias a la inesperada infidencia de una enfermera y la ronda que continuamente empezó a notar de periodistas, músicos y familiares, supo quién era objeto de tanta secrecía y cuidados.

–¿Quién?

–Astor Piazzolla, mujer, dijo la enfermera. ¿Qué no lees los diarios?, ¿qué no sabes que hace casi dos años en París le sorprendió al maestro una trombosis y finalmente pudo ser traído acá, a su país, a su patria?

Dudosa todavía, la Barreiro pregunto: ¿estás segura?

–Si mujer, dijo la enfermera, es el maestro, no dudes.

Montserrat Barreiro no pudo conciliar con facilidad el sueño a partir del día que supo quién era el paciente que recluido en el séptimo piso del Policlínico de Nuestra Señora de Luján concitaba tanto interés y cuidados desde diciembre de 1991. Tenía entonces y seguía teniendo ahora, una fuerte carga de trabajo y los fines de semana, desde 1989, realizaba labores de apoyo comunitario en un geriátrico mantenido por el gobierno de la provincia de Buenos Aires mismo que andando los años, propuesta para el cargo por las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo había terminado por dirigir.

Sin embargo, luego de haber escuchado al colega de Cornell llegó a una conclusión, aventurada, sí, pero conclusión al fin y al cabo: ¿Y si lo intentamos con el maestro?

Lo único difícil –siguió pensando mientras manejaba su automóvil por las calles semivacías a esa hora de la noche— será burlar la vigilancia… Y al decir esto, sonrió mientras esperaba el siga en el semáforo…   y encontrar un loco igual a mí que me acompañe en la aventura.

A fines de junio, el clima suele ser fresco en Buenos Aires, acaso algo frio; pero esa noche, bajo un cielo particularmente estrellado tomó la decisión de ayudar, comprobar, estimular los recuerdos de aquel músico de quien había escuchado hablar tantas veces y cuyos discos, primeros vinilos y luego compactos había empezado a comprar en 1989 hasta llegar a juntar casi 100 junto a su aparato estereofónico. Fue también ése, el año en que se involucró en el trabajo comunitario, el de la conclusión de un matrimonio fallido y la consolidación de un llamamiento vocacional  cuyos orígenes situaba en las acciones que como enfermeras desarrollaron sus abuelas al fragor de los años duros de la guerra civil española en el terrible año franquista y hitleriano de 1936.

Las sesiones del Congreso médico donde coincidía con Víctor Sisniega le permitieron tejer una cercanía profesional. Fue luego de una sesión del Congreso que en un pequeño bar de Avellanada, luego de un espectáculo musical, que Sisniega escuchó las pretensiones de Montserrat Barreiro y la conclusión a la que ella llegaba. La petición que de manera implícita y explícita le hacía:

–Ayúdame, le dijo, no puede fallar.

–Sea que falle o no, le contesto Sisniega, igual me metería en un problema y de menos me corren del país, o termino como Ladrillo pero no creo que ningún barrio me lloré, dijo, con algo de humor.

–Es en serio, dijo Montserrat. Yo asumo la total responsabilidad.

Siguieron platicando largamente, cuando ya la noche se desdoblaba en madrugada descubrieron sus mutuas afinidades, sus recuerdos, sus vocaciones y el cómo de esos llamamientos. Fue casi hacia el final de la plática, convencido ya de secundar los locos planes de la Barreiro, que ella, sin dejar de sorprenderse ni un segundo por la revelada práctica de su colega, expresó con risueña ironía:

–Entonces… ¿vos también tocas el fueye?

–Bueno, tanto como el Maestro no, ¡eh!

–Anda, dale, acéptalo, te gusta presumir eso.

–No, dijo él.

Y le refirió entonces la historia de cómo llegó a Piazzolla, a su música; del libro que le regaló su abuelo recién cuando ingresaba a la Facultad de Medicina y lo duro, difícil y divertido que era, pese a todo, además de aprender nombres de huesos, músculos, órganos y funciones, estudiar música.

Pero finalmente, dijo –y al decirlo sonrió divertido— aprendí. Y la verdad es una excelente terapia.

–¿Lo has hecho en público?

–Solo el día del examen recepcional en la Escuela de Música. La entrada era libre, una suerte de examen abierto en todos sentidos.

–¿Qué pieza escogiste para tu presentación ese día?

–Digamos que mi propia versión de Adiós Nonino, el tango que el maestro…

–Sí, sí, conozco la historia dijo Montserrat.

–Lo toqué para mi abuelo. Yo lo toqué para mi abuelo, afirmó categórico, clavando sus ojos en el cognac  y el expresso y no en los de Montserrat Barreiro. Pero mi abuelo, agregó, volviéndola a ver a los ojos, no pudo escucharlo. Había muerto en 1979.

–Ha pasado tiempo, dijo Montserrat.

–Han pasado cosas, sentenció Sisniega, y más todavía habrán de pasar. Te voy a seguir en tu plan, le dijo.

 

IV

 

La noche del dos de julio de 1992, Montserrat Barreiro y Víctor Sisniega, con el natural talante aséptico de sus batas blancas salieron del ascensor que los condujo al piso del Policlínico en el que desde hacía meses Astor Piazzolla dormía esperando el final; el sueño previo al sueño final; sueño que es fuego rescoldado, fuerza en extinción, principio y fin; extensión de la muerte, consunción de la vida.

Llevaban ambos, aparte de sus estetoscopios, un baumanómetro y un walkman y dentro de éste, un cassette grabado horas antes por Montserrat con la música del Maestro. Avanzaron hacia la puerta de la sala donde se encontraban las habitaciones de terapia intensiva. El pasillo, solitario a esa hora, estaba a media luz, oloroso a hospital, a limpieza profunda. A ese aroma a asepsia que mientras vives, pensó Sisniega, no olvidas nunca, porque, ¡qué ironía!, en un hospital, hasta la muerte puede llegar a dejar un aroma aséptico.

No encontraron a nadie en su camino. Los familiares, previsiblemente, descansaban; la enfermera infidente se concentraba en checar expedientes clínicos para la siguiente ronda médica. Entraron a la habitación apenas iluminada por las luces que indicaban el control del ritmo cardiaco, exacto en su sonido metódico, un tic, al que le hace falta el tac.

Cerraron cuidadosamente la puerta. Pusieron cada uno de los extremos de los audífonos del walkman en cada pabellón auricular y prendieron con muy poco volumen, como había aconsejado el colega de Cornell, el walkman.

El rostro de Piazzolla no registró, con el levísimo sonido que acaso escuchaba, ningún gesto. Subieron un poco más el volumen.

–Parece sonreír, dijo Montserrat en un susurro casi inaudible.

–Solo parece, en realidad, duerme, dijo casi sin despegar los labios, Sisniega.

Permanecieron en la habitación unos ocho minutos, la duración casi completa de la versión que de Adiós Nonino habían elegido; la pieza musical compuesta por Astor Piazzolla hacia 1958 a la muerte de Vicente Piazzolla, Nonino, su padre, en una versión grabada en 1989 en Lausana, durante un concierto en vivo. Faltarían acaso un par de minutos para que la pieza musical concluyera cuando vieron que de los ojos de Astor brotaron dos lágrimas translúcidas, lentas.

–Mira, dijo ella con un grito ahogado, un estupor afónico:

Del lado no afectado por la embolia que había golpeado al maestro años atrás, pareció desprenderse un gesto o, al menos, eso creyeron ver los doctores Barreiro y Sisniega.

Sisniega guardó silencio. Quiso llorar tan lento y tan en paz como Piazzolla pero se rehízo pronto. Avanzó hacia la cama y retiró los audífonos de aquel cuerpo dormido que, lo supo entonces, conservaba intactas sus emociones, sus sentimientos, su dolor. Ese mismo dolor que ahora era también de Montserrat y de él. Una eterna lámpara votiva en sus corazones, el reavivado centinela de su juramento hipocrático, refrendado esa noche, en silencio.

Salieron del cuarto abrazados. En silencio. No hablaron nada hasta llegar al estacionamiento del hospital. En su auto, la Barreiro se deshizo. Se llevó las manos a la cara y lloró. Lloró primero con fuerza, vaciándose toda en un llanto adulto, total, resbaladizo, frío, ubicuo, mercurial. Luego siguieron los espasmos casi convulsivos; un temblor en las manos y una nueva e inacabable cauda de sollozos, prolongados primeros, entrecortados después. Luego, el silencio, la nada, la noche, el fin.

–Maneja tú, le dijo a Sisniega.

Como autómata, Víctor Sisniega obedeció. Buscó la salida del estacionamiento con un largo rodeo hijo del error, el temor y la ignorancia y se metió finalmente en la ruta que marcaba ya la vía a la ciudad. Del cielo empezaron a caer unas gotas tenues, débiles primero y luego brutalmente gigantescas. La ciudad se inundó entonces de un llanto proveniente del cielo, extrapolación del de Montserrat Barreiro. La consumación del llanto que Sisniega no pudo liberar entonces; el anticipo de un llanto por venir en otro sitio, bajo otro cielo y otra luna, pisando ya otra tierra.

Luego lo recordaría todo como si todo acabara de pasar. Como si recién abandonara la habitación donde Piazzolla yacía en el Policlínico, el estacionamiento por donde casi se había extraviado mientras finalmente manejaba hasta dar con Los Arrayanes, el conjunto habitacional donde Montserrat vivía en el otro extremo de Buenos Aires.

 

V

Pero no, ya estaba en México, a más de 40,000 kilómetros de distancia y en el asiento del taxi que lo conducía hacia su condominio en Polanco. Vio las calles, los edificios y las cosas todas de su ciudad; el viaducto casi despoblado de coches a esa hora, los primeros minutos del cinco de julio de 1992. Vio restaurantes abiertos todavía, los cabarets que despedían a su primera tanda de trasnochadores para dar cabida a la segunda, en ese desfile interminable que era la Ciudad de México, tan señorial y tan miserable. De ancha, tan ajena; de tan angosta tan propia.

Buscó en su casa las noticias primeras o quizá las últimas de ese día que para él había durado, como para casi todo viajero, más de 24 horas. Encontró, inopinadamente, que el noticiero nocturno de Jacobo Zabludowsky estaba todavía al aire y justo en ese momento concluía un enlace a Buenos Aires vía telefónica con su corresponsal en esa ciudad. Lo escuchó decir:

–¿Eso es todo lo que se sabe?

–Sí señor, es todo, dijo la corresponsal

–Gracias.

–Seguiremos atentos.

Regresó Zabludowsky  a cuadro y fijó sus ojos en la cámara que lo enfocaba, siempre la uno,  para dirigirse al público que él sabía, lo supo siempre, se sentía individualizado en su mirada:

–Como le informé en nuestro avance de las 19 horas el compositor argentino Astor Piazzolla falleció este día. El gobierno de su país ha decretado tres días de luto y de todo el mundo se reciben ya condolencias.

Hizo una pausa, abalanzó el cuerpo sobre el escritorio y juntó las manos en el inevitable gesto con que daba por iniciadas sus grandes alocuciones cuando una noticia dejaba aparecer en él al gran conversador que era:

–Conocí a Astor Piazzolla hace ya varios años en París. Aníbal Troilo, Pichuco, de cuya orquesta participó como arreglista siendo apenas un joven bandoneonista recién vuelto a la Argentina luego de vivir en Nueva York, le llamaba Gato porque –decía Pichuco— iba de aquí para allá en las teclas del fueye como un auténtico felino. Y fue ahí, en Nueva York, donde el pibe Piazzolla conoció a Carlos Gardel y trabajó junto al Zorzal Criollo en la película El día que me quieras.

Zabludowsky continuó dogmático y suelto, resplandeciente su aura de legitimidad que sólo los años lograron erosionar a medias ante el embate vigoroso de otras voces que encontraron eco lo mismo en otras televisoras que en la radio.

–Fue Troilo, como dije, quien le puso Gato. Al término de cada recital del ya entonces Maestro Astor Piazzolla, súmmum de todos los bandoneonistas, era felicitado por ese otro grande que fue Troilo. ¡Gato, que una nota no se te va!, le decía.

–Y era cierto, continuó Zabludowsky, Ninguna nota se le iba. Es un maestro, porque los maestros, no mueren nunca. Como Gardel, como Stampone, como Maffia, como Laurenz, no morirá jamás. Yo regreso en un minuto para presentarle el programa especial que para usted hemos preparado: Astor Piazzolla, tu música no muere.

 

VI

La imagen televisiva regresó luego del corte de publicidad. En primer plano aparecía Piazzolla caminando al centro del escenario. Cargaba, acunaba a su fueye como la prenda más querida, con la devoción de quien lleva entre sus brazos una ofrenda, adheridos ambos en una conjunción de instrumento y ejecutante. Una simbiosis mística. Luego de una larga introducción del piano a cargo de Pablo Ziegler, Piazzolla hizo sonar desde el bandoneón, ojos cerrados, abstracción total, las notas de Adiós Nonino.

Fue entonces que sonó el teléfono, un ring sonoro, largo, escandaloso en mitad de la noche. Descolgó el auricular:

–Diga…

A más de 40,000 kilómetros de distancia escuchó la voz inconfundible de  Montserrat Barreiro:

–¿Víctor…? ¿Ya te enteraste?

–Si ya…  dijo Sisniega.

–Estoy impresionada, conmovida…

–Yo, yo, yo no sé qué decir…qué decirte.

–Nos hemos quedado solos, dijo ella.

–Sí.

–Solos de solitud.

–Sí, solos en entre la multitud, como él.

–Sí.

Víctor Sisniega ya no pudo ni quiso cerrar los ojos esa madrugada. Apagó la televisión al término del especial que recién habían proyectado y buscó entre la oscuridad una copa de cognac y el camino hacia el minicomponente colocado en una esquina de la sala de su departamento. En la solitud de éste, que era también, a esa hora, la de su calle; la de su vida, de esa otra vida menos febril que había ya sin saber clausurado, sabiéndose ya atemperado acaso sin saberlo.

Puso un compacto, y otro y otro más. Lo emocionó, como siempre, el violín de Fernando Suárez Paz, la guitarra de Horacio Malvicino y el sonido mágico, vital, astral, ya para siempre irrepetible del bandoneón de Astor Piazzolla. Dueño ya de toda la eternidad por los siglos de los siglos a partir de ese momento. Doliente de su muerte, músico de su vida.

Fue entonces que Víctor no soportó más. Reventó en un llanto largo como cascada pero suave, sin espasmos, pero continuo; doloroso, fluido, sí, pero también liberador y catártico, atemperado ya, como todo él en esa segunda naturaleza recién adquirida, la que supo, entonces, ya no perdería jamás, la que clausuraba todos los excesos del pasado, la que esperaba plena para disfrutar los gozos del futuro, como si el futuro hubiera de ser un tango de Piazzolla: actual, melancólico pero no triste aunque sonará así; un tango feliz y a contrapunto.

La primera luz del día lo sorprendió camino al panteón de La Piedad. Estacionó su auto y bajó de él con su propio fueye. Caminó entre los trinos  de un cenzontle. Buscó a uno de los sepultureros para encargarle la inmediata limpieza de la tumba que guardaba, como un pequeño mausoleo, los restos de su abuelo. Pagó tres docenas de rosas y apoyado en un ladrillo apoyó la pierna derecha en él para a las ocho de la mañana de aquel domingo cinco de julio de 1992, luego de doce años de haberlo hecho por primera vez, tocar ahora para la memoria de su abuelo y esa otra memoria iniciática iniciada y concluida en Buenos Aires horas atrás, Adiós Nonino.

Ejecutó la pieza sin extraviarse en ningún acorde; dueño de un aura que nunca más volvería a tener. Convocó entonces todas las notas de la partitura que sabía de memoria; esa partitura plagada de acordes, contrapuntos; de muerte, vida, dolor y llanto que desde aquella lejana primera vez de 1978 le había impresionado y que ahora, por la doble banda del recuerdo y la experiencia le pertenecía integra, indisputablemente.

El sol iluminó la mañana con sus filos de acero, dagas que horadan las pupilas reflejadas sobre los bordes de su Doble A. De su cuerpo, cansado, brotó, como de la música misma, un salmo responsorial, sin prisas, cargado de recuerdos, de un fueye, de un fueye de plata y del ángel portador de esos recuerdos; la gozosa epifanía de un futuro sin prisas, atemperado; como su propia vida y en medio de la solitud que el destino le había preparado, lo supo entonces, desde siempre. (A la memoria de mi abuelo Ángel García Vargas, 1898-1979).

 

© All rights reserved Omar González García

Omar González García Nació en Veracruz, México, en 1962. Publica desde hace cuatro años la columna Anaquel en diversos medios de Oaxaca y en La Jornada-Veracruz reseñas sobre libros.

twitter: @Pagina23Anaquel

 

 

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