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Septiembre 2013

MIAMI, DEL CONCEPTO A LA METÁFORA. Jesús Rosado

El poblamiento humano condensa en la ciudad su concepto superior. La misma compendia los argumentos más sofisticados de la construcción social y su infraestructura refleja la proyección a escala  pública de algo similar a  lo que significa el hogar para el individuo. No se concibe una ciudad sin todo el andamiaje que pueda proveer un sentido de seguridad existencial para sus moradores, cuya aglomeración de artificios es hipérbole del distanciamiento entre hombre y naturaleza.

Las ciudades como entes vivos, lógicamente, tienen nacimiento y sucesivas edades. Su fisonomía se va dibujando al calor del anhelo constructivo de fundadores-continuadores y, desde luego, en cada uno de sus rasgos transpira la dinámica de los mismos. De acuerdo a su rango intermediario suelen ser ciudades paradores o ciudades tránsito y si resultan ser crucero de los desplazamientos demográficos se convierten en ciudades diáspora o ciudades repositorio.
En el caso de Miami,  cincuenta años de afluencia diaspórica explican su propensión a las indefiniciones urbanas, palpable en las conocidas dislocaciones de explanadas y la desgeometrización de horizontes y niveles. Como se sabe,  ha sido emplazamiento que ha crecido radial y centrífugo como un extenso campamento de refugiados, descentramiento que tiene mucho que ver con el imparable flujo babélico que sucesivamente ha ido adicionando estructuras yuxtapuestas a la panorámica de la ciudad. Esa amalgama la hace excepcional porque pocas urbes se construyen desconstruyéndose de esta manera, como si fuese un síndrome morboso del caos postmoderno.  Quizás, esa sea  la ofrenda de un territorio que ha negociado los encantos naturales a cambio de un asentamiento social cuyo karma será ver naufragar el destino de provisionalidad para resignarse al enclave definitivo. Pensemos en cuánto habitante de este pantano hormigoneado no ha experimentado que hacerse miamense es una trayectoria mortificada por el continuo deshacer de valijas para retornos que se consideraban inminentes.
Cuando se habla de Miami, como la mayoría de los conceptos contemporáneos y publicitados, no pocos acuden a la provisión de cifras: superficie de 4 118 km²,  temperatura media en verano de  28,6º C,   población de 2, 500 000,  65,8 %  hispana, principal código telefónico  305,  ingreso económico de 13 billones de dólares anuales, 5.4% de desempleo, 90 parques de casas móviles que albergan unas 100 000 personas de bajos recursos,  8 500 desamparados, quien sabe cuántos inmigrantes ilegales refugiados en los efficiencies… Pero ninguno de esos datos la hace más comprensible.  Son apenas signos que acompañan inertes a la metrópolis que no llega a ser metrópolis. A la ex aldea irreversible. Joven ciudad que pare microciudades con intentos de barrios que no cuajan, carentes de plazas públicas y espacios espontáneos de comunicación. Territorio que aún no ha tenido pausa para reivindicarse en expectativa y cuya arquitectura es una colosal apología de la descolocación.
En Miami, la congregación, de tan accidentada, prospera en una especie de culto privado, porque esta ciudad donde realmente palpita es en el ritual íntimo. Justo de esa vida interior  es que emerge el Miami de las utopías.  La Youcernar  decía  “…mis memorias, mis ciudades han nacido de encuentros…” y es así como se teje la mística de Miami, a través de aproximaciones que, a diferencia de las urbes históricas, no acontecen  entre cantería musgosa y lapidaria romántica.  En Miami, incluso, habrá que sobrepasar la veleidad y los sopores del clima para llegar a emular con aquellos idilios de socialización premodernista, sometidos ahora a la climatización permanente del aire, a riesgo de que el acto de compartir temperamentos se limite a un soplo tibio.
Sin embargo,  la idealización de Miami en el imaginario compartido es de los gestos más cálidos que suele acontecer entre sus ciudadanos.  El ser desplazado que predomina en sus límites, aprovecha la intimidad para descargar sus memorias en busca de imprescindibles coherencias.  Emprende diálogos con el entorno, haciendo de la ciudad centro de un coloquio cosmopolita donde cada interlocutor va negociando la identidad entre la urdimbre del dato cultural  y la poética.
Miami se hace cotejo de analogías.  Sean flashbacks de La Habana, Caracas o Barcelona, todas atracan en la inmediatez. Miami se hace veneciana, se abrasileña o se newyorkiza. Pocos territorios como éste pueden transmutarse en tan breves lapsos mediante el ceremonial evocativo. ¿Será que esa proclividad a la sublimación es definitivamente lo que nutre el carácter propio de esta ciudad?  Lo cierto es que la filiación ciudadana tiende a transitar por un laberinto de espejos, en el que Miami proyectará el espectro de lo que hemos sido.
Visto así, esta ciudad fluye como un concepto mutante, cuya resemantización está vinculada a la transterritorialidad de sus pobladores. Para el inmigrante, es un conglomerado que puede regenerarse cada semana, de acuerdo al descubrimiento gradual  y a la capacidad de asumirlo o rechazarlo, percepción que se repite en miles de seres que alguna vez hemos debutado como miamenses. Y esas entradas y salidas emocionales le van imprimiendo el espíritu diferenciado como núcleo social.
Comúnmente, al principio esta ciudad tiende a sopesarse como una suma de carencias. Sus primeras visiones suelen ser desoladas, desprovistas de olores identitarios. A vista de avión se extiende como un manto monótono sin los encantos del relieve y faltan las referencias concéntricas que conmuevan la memoria de la comunidad.  Nada de estatuarias suntuosas, ni monumentos de excepción. Casi la anticiudad. Son estas las privaciones que pulsan la urgencia de la espiritualidad recóndita, lo perentorio de reinventar a Miami como territorio paralelo.
La fabulación logra consolidar lazos de recíproca posesión.  Cuando el miamense viaja y aplica ciertas lecturas de comparación, constata aquella premonición de Kavafis de que  “la ciudad te seguirá” y es que en la confrontación culminamos registrando los aspectos hasta entonces inéditos de la Miami que aparentaba haber quedado atrás.
Se redescubren los fulgores y la contigüidad oceánica, la narración entre el subsuelo y el cielo, la naturaleza que pugna por no dejarse devorar por las estructuras, la bohemia mediatizada por un provincianismo que la hace plaza con sosiego, la  idiosincrasia púber…referentes de una pertenencia inesperada que se glosa continuamente desde la fantasía.  Así irá revirtiéndose la naturaleza de una filiación hasta entonces impostada. La ciudad se va erigiendo, mitad circunstancia, mitad ficción, en entidad paradójica con renovadas oportunidades para la interacción. Un paisaje que comienza a reconocerse menos fútil, como el cuerpo apetecido que por fin se nos desnuda.
La antropología de lo miamense ha de tomar en cuenta  la diversidad y lo provisorio a escala de etnias e individuos. Para el candidato a la permanencia, aunque no la sienta ciudad progenitora, puede llegar a experimentar un sentido de genealogía maternal, sobre todo si la personaliza en su universo íntimo. Al ser comúnmente escenario de  rupturas biográficas  y giros hacia el futuro, Miami se hace huella emocional. En sus confines se recompone vida y memoria de mucha gente que es, en definitiva,  lo que representa el surtido vernáculo. Ese acontecer visceral hace vibrar la densidad de sus estructuras.  Es lo que la distancia de ser tráfico e intermitencias de neón para convertirse en bombeo de linfa cotidiana.
Todas las transacciones entre sujeto y ciudad bien pudieran transcurrir inadvertidas, de acuerdo a lo que aventuraba Italo Calvino que “nada de esto puede ser visto por quien mueve sus pies o sus ruedas sobre el pavimento”. Pero ello, en verdad, es objetable.  Lo que escapa a la retina común no deja de contar con una rara casta de intérpretes para quienes la ciudad es más que aglomeración, definición espacial y disposición organizativa. Son individualidades que atisban entre la polisemia visual y sonora y que recorren la sinergia de las periferias… Son el lente de un periscopio que emerge del tejido social. Seres sensitivos que conectan la identidad subvertida con la mística de lo no tangible.

Ellos exploran la sintaxis entre naturaleza y artificio, de donde extraen la intrascendencia y lo microscópico para revelarlo en sus alcances alegóricos. Por su intercesión la ciudad puede ser convertida en ensayo sobre la existencialidad que late en sus límites. Facilitarla como texto abierto para reinterpretarla y añadirle señales venturosas. Ejercen como ideógrafos del contorno urbano anudando a la Miami polisémica. En sus representaciones se reproducirá o se recrearán volúmenes y estaturas de la ciudad. Harán cohabitar promiscuamente nube, superficie líquida y grúa. O fermentarán los colores de la nocturnidad. O lograrán que Miami abandone el reposo entre evanescencia y ensimismamiento. Una Miami que se levanta de su corto abolengo y abre el arcón de tiempos aún inexistentes. Ciudad elipsis que ensarta historias de la no historia. Aparecerá quien encaje un perfil victoriano al pie de sus rascacielos. O el que muestre la mueca patética de autos desvencijados. O quien haga posible una alberca invadiendo la avenida. Miami será sanguina en implosión. Será abstracción, progresión, expansión, eclosión, erección, cópula y alumbramiento. Miami tan escatológica como hollywoodense. Cínico skyline de papel moneda, al cual hay que sobrevivir y sobrepasar. Miami, épica decadente de patrioterismo y croquetas. Renacionalización desfigurativa y reconfigurativa. Arena surrealista y sicalíptica. Imaginaria Atlántida a salvo sólo en las crestas de sus puentes. Urbe versus poder, desrrevolucionaria y emancipadora. Miami la americanista. Miami Hopper con sus moles silenciosas y sajonas. Ciudad tatuada por el graffiti trasnochado. Ethos de delirios concurrentes. Miami desvanecida en concepto para seducirnos desde la metáfora.

Es que una ciudad puede centuplicarse al unísono de la poética. Lotman advierte que vida urbana y cultura se oponen a Cronos, no importa la ausencia de monumentos seculares y signos folclóricos. Las que son imprescindibles son las almas que condensan la fabulación. Esas son las que cifran la semiótica urbana y su cosmovisión extraterritorial. Al destino Miami ha acudido un enjambre de artistas, arquitectos y poetas venidos de otras costas para tramar esa región hiperbólica. Al parecer hasta la topografía conspira a su favor. De un borde, océano o mangle, del otro: ángulos híbridos, texturas, sonidos, color cálido, masa, resplandor y pulso vital. En el centro, los ingredientes en ebullición del cosmopolitismo cultural cociendo el nuevo caldo estético. La ciudad sólo tiene que esperar a que el tropo se deje perpetrar por los inevitables metaforadores de sus esplendores y miserias. Ante tanto espasmo de la postmodernidad es lo recomendable para reedificarla como diseño humanista.

Publicado en Nagari #1 La ciudad: lírica e íconos de un espacio

Jesús RosadoJesús Rosado (La Habana, 1957); historiador, crítico, curador y periodista cubano radicado en Miami desde 1996. Graduado de la facultad de Filosofía e Historia de la Universidad de La Habana en 1981. Ha cursado varios posgrados sobre museología. Terminó estudios en el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos como asistente de dirección de cine. Es cofundador del Museo Memorial El Hurón Azul (casa del pintor Carlos Enríquez), así como del Museo Máximo Gómez (Quinta de los Molinos), ubicados en La Habana. Fue especialista principal del Museo Ernest Hemingway y del Museo Nacional de Bellas Artes, ambos en Cuba. Es autor de varios textos para catálogos y monografías sobre artistas visuales. Colabora con publicaciones especializadas como ArtNexus, Arte al Día y ArtPulse. Sus trabajos aparecen también en Diario de Cuba,  Encuentro en la Red y Herencia Magazine.

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