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Diciembre 2017

LOS OCHO PECADOS CAPITALES. Luis Benítez

Tendemos a considerar las cosas bien conocidas dentro de la cultura (*) como si siempre hubiesen sido iguales, como si hubieran permanecido invariablemente inmutables, desde sus inicios, tal como llegamos a saber de ellas. Nos sorprende, por ejemplo, enterarnos de que el celibato obligatorio dentro de la Iglesia Católica Apostólica Romana recién tomó fuerza de ley a partir del siglo XII, cuando fue promulgado por el II Concilio de Letrán (1139) o saber que el tabú del incesto, en ciertas etnias y en determinadas etapas de la historia, no solo no estaba mal visto sino que resultaba obligatorio, como sucedía entre los faraones del Antiguo Egipto y entre los monarcas del imperio incaico, donde casarse con la hermana era un deber del soberano, a fin de conservar la “pureza” de la estirpe.

Así, nos resultará cosa de asombro anoticiarnos de que antiguamente los famosos  pecados capitales no eran siete, sino ocho, y mucho más nos extrañará enterarnos de cuál era el octavo.

En efecto: en los primeros tiempos del cristianismo -la principal doctrina religiosa que  moldeó a Occidente tal cual lo conocemos- cuando este se encontraba todavía forjando su dogma oficial, eran ocho las más graves faltas que podían cometerse, aquellas que garantizaban al transgresor un pasaje post-mortem seguro a los Infiernos y le aseguraban una estadía eterna en ellos. Tal era la opinión fundamentada de importantes intelectuales eclesiásticos, cuya autoridad en materia de fe y contenidos doctrinales nadie entonces se atrevía a poner en duda. Y cuando hablamos aquí de un cuerpo de creencias, no nos estamos refiriendo exclusivamente a lo religioso: en esas épocas que evocamos, sus alcances eran mucho mayores que en la actualidad, puesto que conformaban la imagen del  mundo, la descripción de la realidad que la mayoría de las personas admitían y reconocían como propia.

Desde luego que hoy no nos asiste -en general- un interés particular por tales  interminables discusiones, tantas apologías y múltiples rechazos como animaban a esos sabios pretéritos, pero saber cuál era la octava falta gravísima que condenaba al mayor de los horrores que podía deparar la eternidad acarrea algo más que extrañeza: también parece levantar algo del velo de las diferencias que median entre la gente de la época y nosotros… o tal vez, nos estén mostrando una suerte de similitud.

Recién en el siglo VI el primer monje devenido papa (aunque era bisnieto y nieto de papas), quien sería reconocido como santo más tarde, Gregorio Magno (540-604), reduciría a 7 los crímenes capitales, dando la versión del asunto que llegó hasta nuestros días, a saber: lujuria, pereza, gula, ira, envidia, avaricia y soberbia. En siglos posteriores, otros notables hombres de la Iglesia coincidieron con el citado, corroborando la reducción del listado. Así lo hicieron, entre otros, grandes doctores de la Iglesia como san Buenaventura de Bagnoregio (1218-1274) y el mucho más conocido por nosotros santo Tomás de Aquino (1225-1274). Inclusive Dante Alighieri (1265-1321) -quien por lo que va del siglo todavía no necesita de mayores presentaciones, luego se verá qué sucede…- adhirió a la nómina reformada por san Gregorio Magno más de medio milenio antes de la Divina Comedia.

Mas como afirmamos al comienzo, antes de la modificación de la lista implementada  en el siglo VI, reputadas autoridades mayores de la Iglesia coincidían en señalar la presencia de un “octavo pasajero” en la nave que nos llevaba directamente a los fuegos infernales. Tascio Cecilio Cipriano (200-258), mártir y obispo de Cartago, aseveraba lo mismo que Evagrio el Monje (345-399), san Juan Casiano (360-435) y san Columbano de  Luxeuil (540-615), este último un contemporáneo de Gregorio I, el papa reformista: que además de la gastrimargia o gula; la fornicatio, o lujuria; la avaricia o philargyria; la vanagloria o cenodoxia, la orgé o ira, el orgullo o superbia, la pereza o acedia, también la tristitia, esto es, la tristeza, era un sendero seguro hacia el Averno cristiano. Nada más y nada menos que la tristeza, era entendida por estos doctos padres de la Iglesia como un pecado, una falta gravísima, algo imperdonable.

Y como el dogma cristiano actúa muchas veces por pares de opuestos, la Iglesia ha contrapuesto virtudes capitales a estos máximos crímenes que incluían la tristeza y hoy continúan siendo el reverso de ellos, su contrapartida y su antídoto: humilitas, la humildad, opuesta a la soberbia; generositas, la generosidad, contraria a la avaricia; castitas, la castidad, versus la lujuria, de igual modo que patientia, la paciencia, se opone a la ira, temperantia, la moderación, a la gula, caritas, la caridad, a la envidia, y diligentia, la diligencia, a la pereza.

Si Gregorio I, en el siglo VI, no hubiese suprimido la tristeza de su listado de errores máximos -tal el sentido original del término latino pecatum– hoy la alegría sería una virtud capital y una aspiración, una meta también religiosa. Desgraciadamente, no sabremos nunca si el mundo -tal como lo conocemos- hubiese tenido un desarrollo radicalmente distinto o, al menos, un sentido más para verse inclinado a constituirse de un modo diferente al presente, que tanto dista de conformarnos. Sin duda, un milenio y medio de entender a la tristeza como un pecado y a la alegría como una virtud, hubiera establecido modificaciones de peso en nuestro modo heredado de ver el mundo… Por supuesto que las consecuencias de esas premisas son, para nosotros hoy, algo incalculable.

 

(*) Entendida como la suma de todas las actividades humanas, en su sentido sociológico, tan difundido en nuestro tiempo.

© All rights reserved Luis Benítez

Luis Benítez nació en Buenos Aires el 10 de noviembre de 1956. Es miembro de la Academia Iberoamericana de Poesía, Capítulo de New York, (EE.UU.) con sede en la Columbia University, de la World Poetry Society (EE.UU.); de World Poets (Grecia) y del Advisory Board de Poetry Press (La India). Ha recibido numerosos reconocimientos tanto locales como internacionales, entre ellos, el Primer Premio Internacional de Poesía La Porte des Poètes (París, 1991); el Segundo Premio Bienal de la Poesía Argentina (Buenos Aires, 1992); Primer Premio Joven Literatura (Poesía) de la Fundación Amalia Lacroze de Fortabat (Buenos Aires, 1996); Primer Premio del Concurso Internacional de Ficción (Montevideo, 1996); Primo Premio Tuscolorum Di Poesia (Sicilia, Italia, 1996); Primer Premio de Novela Letras de Oro (Buenos Aires, 2003); Accesit 10éme. Concours International de Poésie (París, 2003) y el Premio Internacional para Obra Publicada “Macedonio Palomino” (México, 2008). Ha recibido el título de Compagnon de la Poèsie de la Association La Porte des Poètes, con sede en la Université de La Sorbonne, París, Francia. Miembro de la Sociedad de Escritoras y Escritores de la República Argentina. Sus 36 libros de poesía, ensayo, narrativa y teatro fueron publicados en Argentina, Chile, España, EE.UU., Italia, México, Suecia, Venezuela y Uruguay

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