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Puede 2016

¿QUÉ TANTO SABEMOS DE SHERLOCK HOLMES? Fedosy Santaella

De una persona tenemos lo que conocemos de ella, lo que vemos de su vida pública y otro tanto de la íntima, si se nos es dado conocerla. Pero también lo que otros nos dicen, lo que otros nos hacen ver. Somos las versiones de otras personas, somos lo que otros dicen y ven en nosotros.

Ahora, ¿qué tanto sabemos de un personaje de una novela o de un cuento?

Umberto Eco dirá que sabemos más de los personajes que de las personas, porque los personajes son lo que está en los libros y nada más que eso[i]. Kurt Wallander vivió a lo largo de veinte años en la serie de novelas que escribió Henning Mankell. Durante ese tiempo, Wallander se divorció, se emborrachó y le fue mal con el alcohol, asesinó a un bandido, se traumatizó por el asesinato, casi renunció a su trabajo, tuvo conflictos con su hija, se reconcilió con ella, se enamoró de otra mujer, perdió a su padre, envejeció, enfermó de diabetes y de agregado empezó a perder la memoria. Es decir, un personaje como Wallander está lleno de riqueza, de matices. Con todo, él es y sólo es lo que está en los libros; de Wallander sólo podemos decir lo que leímos. No podemos saber, por ejemplo, cómo murió, Mankell nunca llegó a contarlo. No obstante, cuando nos referimos a Wallander, estamos hablando del conjunto de una obra narrada en tercera persona, por un narrador que conoce todos y cada uno de los detalles de la vida y de los pensamientos de Kurt Wallander. Ese narrador es casi un Dios, y el lector, a este narrador omnipresente, todo le cree; nunca duda, por un instante, de lo que nos dice este narrador. Es Dios, el ojo de Dios, viéndolo todo, sabiéndolo todo. Pero no debe olvidarse que hay otro tipo de narradores: los que narran, los que cuentan en primera persona.

¿Podemos creerle todo al narrador en primera persona? ¿Acaso no nos está hablando alguien que suponemos de carne y hueso desde su visión de mundo, de su subjetividad? ¿Qué sabe esa persona que narra de los pensamientos del otro? ¿Qué sabe Watson de los pensamientos de Sherlock Holmes? Watson es quien cuenta las historias de Holmes; pero Watson nunca sabe nada de nada, siempre se equivoca en sus juicios, jamás atina en los casos y Holmes siempre lo sorprende al final con la verdad. Es necesario: de lo contrario la historia no sería emocionante. No podemos saber lo que está pensando Holmes porque saberlo sería adelantarnos a la resolución del caso.

¿Podemos entonces decir que lo que sabemos del personaje es lo que está escrito y sólo eso es el personaje? Henry James, en Otra vuelta de tuerca, nos hace dudar de la historia y de los personajes. ¿Es cierto lo que ve la institutriz? ¿Existen realmente esos fantasmas que ella dice ver? ¿Los niños realmente son tan perversos como ella cree?, ¿están realmente poseídos? La historia es vista desde el punto de vista de la institutriz y conocemos el mundo desde la institutriz: nada nos obliga a creerle; es más, dudamos de esa voz en primera persona porque justamente eso es lo que quiere Henry James: que dudemos de la institutriz y del mundo que ella nos muestra. Discípulo aventajado, Juan Carlos Onetti hace algo similar en Los adioses. Allí Onetti nos presenta a un almacenero que dice nunca equivocarse en sus apreciaciones y que luego nos empieza a narrar una historia que al final puede que no sea más que el resultado de conjeturas y chismes.

En estos casos es difícil dar fe de la historia contada, y por lo tanto, también dar fe de los personajes. ¿Quiénes son realmente? ¿Lo contado por ese narrador en primera persona ocurrió tal como ella y él nos lo cuentan en las respectivas novelas? Nunca lo sabremos.

Cabe preguntarse entonces cómo queda lo que Eco nos ha dicho. Él mismo habla de algunos personajes de ficción que «adquieren una especie de existencia independiente de sus partituras originales»[ii]. Tales partituras originales son, por supuesto, las páginas de los libros en los que esos personajes se movieron originalmente. Eco dirá en este apartado que estos personajes «fluctuantes» son más conocidos incluso por sus aventuras extratextuales «que en el papel que desempeñaron en una partitura determinada».[iii]

Para ambas observaciones que arriba hemos hecho, Sherlock Holmes resulta un ejemplo ideal. Como ha sido dicho, a Holmes lo narra Watson, lo cuenta siempre Watson, desde su yo, desde su primera persona de narrador testigo, pero además, Holmes es uno de los personajes más fluctuantes que tiene el universo de la ficción. De hecho, muchísima gente cree de Holmes lo que Holmes no es en los libros.

El detective aficionado no es, para empezar, el caballero flemático y de maneras esnobistas que algún cine del pasado nos ha figurado. En realidad, el Sherlock Holmes de los libros se parece mucho más al que interpreta Robert Downey Jr. en las dos películas de Guy Ritchie, y si bien las películas de Ritchie giran en gran manera hacia la acción, no es menos cierto que Holmes era «experto boxeador y esgrimista de palo y espada». ¿Cómo lo sabemos? Porque nos lo dice el mismo Watson en Estudio en escarlata, la novela que dio a conocer a Holmes en el año de 1887. Allí, en las primeras páginas, el doctor Watson hace un repaso de los conocimientos de su singular compañero de habitación en la 221B de Baker Street. Dirá que tiene cero en conocimientos de literatura, filosofía y astronomía, ligeros saberes en política, desiguales en botánica, limitados en geología, profundos en química, exactos en anatomía e inmensos en literatura sensacionalista (entiéndase como cultura en crímenes de la época). Watson reporta que Holmes además toca violín, que conoce las leyes de Inglaterra y que sabe de boxeo y esgrima, tal como ya indiqué.

De modo que ver a Sherlock Holmes en los filmes de Ritchie, metido a fondo en peleas callejeras no resulta una interpretación gratuita: Holmes era experto en boxeo y nada tendría de raro imaginarlo tal como lo imagina Ritchie. Verlo en contacto con los bajos fondos tampoco es casual. En varias historias, Holmes se disfraza y tiene además relaciones constantes con gente de poca monta que le mantiene informado de lo que ocurre en los entretelones de la vida pública. En el famoso cuento «Un escándalo en Bohemia», Holmes se disfraza dos veces. La primera, de mozo de caballerizas, la segunda, de clérigo. Veámoslo disfrazado de mozo de caballerizas:

Fue cerca de las cuatro de la tarde cuando se abrió la puerta y entró en la habitación un mozo de caballerizas, sucio, barbudo, con aspecto alcohólico, rostro abotagado y ropas destrozadas. Aunque estaba acostumbrado a la extraordinaria habilidad de mi amigo para disfrazarse, tuve que mirarlo tres veces antes de estar seguro de que era él realmente.[iv]

Cinco minutos más tarde sale Holmes de su habitación, ya vestido como un caballero, pero entonces, revienta en carcajadas. No para de reír, parece enloquecido. En algún momento le dice a Watson que ríe de ese modo porque está absolutamente seguro que su interlocutor no podría adivinar dónde él había estado. En efecto, Watson no sabe, no posee el don de la telepatía.

Esto nos lleva entonces de nuevo al inicio: ¿Cuánto de Holmes sabemos? ¿Qué tanto lo conocemos si quien nos lo cuenta tampoco lo conoce? Súmese al enredo que el Holmes delirante que nos muestra Watson tampoco es el Holmes que la gente cree conocer en sus andares extraliterarios. Este Holmes eléctrico y guasón poco tiene que ver con el caballero inalterable que interpretó Basil Rathbone.  Rathbone, cabe acotar, realizó catorce películas de Holmes con la famosa gorrita puesta (y que nunca consta que Holmes usara en sus historias); de esas catorce cintas, apenas dos, las producidas por la 20th Century Fox en 1939, fueron más o menos fieles a las historias originales de Conan Doyle, tanto en tiempo como en argumento. El resto, realizadas por Universal, transcurrieron durante el siglo XX e incluso algunas tuvieron como escenario la Segunda Guerra. Ese Holmes, con su gorrita, su sobretodo y su pipa, marcaría la imagen que hoy día perdura en la memoria de muchísimas personas.

Ya se ve, nuestro héroe no ha resultado un estirado caballero, pero no sólo eso, sino que además, a juicio de Watson, se inyectaba demasiada cocaína. De tal asunto de nos enteramos en la novela El signo de los cuatro, publicada en 1890. Así leemos apenas en el primer párrafo de la misma:

Sherlock Holmes cogió su botella del ángulo de la repisa de la chimenea, y su jeringuilla hipodérmica de su fino estuche de tafilete. Insertó con sus dedos largos, blancos, nerviosos, la delicada aguja, y se remangó el puño izquierdo de su camisa. Sus ojos se posaron pensativamente por breves momentos en el musculoso antebrazo y en la muñeca, cubiertos ambos de puntitos y cicatrices de las innumerables punciones. Por último, hundió en la carne la punta afilada, presionó hacia abajo el minúsculo émbolo y se dejó caer hacia atrás, hundiéndose en el sillón forrado de terciopelo y exhalando un largo suspiro de satisfacción.[v]

Acto seguido Watson le pregunta si ha sido morfina o cocaína lo que se ha inyectado. Holmes responderá que cocaína en solución al siete por ciento. Watson se siente indignado y se preocupa: dice que tres veces al día y durante tres meses ha visto a Holmes hacer lo mismo. Pero, cabría preguntarse, ¿era realmente Holmes drogadicto? Al parecer, el detective sólo se inyectaba cuando no tenía ningún caso importante que resolver; él mismo aclaró que lo hacía para estimular su mente en los momentos de ocio, pues no soportaba mantener su mente sin actividad. Cuando trabajaba, no consumía. Debe agregarse que para aquella época no estaba estigmatizado el consumo de morfina y cocaína. Ambas eran vistas como drogas medicinales y formaban parte de gran cantidad de recetas. La Coca-Cola, recordemos, contenía algo de hoja coca o de cocaína. La hoy bebida refrescante fue creada en 1887[vi] como medicamento para problemas digestivos y como un «tónico cerebral» para recuperar energías y para el tratamiento de neuralgias, histeria y depresiones. Para aquel entonces, la hoja de coca e incluso su polvo se usaban de manera ingente para tales fines y, tal como se ve, tenían un fuerte uso en los asuntos relacionados con la cabeza o, digamos, con el cerebro. Holmes, se señaló, se la inyectaba para mantener su mente despierta.

Entonces, ¿es legítima la preocupación extrema de Watson? ¿Por qué no asumía nuestro querido doctor Watson (siendo, ya se sabe, doctor) que tal consumo era más bien medicinal? ¿No estamos allí ante una mirada subjetiva que se preocupa quizás en demasía de su amigo genial y ya grandecito?

Sherlock Holmes es un personaje complejo, y sí, de él sólo podemos decir lo que está en los libros. Los textos de Conan Doyle son el único lenguaje que puede decir la verdad de Holmes. Pero el ínclito detective que conocemos se ha escapado sin duda de sus páginas originales, y muchos tienen de él otras imágenes y otras ideas. No conforme con esto, tampoco podemos decir, a pesar de Eco, que es dable confiar a fondo en lo que hemos leído en los libros de Conan Doyle, porque quien cuenta a Holmes no es exactamente Conan Doyle, sino un Watson con falencias que desde su visión del mundo nos habla del más grande misterio que se encuentra en esas historias: el mismísimo Sherlock Holmes.

[i] Umberto Eco. Confesiones de un joven novelista. «Algunas observaciones sobre los personajes de ficción». Lumen (Argentina, 2011), 90.

[ii] Ibíd., 100.

[iii] Ibíd., 101.

[iv] Arthur Conan Doyle. Sherlock Holmes / Obras Completas  / Tomo II. «Un escándalo en Bohemia». Ediciones Rayuela (Valencia, 1987), 173.

[v] Arthur Conan Doyle. Sherlock Holmes / Obras Completas  / Tomo I. El signo de los cuatro. Ediciones Rayuela (Valencia, 1987), 113.

[vi] Nótese el año de publicación de El signo de los cuatro.

© All rights reserved Fedosy Santaella

Fedosy naranja normal reloaded.Fedosy Santaella (1970). Es autor de libros de relatos y novelas, entre ellos los libros de relatos Piedras lunares, Ciudades que ya no existen, Instrucciones para leer este libro y Terceras personas, y de las novelas Rocanegras, Las peripecias inéditas de Teofilus Jones, En sueños matarás, Los escafandristas y El dedo de David Lynch, esta última con la editorial Pre-Textos en España. En 2006 ganó la bienal internacional José Rafael Pocaterra en narrativa. En 2009 fue elegido para participar en el Programa Internacional de Escritura de la Universidad de Iowa. En 2010 quedó entre los diez finalistas del Premio Cosecha Eñe de España. En 2013 ganó el concurso de cuentos de El Nacional. Ese mismo año estuvo entre los nueve finalistas del premio de novela Herralde. En 2015, quedó finalista del Premio de la crítica a la novela con Los escafandristas. Algunos de sus cuentos han sido traducidos al inglés, al chino, al esloveno, al turco y al japonés.

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